La vigencia de la transición

A la muerte de Franco, la gran preocupación de la inmensa mayoría de los ciudadanos –demócratas conscientes o simples gentes de buena voluntad, deseosas de que España saliera de la excepcionalidad de la dictadura– podía resumirse en el designio de instaurar pacíficamente un sistema pluralista, acogedor e integrador, sin convertir el tránsito en un desquite. Acertadamente, el Rey, apoyado en la audacia política de Adolfo Suárez y con la creciente aquiescencia de todos los grupos políticos del momento, resurgidos de las catacumbas o recién engendrados, planteó aquel proceso como una evolución jurídica del sistema anterior hasta provocar una verdadera mutación, una auténtica ruptura. Buena parte de los actores del régimen franquista se prestaron a la maniobra –la ley de reforma política, clave de la operación, fue aprobada por las Cortes orgánicas de la dictadura– y la prodigiosa transición desembocó felizmente en la Constitución de 1978, que, mal que bien, ha hecho de este país una potencia orgullosa de sí misma.

Pieza angular de aquel tránsito fue la ley de amnistía del 15 de octubre de 1977, que declaraba amnistiados en su artículo primero «todos los actos de intencionalidad política, cualquiera que fuese su resultado, tipificados como delitos y faltas realizados con anterioridad al día 15 de diciembre de 1976». La norma, bastante más que una verdadera ley de punto final porque no solo clausuraba la dictadura, sino también la guerra civil –y esta doble función es crucial para entender la verdadera enjundia del proceso–, extinguía todas las responsabilidades antiguas, reparaba entuertos, rehabilitaba y resarcía a damnificados y constituía el pilar sobre el que enterrar el fantasma sobrecogedor de las machadianas dos Españas.
El balance de aquella sabia estrategia, desarrollada por una generación magnífica de verdaderos patriotas de derechas y de izquierdas, es espléndido. Así lo corrobora la opinión de la sociedad española e incluso de la comunidad internacional, que presenció el inédito experimento con asombro y admiración. Los autores de aquella proeza han legado a las generaciones siguientes una España en paz y en libertad, que ha sido capaz de salir del subdesarrollo político y material hasta encumbrarse en una posición destacada y en un marco pletórico de libertades.
Dicho esto, es cierto que, más allá de la clausura de la antigua querella de la guerra civil y del archivo de la ulterior dictadura, han quedado algunas brechas abiertas y supurantes, algún agravio sangrante, alguna provocación enhiesta. Y todo ello puede ser resuelto ahora que ha pasado el tiempo suficiente para que la sutura de unas heridas no abra otras nuevas. La ley de memoria histórica, un intento timorato y no plenamente logrado en esta dirección, pretendía abordar estos humanos restos de resquemor. Se trataba, entre otras cosas, de exhumar a los muertos que aún no habían encontrado el descanso que merecían para otorgarles digno y definitivo reposo. Y de reparar algunas honras maltrechas que desfiguran la memoria. Hoy no hay razones objetivas ni subjetivas para negar este postrer resarcimiento a las víctimas de aquella cruenta sinrazón que, por un cúmulo de causas, no se beneficiaron del apaciguamiento lenitivo de la transición.
Es por ello pertinente que se ultimen estos detalles que han de clausurar definitivamente una historia antigua, bien poco edificante, que ya a nadie, o a casi nadie, sirve de referencia. Pero este empeño legítimo, hoy lamentablemente enmarañado por las actuaciones contra Garzón, no ha de desacreditar todo el camino andado, ni mucho menos cuestionar la transición entera. De ahí que algunos síntomas hayan de ser atajados cuanto antes.

Resarcir a las víctimas –como piden legítimamente las asociaciones para la memoria histórica– y superar los ecos de la guerra civil mediante la supresión de los símbolos residuales, que aún perduran, la sedimentación histórica y el frío y realista análisis intelectual de aquel trágico periodo, que media entre la destrucción de la República y la conquista de la democracia, no pueden suponer ni la revisión de la transición, ni la puesta en duda de la grandeza moral de aquella empresa cargada de renuncias y buena voluntad. Porque la transición sirvió para que, a partir de entonces, con la promulgación de una Constitución impecable, empezara una nueva era de fraternidad y civilización en la que está excluida la violencia como método de resolución de conflictos.
Sentado todo esto, conviene subrayar que el franquismo y sus secuelas son hoy episodios residuales y ridículos en este país porque su ominoso referente ha sido arrollado por una sociedad ansiosa de futuro. Pero, a pesar de ello, debemos denunciar con voz potente la cizaña que estos pocos están intentando extender para dividirnos. Porque quienes nos sentimos herederos morales del espíritu de la transición no debemos caer en la trampa que nos tiende esa minoría de nostálgicos que ni renuncia a su pasión autoritaria ni nos reconoce el derecho a haber aparcado el resentimiento para construir entre todos un país en paz.

Antonio Papell, periodista.