La virtud del equilibrio

El profesor Elio A. Gallego es autor de un libro titulado Sabiduría clásica y libertad política (Ciudadela, 2009), cuya lectura es muy esclarecedora, pues rastrea el origen y desarrollo de unas ideas que están en la base de la tradición política occidental. Desde Platón y Aristóteles a los federalistas americanos, numerosos pensadores coinciden en defender que la gestión ideal de la polis pasa por el equilibrio entre tres formas de gobierno que son la monarquía (el gobierno de uno), la aristocracia (el gobierno de pocos) y la democracia (el gobierno de muchos).

Conviene adaptar esta terminología clásica a la actualidad para comprender mejor cada uno de los conceptos que alberga. Así, la monarquía aristotélica se correspondería hoy con el papel del primer ministro (ese uno que ejerce efectivamente el poder), la aristocracia alude al conjunto de representantes del pueblo (los diputados) y la democracia haría referencia al poder emanado directamente de la ciudadanía, a través del voto.

El planteamiento clásico radica en que estas tres entidades se relacionen fluidamente entre sí, pues en su delicada interacción se halla la esencia de nuestras democracias: el demos pronunciándose a través del voto, los representantes sirviendo al pueblo, la diferenciación y contrapeso entre poderes para evitar abusos, y todo ello regido por la observancia de la libertad individual y la igualdad ante la ley, los dos grandes principios ilustrados.

Siempre que haya equilibrio dinámico entre estas tres formas de gobierno, la política podrá regular los naturales conflictos que acaecen en cualquier sociedad y procurará el bien común. Pero, precisamente por ser dinámico y estar sujeto a múltiples peripecias, este equilibrio puede alterarse cuando una de estas tres formas se convierte en hegemónica y aplasta a las demás, surgiendo monstruos políticos que en nada beneficiarán a la convivencia. Así, la monarquía se transforma en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la democracia en demagogia. Cicerón lo expuso con claridad: «Una forma pura fácilmente degenera en el defecto opuesto, de modo que del rey salga un déspota; de los nobles, una facción; del pueblo, una turba y la revolución». El presente es uno de esos momentos en que peligra la armonía de la triada conceptual arriba expuesta, lo cual implica terremotos políticos de imprevisibles consecuencias.

Desde hace tiempo resulta preocupante la deriva demagógica de nuestra democracia, contaminada por pasiones identitarias de todo tipo –nacionalismos, feminismos y ecologismos radicales– que impiden la interpretación racional de cuanto acontece. Antes un grito, una bandera, un escrache, que un debate sereno donde se confronten ideas sin descalificar a quien no piensa como tú. Así, nuestro parlamento, ese espacio donde los pocos que representan a los muchos discuten y legislan para mejorar la vida de todos, se ha acabado convirtiendo en plató de televisión donde, en vez de diputados, suele haber histriones que buscan los aplausos enlatados de su audiencia. Se trata de la triste victoria del eslogan sobre el argumento.

Por otra parte, debemos recordar que la conversión de esa aristocracia (o minoría) de representantes en oligarquía fue uno de los primeros fenómenos que alertó de que nuestro edificio político podría venirse abajo. Aristóteles entendía la aristocracia como «la excelencia en el servicio». «Los pocos» que deben servir a «los muchos» han de ser los mejores, aquellos que de manera más eficaz procuren el bienestar a los gobernados, para lo cual es necesaria una sólida formación intelectual y también una habilidad en la eficaz gestión de la «res pública». Ojalá en nuestra clase política predominara esta concepción aristocrática de su actividad, capaz de servir más al bien común y menos al de sus propias siglas. Porque el gran problema de nuestra democracia ha sido su preocupante mutación en partidocracia, donde la débil sociedad civil se ahoga entre sectas y banderías. Los casos de corrupción que afectaron a casi todo el arco político parlamentario –ayer PSOE, PP, CiU; hoy Podemos– demuestran hasta qué punto la «aristocracia representante» da la espalda a sus representados, aparentando servir a los demás mientras se sirve a sí misma.

La última prueba del desequilibrio político en que nos hallamos radica en la peligrosa deriva autoritaria de quien nos gobierna. Ese abuso prolongado del Estado de alarma en marzo, el intento de controlar y silenciar al discrepante, la total ausencia de explicaciones cuando se piden responsabilidades, la falta de humildad a la hora de reconocer los errores y esa sempiterna estrategia de defenderse atacando que tanto gusta al «sanchismo» apuntan a una despótica concepción del poder, poco recomendable cuando se trata de gestionar una crisis sistémica como la actual. Y todo ello con una estructura administrativa como telón de fondo que tiende a la fragmentación, dividida en 17 gobiernos descoordinados porque no hay centro integrador. El hecho de que las medidas tomadas contra la pandemia varíen de un territorio a otro generan una sensación de arbitrariedad, incapacidad y confusión que obliga a replantearse la arquitectura de nuestro propio Estado.

La Historia nos enseña que cuando un sistema político se desequilibra, la tiranía suele envolverse en demagogia y parapetarse tras una oligarquía –la guardia pretoriana del líder– que sirve de búnker al gobernante. En esas estamos: autoritarismo latente y a veces evidente, férrea oligarquía que hoy disculpa la corrupción propia cuando ayer atacaba la ajena y demagogia en torno a la negociación de unos presupuestos-fantasma. ¿Cómo negociar la nada? Sólo esta política posmoderna, tornada en puro marketing, puede distraernos toda una semana con sombras chinescas. Significante sin significado, palabras sin hechos, humo y nada más. He ahí el drama de nuestro tiempo.

Ante tal deriva, la única esperanza es procurar el equilibrio, rescatando lo mejor de nuestra tradición política occidental para que las tres formas de gobierno –monarquía, aristocracia y democracia– convivan armónicamente sin que el predominio de alguna de ellas elimine a las demás. Sólo así podremos evitar el surgimiento y la consolidación de las nuevas tiranías del siglo XXI. Un sosegado repaso por la sabiduría clásica, como el que nos propone el profesor Gallego en su libro, podría convertirse en útil manual de resistencia para enfrentarse al huracán.

Alfonso Pinilla García es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura. Su último libro publicado es La legalización del PCE (Alianza Editorial, 2017).

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