La violencia en EE.UU.

Es innegable que, de la conquista del oeste, idealizada por el cine y la literatura, los estadounidenses han conservado una cierta inclinación por los ajustes de cuentas. En la mitad de los hogares de Estados Unidos hay al menos un arma de fuego que, por suerte, la mayoría nunca utiliza. Un derecho a las armas avalado por la Constitución, como no ha dejado de confirmar el Tribunal Supremo. Entonces, ¿para qué tener armas de fuego que no se utilizan? Porque es un derecho que crea la ilusión de una especie de resistencia frente a un Estado poco apreciado y un vago sentimiento de seguridad frente a las agresiones. ¿Es posible que este arsenal disuada a los criminales en potencia? Este es el argumento constante de las influyentes organizaciones que se resisten a toda regulación.

En conjunto, la delincuencia en EE.UU. es comparable en la actualidad a la de Europa, pero hay un cierto tipo de crimen que resulta característicamente estadounidense. No transcurre un año escolar sin que algún estudiante perturbado acribille a sus compañeros y profesores, al ser tan fácil el acceso a las armas de fuego. Esta familiaridad con las armas de fuego también afecta a la Policía: estas últimas semanas, una serie de muertes en San Luis y Nueva York ha puesto de manifiesto la expeditiva forma de actuar de los agentes, enfrentados a delincuentes que no parecían representar una gran amenaza; el policía estadounidense está entrenado para disparar más rápido que su sombra. A menudo, estos policías son blancos y las víctimas negras, pero sería excesivo deducir de ello que se está produciendo un resurgimiento del racismo: estadísticamente, hay más delincuentes negros que blancos y las víctimas de los tiroteos entre las bandas suelen ser negras, en ambos bandos. La Policía, con la excepción de algunas ciudades pequeñas como Ferguson, cerca de San Luis, donde un agente blanco mató a un joven negro, es un reflejo de la población a la que presta servicio: en Nueva York, la tercera parte de los policías son negros, un tercio son latinos y el resto son blancos, chinos, etcétera. Un calco de la ciudad.

Ello no impide que la impresión general sea la de una violencia policial más sistemática que en Europa, basada asimismo en la doctrina dominante de la tolerancia cero, e incluso justificada por ella. Desde la década de 1980, los análisis históricos sobre la eficacia de la tolerancia cero que han realizado economistas como Gary Becker y sociólogos como James Wilson se han convertido en la norma: toda infracción de la ley, por minúscula que sea, es castigada con severidad. Las cárceles están superpobladas y las ciudades se han vuelto más seguras: la violencia carcelaria ha sustituido a la violencia urbana.

Esta aceptación de la violencia como norma social inevitable, o incluso deseable, volvemos a encontrarla en los métodos de interrogatorio de la CIA, denunciados hace poco por un informe del Senado. ¿Ha «torturado» o no la CIA a los prisioneros sospechosos de haber participado en los atentados del 11 de septiembre de 2001, o solo ha recurrido a «técnicas de interrogatorio avanzadas»? La izquierda demócrata denuncia la tortura y la traición de los ideales estadounidenses; la derecha republicana, en general, apoya a la CIA. Pero lo más «estadounidense» de esta controversia es también el hecho de que haya tenido lugar en público. ¿En cuántos países conocemos los métodos empleados en los interrogatorios de los presuntos terroristas? ¿Y en cuántos países asistiríamos, como ahora mismo en EE.UU., a grandes manifestaciones en contra de la ejecución –indiscutiblemente demasiado expeditiva– de delincuentes por parte de policías de gatillo demasiado fácil? La violencia estadounidense coexiste con la democracia estadounidense. No podemos olvidar que la pena de muerte, aunque rara vez se aplique, sigue en vigor en la mitad de los estados, y que la opinión pública está mayoritariamente a favor de ella, aunque los protestantes baptistas más piadosos la defienden más que los laicos: Dios reconocerá a los suyos.

Vista desde Europa, la sociedad estadounidense, excesivamente pertrechada de armas de fuego, practicante de la tortura y la pena de muerte, parece a menudo una sociedad «salvaje», menos «civilizada» que nuestro viejo continente castigado por las adversidades y vacunado contra ellas. Yo propondría otro punto de vista, menos convencional, filosófico, ante todo: los estadounidenses, en conjunto, no idealizan mucho la naturaleza humana y están más dispuestos que los europeos a aceptar que el hombre es una bestia. Esta bestialidad, en EE.UU., debe ser reprimida por las leyes humanas y divinas: el derecho y la religión. Estas leyes se aplican con más rigor aún al darse la circunstancia de que la población, siempre más heterogénea, no comparte espontáneamente los mismos valores ni los mismos códigos sociales. En mi opinión, las raíces profundas de la violencia policial o de los métodos de la CIA no hay que buscarlas tanto en el salvaje oeste como en la inmigración. Cada habitante de Estados Unidos, al haber llegado de fuera, solo se comporta como un «buen estadounidense» si la Policía, o los sacerdotes, le llaman al orden sin miramientos. Sin esta doble imposición, arbitraria, legal o teológica, puede que Estados Unidos estallase a causa de su propia diversidad.

Guy Sorman

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