La violencia policial en Cuba también es racista

“Nosotros, los familiares, pedimos con clemencia que este hecho tan cruel a manos de nuestra supuesta seguridad nacional, de ninguna manera quede impune. Porque un policía, un uniforme, no da derecho a asesinar de tal manera a nadie (…) y quitarle un hijo a una madre, a un padre, un sobrino a su tía, un hermano a su hermanita menor (...) por favor, justicia”, así dio a conocer Lenia Patiño a través de Facebook que su sobrino Hansel Ernesto Hernández Galiano, hombre negro de 27 años, murió al recibir un disparo de un policía en Guanabacoa, La Habana. Después de tres días de silencio por parte del gobierno, lo que generó rumores con disímiles versiones del suceso, el Ministerio del Interior emitió una nota donde se dice que el joven recibió el disparo al ser sorprendido con objetos robados, darse a la fuga y agredir con piedras a uno de los dos oficiales que lo habían detenido.

Los aprietos que se viven en la isla, producto de la profunda e interminable crisis sistémica de la economía y la tensión política que ha generado el empoderamiento de una parte de la ciudadanía en internet y en la sociedad, han provocado que el régimen apriete aún más las tuercas del establishment para seguir garantizando el absoluto control del país y mantener, de esa forma, el orden marcial impuesto. Maniobra que, en los últimos años, ha estimulado la violencia de las fuerzas policiales que operan en las calles. Una situación que en la pandemia se ha agravado, pues es una de las medidas del presidente Miguel Díaz-Canel y su gabinete para contener la propagación del coronavirus, ha sido redoblar la presencia de militares en la vía pública.

Según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos, en el trimestre marzo-mayo de la pandemia estuvieron detenidas arbitrariamente unas 347 personas y en 2019 unas 3,157.

Durante el coronavirus en Cuba: dos muchachas adolescentes fueron abusadas sexualmente por dos policías —condenados a penas de ocho y seis años respectivamente—; unos 10 policías golpearon y dejaron ensangrentados toda una madrugada en un calabozo a dos artistas por tener la mascarilla en el cuello y no cubriendo la nariz y la boca; y otras dos jóvenes, primero, fueron agredidas por intentar documentar el proceder descompuesto de dos policías que las requirieron por no portar bien el tapaboca en la calle, luego, fueron llevadas a un hospital tras recibir unos golpes y de ahí trasladadas a una prisión donde pasaron más de dos meses. Antes del COVID-19: a otro joven de 27 años le alcanzó una bala disparada por un policía que lo dejó sin vida, cuando intentaba comprar café directamente a campesinos para revenderlo a la población —lo que es una ilegalidad en Cuba— y fue interceptado por varios policías, quienes, al verlo huir, le dispararon por la espalda.

Estos son solo algunos ejemplos que ilustran el actuar desmedido de la Policía cubana. Pero todos estos casos tienen un factor común: las víctimas son personas afrodescendientes.

El último censo de población en el país indicó que los afrodescendientes en Cuba son minoría: representan 35% de los 11.2 millones de habitantes. En noviembre de 2019, se redactó un programa gubernamental para erradicar de una vez todos los rezagos acumulados por este sector poblacional, lo que evidencia que el racismo permanece enquistado en la nación a 134 años de la abolición de la esclavitud.

En Cuba el racismo está arraigado a la cultura y forma parte de la estructura social, ni siquiera la “revolución” de Fidel Castro pudo despojarlo de la isla con sus utópicas políticas de igualdad social. No deshacerse del fenómeno acrecentó el problema: el triunfalismo de Castro hizo que se diera por erradicado en vano y terminó volviéndolo un asunto innombrable.

Dos datos ilustran cómo hoy aún los afrodescendientes viven y padecen la desventaja histórica heredada: tan solo 11% tiene una cuenta bancaria y son 12.2% de los alumnos universitarios.

Hansel Hernández era un hombre negro y su muerte a manos de la Policía desnuda los rasgos autoritarios del régimen cubano, tanto por la muerte en sí misma como por desconocer de forma grosera y desvergonzada la situación racial que implica. Después de que tanto el presidente Díaz-Canel como el canciller Bruno Rodríguez —y el gobierno en pleno— condenaran el asesinato de George Floyd en Estados Unidos, y que durante semanas el aparato de propaganda estatal cubano se volcara a darle cobertura a las protestas del movimiento Black Lives Matter en las ciudades estadounidenses, el hecho de Guanabacoa ha pasado por alto en la agenda del gobierno.

La lastimera nota emitida por el Ministerio del Interior es la única información ofrecida hasta el momento por el régimen e increíblemente, con una insolencia pasmosa, sus cortas líneas no esconden la intención de limpiarse las manos en el asunto al no ahondar en los detalles forenses de la muerte ni en los del resto del proceso de investigación. La declaración se limita solamente a describir el desenlace del evento y a excavar en el pasado delictivo del fallecido, idéntica estrategia que los gobernantes cubanos rebatieron, en su momento, cuando el caso de George Floyd fue llevado a esas aguas, y ahora se acogen a ella sin el menor pudor.

La indignación de la ciudadanía por la falta de esclarecimiento respecto a la muerte de Hansel Hernández es tanta, que en las redes sociales circula una convocatoria para una manifestación de protesta.

Fiel a sus costumbres totalitarias, es evidente que el régimen quiere guardar bajo llave los detalles inflamables concernientes al hecho. Los tiempos que corren son peligrosos, cualquier escape puede generar combustión.

Abraham Jiménez Enoa es periodista en Cuba y cofundador de la revista ‘El Estornudo’.

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