La violencia en la escuela

El último número de Le Monde de l'education titula estrepitosamente en portada: «Violencia. El planeta escolar movilizado». Se acaba de celebrar en Bordeaux la Tercera Conferencia Mundial sobre la Violencia en la Escuela, presidida por Eric Debarbieux, director del Observatorio InterNacional de la Violencia Escolar. El problema preocupa en todos los países desarrollados, que son los que, al menos en teoría, tienen mejores sistemas educativos. Con frecuencia, los periódicos nos conmueven o asustan con noticias trágicas o alarmantes, pero conociendo el poder amplificador de los medios y de los miedos, tenemos que preguntarnos: ¿cuál es la gravedad real del problema? ¿Sabemos qué hacer para atajarlo?¿Lo estamos haciendo?En España, el problema es grave, pero se vive con una angustia sobreañadida porque se meten en el mismo saco fenómenos distintos, que necesitan tratamientos diferentes. Los modales se han encanallado en la escuela y fuera de ella. Hace tiempo que Umbral comentó que estábamos copiando estéticas carcelarias. Todo el mundo grita, insulta, y escandaliza. Basta escuchar en el metro cómo los chicos -y las chicas, que en agresividad verbal son muy agudas- hablan de sus compañeros y compañeras: «Le dije, eres un gilipollas que me has jodido la tarde, so cabrón» o «esa tía no tiene cojones para quitarme a mi chico». Esta falta de urbanidad -que es el conjunto de normas para vivir en la ciudad, en la urbe- es desagradable, en sentido estricto no es violencia, pero colabora a un clima inhóspito. Tampoco son estrictamente violencia lo que ahora llamamos «conductas disruptivas en el aula», lo que en lenguaje políticamente incorrecto se llamarían «faltas de disciplina». No lo son, pero fomentan un ambiente proclive a la violencia. Es, posiblemente, lo que más preocupa e intranquiliza a los docentes, porque se da dentro del aula, y es un gran obstáculo para la eficacia de la enseñanza. Son comportamientos que alteran el orden de la clase, que exigen un agotador esfuerzo del profesorado, y que impiden el estudio. Por último, está el problema de la violencia física o psíquica en sentido estricto, el acoso, bullying o como queramos llamarlo. Hay un deseo de hacer daño, y una desigualdad de fuerzas entre el agresor o agresores y la víctima. Su comportamiento se ve facilitado por la pasividad de los demás. Son actos que pueden provocar efectos trágicos, como nos indicó la muerte de Jokin. El problema no alcanza entre nosotros la misma gravedad que en otros países desarrollados, pero acabará por tenerla si no adoptamos las medidas adecuadas ahora. A esto se añaden conductas vandálicas, inciviles o gamberras, sobre todo los fines de semana, protagonizadas por jóvenes.

Debemos tener conciencia de la gravedad del problema, y también de que estamos aún a tiempo de atajarlo. De las dos cosas a la vez, porque, de lo contrario, nos moveremos entre la inconsciencia y la impotencia. Muchos padres y docentes quitan importancia al asunto, o incluso lo ocultan, por vergüenza o porque si lo reconocen tendrían que tomar medidas, y eso les da pavor. Muchas veces no es desinterés lo que les inhibe, es que no saben qué hacer, o no se atreven a hacerlo. Las excusas que dan para no intervenir son siempre las mismas: es sólo una broma inofensiva, los niños deben aprender a soportar esos conflictos, todo ello forma parte del crecimiento, tienen que aprender a «librar sus propias batallas», las víctimas pueden salir curtidas, todos hemos pasado por situaciones parecidas.

Como todas las excusas, éstas tienen un punto de verdad en un océano de falsedad. Las conductas violentas se han hecho más graves. La sociedad contemporánea tiene menos mecanismos de protección que la antigua. En general, ha habido un endurecimiento de la convivencia y sus problemas. Por ejemplo, Javier Elzo ha encontrado una correlación clara entre el consumo de hachís y alcohol en la adolescencia y la frecuencia de actos violentos. La televisión, los juegos de ordenador, la crisis de la familia, la quiebra del capital comunitario, y un fallo de la urdimbre educativa de la sociedad intensifican las dificultades.

¿Y qué podemos hacer? En primer lugar, reconocer el problema.Después, saber que los problemas educativos son complejos, y que es una estupidez peligrosa pensar que un problema complejo tiene una solución simple. Por ejemplo, una ley -sea la LOGSE, la LOCE o la LOE- es una solución simple, y por eso no resolverá ningún problema complejo. Sucede algo parecido en el problema de la droga. Se mezclan influencias sociales, psicológicas, económicas, culturales. Ni la actuación de la Policía -imprescindible- ni la actuación de Sanidad -imprescindible también- van a resolver el problema. Y lo mismo podría decirles del fracaso escolar, o de los embarazos de adolescentes, o de la falta de civismo.Algunos municipios -Barcelona, Valladolid y Sevilla, por ejemplo- están embarcados en campañas para promover las conductas cívicas y reprimir las incívicas. En Estados Unidos hay toque de queda para adolescentes en algunas ciudades. Tony Blair acaba de presentar el Plan Respeto de medidas contra las acciones inciviles. El Plan contempla la posibilidad de expulsar de sus casas durante tres meses a los vecinos antisociales, que pasarían temporalmente a viviendas de castigo. También prevé sanciones que pueden ser de cárcel para los padres cuyos hijos en edad obligatoria no vayan a la escuela. Piensa multar con 1.480 euros a los padres de alumnos que cometen actos de violencia en la escuela. Estas medidas coactivas pueden ser necesarias, pero producirán también muchas víctimas inocentes, porque hay muchos padres que no son responsables de la conducta de sus hijos. De poco servirán esas medidas si no consiguen el apoyo de mucha gente: escuelas, padres, medios de comunicación, médicos, políticos, jueces, educadores de calle, asistentes sociales, jardineros, policías municipales, funcionarios de la administración, conductores de autobuses, taxistas, maestros, conserjes, camareros, cocineros, notarios, escritores, poetas, directores de orquesta. Es decir, de todos.

Hemos olvidado que a lo largo de la Historia siempre ha sido la sociedad quien ha educado. Confería autoridad especial a padres y docentes, que hacían surf en la ola educativa social. Eran los adelantados de un movimiento de fondo que los mantenía e impulsaba. Ahora las cosas han cambiado, vivimos en culturas heterogéneas, desvinculadas y competitivas, por las que circulan mensajes contradictorios. Esto hace que, por primera vez en la Historia, padres y docentes tengan la impresión de que no educan en nombre de la sociedad, sino contra la sociedad, y se sientan solos e impotentes. como ante un tsumani. De ahí la necesidad de restaurar la urdimbre educativa de la sociedad. Todos educamos, es decir, influimos en el comportamiento, los afectos y las creencias de los demás, queramos o no queramos. Pero lo hacemos bien o mal. Y de lo que se trata es de hacerlo bien. Para despertar esta responsabilidad educadora, intento promover una movilización educativa de la sociedad. El lema es muy sencillo. «Para educar a un niño, hace falta la tribu entera». Quien desee recibir información puede mandarme un correo a movilizacioneducativa@telefonica.net.

Volvamos a la violencia escolar. No es ni complicado ni caro poner en práctica un plan contra la violencia en los centros de secundaria, que son los más conflictivos. En un año, según las estadísticas de otros países, podríamos reducirla en un 65%.En España hay buenos especialistas en este asunto: Rosario Ortega, María José Díez Aguado, Isabel Fernández, Juan Carlos Torrego, José Melero, Fuensanta Cerezo y otros. Estamos en condiciones de poner en práctica soluciones eficaces para resolver el problema.Tendrán que colaborar todos: autoridades educativas, profesores, asociaciones de madres y padres, iglesias, servicios sociales.Pero tenemos que dejar de quejarnos y ponernos a trabajar. Se nos va la fuerza por la boca y, en el fondo, creo que nos hemos instalado cómodamente en un sistema de excusas para tranquilizar la conciencia sin hacer nada: los padres echan la culpa a la escuela, la escuela a los padres, todos a la televisión, la televisión dice que ella depende de los espectadores, y que si mejoramos a los espectadores ella mejorará los programas, por fin todos nos dirigimos al Gobierno, y el Gobierno hace una ley. Y vuelta a empezar.

¿Y si nosotros, los profundamente interesados en resolver el problema, nos decidiéramos a mejorar la suerte de nuestros hijos, trabajando desde abajo, por capilaridad, con ese optimismo tenaz que ha salvado a la Humanidad? Sin duda, conseguiríamos transfigurar la realidad educativa. Aprovechando las soluciones más eficaces que otros países han puesto en práctica, mis colaboradores y yo hemos elaborado un protocolo para solucionar el problema de la violencia en los centros de secundaria. En él se recogen unas tareas concretas para los padres, los consejos escolares, los directores de los centros y el claustro. Son medidas sencillas y efectivas. Se ha demostrado, por ejemplo, la utilidad de que haya en cada escuela o instituto un tutor de convivencia, especialmente formado en estos temas, encargado de centralizar la información, aconsejar a sus compañeros, comprobar que las medidas se ponen en práctica, y estar en relación con otros centros, con expertos externos, con los servicios sociales, con los padres y con las autoridades educativas. Formar en cada comunidad a 50 tutores, que a lo largo del año pudieran a su vez formar a 100 tutores cada uno, supondría tener en un año una red de 85.000 docentes preparados para comenzar a enfrentarse con este problema. Tenemos una red de centros de profesores y recursos, que está infrautilizada, y que podrían tutelar y apoyar esos proyectos. No necesitamos más leyes. Necesitamos gestión educativa. Estar a pie de obra.Animar a la gente. Buscar colaboraciones. Organizar, concienciar, premiar, criticar, ayudar. Hacer leyes educativas es toreo de salón.

Por mí, que no quede. El plan de que les hablo está a disposición de todo el mundo en www.joseantoniomarina.net. Junto con la bibliografía correspondiente, resumida y puesta al alcance de todos.

Tenemos un sistema educativo muy poderoso, pero que a veces parece un diplodocus dormido. Y así va a seguir a no ser que todos ayudemos a despertarlo. La escuela necesita de la sociedad tanto como la sociedad necesita de la escuela. Dicho todo esto, la pregunta importante es: y usted, ¿qué está dispuesto a hacer?

José Antonio Marina, filósofo y autor de La inteligencia fracasada y Por qué soy cristiano. El Mundo