La vigencia de nuestra Monarquía

La publicación del desglose de las cuentas de la Casa del Rey por parte de Don Juan Carlos es un ejemplo de saber hacer, de prudencia política y de capacidad para empatizar con las aspiraciones y preocupaciones del pueblo español. Una decisión que el Monarca no se hallaba impelido jurídicamente a realizar. El artículo 65. 2 de la Constitución dispone: «El Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». Pero no se gobierna, y Don Juan Carlos lo conoce, actuando sólo de acuerdo con las prescripciones legales, sino con una acción política pertinente, adecuada a las exigencias de los tiempos y de conformidad con los sentimientos de la ciudadanía. La transparencia y claridad en el uso de los fondos públicos lo impone. Ya hace año y medio, el Real Decreto 999/2010, de 5 de agosto, había dado un primer paso al constituir una intervención interna. Una forma de actuar que refrenda la ganada auctoritasde Don Juan Carlos y su sensibilidad para sintonizar con las cuestiones que interesan y ocupan a esta Nación de españoles libres e iguales. Este es el mejor camino de preservación y respaldo de las instituciones.

En los mismos días el Monarca resaltaba, en su alocución navideña, la importancia de respetar la «credibilidad y prestigio de nuestras instituciones», al tiempo que reclamaba «rigor, seriedad y ejemplaridad». «Todos, especialmente las personas con responsabilidades públicas —afirmó— tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar». Para finalizar con una comprometida declaración de moralidad pública: «Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o a la ética, es natural que la sociedad reaccione. Afortunadamente vivimos en un Estado de Derecho, y cualquier actuación censurable deberá ser juzgada y sancionada con arreglo a la ley. La Justicia es igual para todos». Una igualdad ante la ley, propia de los regímenes constitucionales, aunque no está de más recordar su inviolabilidad. «La persona del Rey es inviolable —dice el artículo 56.2 de la CE— y no está sujeta a responsabilidad». De aquí la necesidad de que sus actos sean refrendados (artículo 64 CE). «The King can do not wrong», el «Rey no puede hacer mal».

Pero quiero ir más allá del Discurso de Navidad, toda vez que las presentes circunstancias han brindado la ocasión de recordar la vigencia de nuestra Monarquía parlamentaria. Hay varias y relevantes razones para seguir destacando sus bondades.

Primera. La Monarquía supone un modo sosegado, tranquilo y ordinario en la transmisión del poder político en la más alta magistratura del Estado, más allá de los sobresaltos vinculados a toda elección representativa. Tenía razón el politólogo Karl Friedrich (Gobierno Constitucional y Democracia), cuando argumentaba que el «constitucionalismo representa un complejo sistema para organizar adecuadamente la transmisión del poder». En el caso de las monarquías, reviste las ventajas de su carácter automático, sin solución de continuidad, sin que quede vacante, ni un solo momento, la máxima titularidad del Estado. «Le roi est mort, vive le roi», «The King is dead, long live the King», «¡El Rey ha muerto, viva el Rey!». Permanencia institucional, estabilidad política y referencia pública. He aquí sus virtudes.

Segunda. La Monarquía parlamentaria es plenamente compatible con los sistemas democráticos. Una Monarquía parlamentaria que, situada au dessus de la melée, fuera de la cotidiana refriega política, ejerce una impagable función relacional, arbitrando y moderando los poderes del Estado. «El Rey arbitra y modera —prescribe el artículo 57.1 CE— el funcionamiento regular de las instituciones…». Ya lo adelantaba Benjamin Constant (Principios de Política) al hilo de su teoría sobre el pouvoir neutre: «El poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial son tres resortes que deben cooperar… pero cuando descompuestos se entrecruzan, chocan y se traban, se requiere una fuerza que los ponga de nuevo en su sitio… La Monarquía constitucional tiene ese poder neutral». Una labor desglosada por Walther Bagehot (The English Constitution) en tres derechos: «El derecho a ser consultado, el derecho a animar y el derecho de advertir». Hoy la distinción relevante no es entre monarquía o república, sino entre Estados autocráticos o democráticos. Lo significativo es, afirmada la soberanía nacional (artículo 1. 2 CE), el cumplimiento, en una monarquía o república, de lo dispuesto en la Declaración Francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadanode 1789: el respeto a los derechos fundamentales y la garantía del principio de separación de poderes.

Tercera. La Monarquía implica, en un Estado tan descentralizado como el autonómico, disfrutar de un aglutinador centro de referencia e imputación de la unidad del Estado, y, por ende, de su permanencia. De nuevo lo señala la Constitución: «El Rey es el Jefe del Estado (lo Stato significaba en sus orígenes lo que permanece, lo que no muda), símbolo de su unidad y permanencia…» (artículo 56. 1). Lo reseñaba Javier Gomá en una Tercera titulada La Majestad del símbolo: «Es grave y hondo el sentido de lo simbolizado: la unidad de la Nación española. En suma, nada más alto, grave e importante para nosotros».

Cuarta. La Monarquía satisface, en tanto que institución simbólica, una benefactora función de integración política. Smend (Constitución y Derecho Constitucional) lo afirmaba acertadamente: «El Monarca legítimo simboliza básicamente la tradición histórica de los valores comunitarios… cumple el papel que en una República sólo pueden desempeñar figuras históricas, o incluso míticas, como pueden ser un Guillermo Tell o un Winkelried». Se puede decir más alto, pero no más claro.

Quinta. La Monarquía es la forma tradicional en nuestro Derecho histórico desde la admirable Constitución de Cádiz de 1812 (Título IV) hasta la actual Constitución de 1978 («La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria» (artículo 1. 3). Por el contrario, las dos experiencias republicanas, explicita Stanley G. Payne (España, una historia única), resultaron fallidas: la I República terminó en un cantonalismo de fragmentaciones y enfrentamientos territoriales y la II dividió cainitamente a los españoles. «El Estado español es —señaló gráficamente Antonio Fontán— un Reino, o es un barullo».

Sexta. La Monarquía ha sido, a través de Don Juan Carlos, la impulsora de la reconciliación de los españoles enfrentados por una fratricida guerra civil y separados por cuarenta años de dictadura, así como del desmantelamiento de las rancias estructuras franquistas, del proceso de Transición Política sintetizada en la Carta Magna de 1978 —de motor del cambio lo calificó Charles Powell (El Rey, la Monarquía y la Transición a la democracia)—, del restablecimiento del orden constitucional tras el frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y lo que es más significativo: de un exigente diario cumplimiento del deber. Esto es, satisfaciéndose no sólo la legitimidad de origen, sino de ejercicio. «Rex eris si recte facies», «Rey eres, si rectamente actúas».

Séptima. Y además, la Monarquía aparece, tras el desglose de las cuentas de la Casa Real, como una institución austera y económica. Baratísima, si la comparamos con los ingentes gastos de la República italiana o con los fastos de la V República francesa. ¡8,4 millones de euros anuales! Muy por debajo, además, de otras Casas Reales, como la inglesa o la holandesa. Y algo que se suele olvidar. El correlativo ahorro de no convocar más comicios electorales de los generales, autonómicos, locales, y europeos.
Siendo lo afirmado digno de mención, lo mejor de nuestra Monarquía parlamentaria es todavía otra cosa: ¡que funciona y funciona bien! Sólo los necios o suicidas se replantean frívolamente sus instituciones. Y este pueblo ni es necio, ni es suicida. Es inteligente y valora los logros alcanzados. ¡Felicidades por ello, Majestad!

Por Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

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