La violenta paz de Camboya

El Gobierno de Camboya ha estado disfrutando de impunidad respecto de los asesinatos. No se trata del tipo de matanza genocida llevada a cabo por los jemeres rojos en el decenio de 1970 ni tampoco de la escala de asesinatos que ha estado agitando a Siria o que ha situado últimamente a Ucrania, Venezuela, Tailandia y Bangladesh en los titulares mundiales, pero, aun así, se trata de asesinatos de ciudadanos camboyanos en quienes las fuerzas de seguridad de su país han puesto la mira.

El 3 de enero, cinco trabajadores del sector textil que hacían huelga fueron muertos a tiros en Phnom Penh cuando pedían pacíficamente un salario mínimo con el que poder vivir. Muchos otros fueron heridos gravemente por disparos y palizas. Más de veinte han estado detenidos sin juicio. Sucedió después de que se empleara una violencia asesina contra manifestantes desarmados que protestaban por las elecciones nacionales del año pasado, profundamente amañadas, y que volvió a ganar el gobernante Partido Popular Camboyano del Primer Ministro Hun Sen, que lleva más de tres decenios dominando la vida política.

Los recientes asesinatos repiten una tónica de violencia política que ha reaparecido con demasiada frecuencia en momentos decisivos de la historia de Camboya, incluso después de los Acuerdos de Paz de Paris subscritos en 1991, que habían de aportar no sólo la paz, sino también la democracia y la protección de los derechos humanos al pueblo de Camboya, que lleva tanto tiempo sufriendo. Ningún país del mundo merecía más las tres cosas, asolado como estaba a consecuencia de dos decenios de bombardeos en gran escala de los Estados Unidos, una guerra civil, un genocida reinado del terror impuesto por los jemeres rojos, la invasión por el Vietnam y más guerra civil... con unos dos millones de muertos resultantes.

Se abrigaban grandes esperanzas de que Camboya se hubiera internado por una vía transformadora gracia al plan de paz de las Naciones Unidas, la enorme operación de mantenimiento de la paz que siguió y las elecciones de 1993, notablemente pacíficas (en todo lo cual Australia desempeñó un papel destacado durante el período en el que yo fui ministro de Asuntos Exteriores).

En algunos sentidos, dichas esperanzas se hicieron realidad. Los jemeres rojos desaparecieron, en efecto, y con ellos la persistente amenaza de reanudación de la guerra civil. La economía camboyana, apoyada en gran medida por la ayuda y la inversión de China en los últimos años, ha crecido constantemente (pese a que va a la zaga de la mayoría de sus vecinos regionales y las preocupaciones por la corrupción y la inestabilidad política están impidiendo que realice todas sus posibilidades).

Pero la ejecutoria de Camboya en materia de democracia y derechos humanos desde los Acuerdos de Paz de París no ha sido buena. Un ataque con granadas a una concentración encabezada por Sam Rainsy en marzo de 1997 mató a 16 personas e hirió a más de un centenar. Aquel mes de julio, después de un período tenso en el que compartió el poder con el Partido Monárquico del Príncipe Norodom Ranariddh, Hun Sen lanzó un golpe sangriento en el que sus oponentes fueron exiliados, detenidos, torturados y en algunos casos sumariamente ejecutados.

Ninguno de esos episodios provocó demasiadas reacciones internacionales: Hun Sen contaba aún con suficiente capital político resultante de su lucha contra los jemeres rojos y su papel cooperador en el proceso de paz, mientras que se consideraba profundamente deficiente a Sam Rainsy y apáticos a los dirigentes monárquicos. El cansancio respecto de Camboya desempeñó también un papel entre los políticos extranjeros. En aquella época, yo creí que aquellos reveses serían pasajeros y hubo muchos como yo.

Desde entonces, aun preservando una fachada democrática, Hun Sen ha gobernado, a efectos prácticos, como un autócrata, pues ha mostrado escasa consideración para con los derechos de libertad de expresión y asociación y ha recurrido a la represión violenta siempre que ha considerado necesario preservar su posición y la de su partido.

Todo ello ha ido acompañado de unos niveles asombrosos de corrupción, pues correspondió a Camboya el puesto 160º de la clasificación de Transparencia Internacional, compuesta de 175 países. Hay rumores –inverificables, pero verosímiles– de que veinte o más de los colaboradores más estrechos de Hun Sen han amasado más de 1.000 millones de dólares cada uno mediante la apropiación indebida de activos del Estado, actividad económica ilegal y favoritismo en las compras y contratos públicos. Además, ha habido un clientelismo político rayano en la caricatura, pues en un reciente recuento se descubrió que el Gobierno estaba compuesto de 244 ministros y secretarios de Estado.

Durante demasiado tiempo, Hun Sen y sus colegas han cometido impunemente actos de violencia, violaciones de los derechos humanos, corrupción y manipulación de los medios de comunicación y de las elecciones sin que haya habido impugnaciones serias internas ni externas, pero las cosas están empezando a cambiar. Un nuevo partido de oposición creíble –el Partido del Rescate Nacional de Camboya– ha surgido bajo la dirección de Sam Rainsy (que ahora parece un poco más un dirigente nacional que un cruzado antivietnamita monocromático) y está obteniendo un importante apoyo popular. Un gran número de los jóvenes votantes versados en el uso de los medios sociales de comunicación han estado saliendo a la calle para pedir un cambio de gobierno.

También internacionalmente se ha ido creando cierta presión, pero no suficiente. Ed Royce, Presidente de la Comisión de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de los EE.UU., ha pedido a Hun Sen que dimita, se han aprobado resoluciones condenatorias en varios parlamentos y muchos Estados hicieron constar críticas de un tipo o de otro en las actas cuando el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas examinó la ejecutoria de Camboya en materia de derechos humanos hace unas semanas en Ginebra.

Pero el tono de demasiadas de esas declaraciones ha sido de sordina. Las declaraciones de Australia han sido típicas, al procurar al máximo no ofender y mostrar demasiados deseos de equilibrar las críticas con elogios. Los funcionarios gubernamentales están “preocupados” por “la reciente violencia desproporcionada contra los manifestantes”, pero “acogen con beneplácito el compromiso declarado del Gobierno de llevar a cabo reformas electorales”.

La nueva ministra de Asuntos Exteriores de Australia, Julie Bishop, ha hablado –como hacen con frecuencia los ministros de Asuntos Exteriores– de la necesidad de evitar una improductiva “diplomacia megafónica” y de “conversar, no enfurecer” a sus homólogos, pero parece que, cuando el 22 de febrero se reunió en privado con Hun Sen en Phnom Penh, no formuló crítica enérgica alguna: pese a que, por el prestigio de Australia en Camboya (entre otras cosas, por su transcendental papel en el proceso de paz), habría sido escuchada.

Hay un lugar para la diplomacia callada que se basa en una comunicación genuina para fomentar un importante cambio de conducta, pero, cuando los Estados actúan lo suficientemente mal durante demasiado tiempo, los megáfonos muy sonoros pueden ser también necesarios.

Yo conozco a Han Sun y pude cooperar con él en el pasado. Hasta ahora me he resistido a expresar en público críticas enérgicas porque pensaba que había esperanza para él y para su gobierno, pero su comportamiento ha llegado a ser intolerable. Ya es hora de que la comunidad internacional nombre, avergüence, investigue y sancione a los dirigentes políticos de Camboya.

Gareth Evans, former Foreign Minister of Australia (1988-1996) and President of the International Crisis Group, is currently Chancellor of the Australian National University and co-chairs the New York-based Global Center for the Responsibility to Protect and the Canberra-based Center for Nuclear Non-Proliferation and Disarmament. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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