La voluntat del poble

Como supongo les ocurrió a los millones de españoles, incluidos naturalmente los catalanes, que veían por televisión el pasado domingo por la noche el desenlace de las elecciones catalanas, yo esperaba que después de conocerse los resultados casi definitivos compareciese el presidente Mas. Mi curiosidad, como la de muchos televidentes, era muy concreta. Ante «el fracaso excepcional», como lo ha denominado La Vanguardia, del líder de CiU, no cabía más salida que la de presentar la dimisión. Durante todos los días de la campaña, Mas había solicitado a los electores una «mayoría excepcional», pues no se trataba de unas elecciones autonómicas normales, sino que las había convocado como si fuesen un plebiscito a su persona. Solicitaba el voto para llevar a cabo el sueño soberanista, comenzando por un referéndum en el que se plantease el derecho a decidir. Eran, por consiguiente, unas auténticas elecciones plebiscitarias-constituyentes, con un horizonte de cuatro años para llevar a cabo la independencia de Cataluña.

Artur Mas, de forma inesperada, cuando aún le quedaban dos años de legislatura, había tomado la decisión de disolver el Parlament y convocar ese plebiscito sobrevenido. Todavía flotaban en el aire los efluvios de la gigantesca manifestación de la Diada, en la que las banderas esteladas, símbolo de la Cataluña independiente, no dejaban ver el cielo. El presidente Mas pensó que era el momento de convocar al pueblo, para dirigirlo, como Moisés, hacia la tierra prometida. Sólo hacía falta una «mayoría excepcional», es decir, una mayoría cualificada, algo más de la mayoría absoluta de los 68 escaños, y que, por supuesto, estaba seguro de obtener. De este modo, con el ropaje de su éxito encubriría las miserias de su política social en estos dos años, en los que ha recortado lo necesario para los ciudadanos necesitados, mientras que ha mantenido los gastos superfluos de su política imperial. Por otro lado, no ha querido reparar en los costos económicos, políticos y sentimentales que iba a causar a muchos españoles. Porque la sombra de la secesión no sólo afectaba a Cataluña, sino también a toda España, ya que se amputaba una región sin la que no se puede entender lo que ha significado España en la Historia universal y, por lo tanto, tendría consecuencias dramáticas. Es más: esta decisión de querer apoyarse en el pueblo catalán para desequilibrar a España, la ha realizado en un momento delicado, en que la crisis económica nos fustiga duramente y en que Europa nos mira con recelo por existir dudas sobre nuestra solvencia. Era el momento, por el contrario, de cerrar filas, de unirse todas las Comunidades Autónomas, junto con el Gobierno, para salir cuanto antes del túnel en que estamos inmersos. Pero ya lo dijo Enrique IV de Francia: «París bien vale una misa». Y fue así porque el cinismo mostrado por Enrique de Borbón, que le había llevado a cambiar de religión por intereses políticos, le benefició claramente a él. Sin embargo, Artur Mas ha organizado un enorme berenjenal no sólo en Cataluña, sino en toda España, para nada, pues se encuentra en una situación política mucho peor de lo que estaba antes de convocar las elecciones, habiendo perdido 12 diputados. Las elecciones anticipadas han costado varios millones de euros y se han perdido muchas horas de trabajo. Además, no se sabe cómo se gobernará en Cataluña, cuando no hay un partido con suficientes diputados para hacerlo. Lo que esperábamos, pues, tantos televidentes, en la noche del domingo, era comprobar si el presidente Mas tendría la gallardía de anunciar allí mismo su dimisión, tras el fiasco de su absurda política disgregadora. Pero nos quedamos con las ganas. Es cierto que la escena en que comunicaba que no había obtenido la mayoría que pedía, flanqueado por Duran i Lleida, por la presidenta del Parlament y por otras personalidades de CiU, era la más cercana aproximación a El entierro del Conde Orgaz, el cuadro de El Greco, pero de su boca no salió la palabra maldita. Dicho de otro modo, Mas parece ignorar lo que es la responsabilidad política en una democracia, por lo que conviene recordárselo.

En efecto la responsabilidad política es una conquista que impregna el comportamiento de los políticos en los verdaderos regímenes democráticos. En ellos, el Gobierno y, en general los políticos, están sujetos a una responsabilidad civil y penal como cualquier otro ciudadano, pero también tienen que poseer una responsabilidad política ante las instituciones representativas de las que dependen y, en especial, ante la opinión pública y los electores. Esta idea nació, como tantas otras, en Gran Bretaña, evolucionando desde una etapa en la que los ministros sólo poseían una responsabilidad penal, organizada a través del procedimiento del impeachment, a una segunda en la que respondían también ante el Parlamento, para desembocar en una tercera en la que igualmente tienen que responder de sus actos ante la opinión pública. En este caso, su responsabilidad deriva de sus acciones u omisiones en razón únicamente de criterios políticos, porque hay comportamientos que no son ilícitos penalmente, pero sí lo son desde una óptica de oportunidad o ética políticas y, en estos supuestos, la única solución es la dimisión o, en su caso, el cese fulminante por el superior.

Ciertamente, la responsabilidad de los dirigentes públicos puede exigirse por razones de ética social, por manifiesto error en la gestión propia de cada cargo y por razones de oportunidad política. En todo régimen parlamentario es necesario contar con la confianza de las Cámaras para gobernar. Pero no basta con esta institucionalización de la responsabilidad política, porque puede suceder que la oposición se muestre insuficiente y no sea posible lograr la mayoría requerida para exigirla. De ahí que la responsabilidad política abarque un concepto más amplio y en todo régimen democrático, con una prensa libre y una opinión pública con la que se debe contar para gobernar, comprenda también la obligación para cualquier gobernante de dimitir cuando su comportamiento no se ajuste a los valores típicos de una sociedad libre. De no ser así se estará infringiendo el código de la ética política y se estará resquebrajando la moral pública y, lo que es peor, se estará mostrando el camino para que todos los ciudadanos actúen, en cualquier ámbito de la vida social, de igual manera, es decir, de forma irresponsable e irregular.

El presidente Mas ha mantenido antes, y durante su campaña electoral, que nada se puede oponer a la voluntad de un pueblo, frase que incluso la convirtió en el eslogan de su campaña. Curiosamente parecía despreciar lo que significa un Estado de Derecho, puesto que llegó a decir que no le detendría ni la Constitución ni las leyes, si la voluntad del pueblo se manifestaba en un sentido o en otro. Para Artur Mas los políticos y, concretamente él, no están sujetos más que a los designios de la voluntad del pueblo. Por supuesto, eso es una verdadera aberración en una democracia constitucional, porque los gobernantes, como señala nuestra Constitución, están sujetos a las leyes. Pero si él cree realmente que hay que seguir los designios que señale la voluntad del pueblo, no tiene más remedio, si es coherente consigo mismo, que dimitir, porque el pueblo no ha aceptado lo que proponía. Ya son muchas las voces que se han levantado para recordar tal axioma al presidente de Cataluña. Pero no hay peor sordo que el que no quiere oír. Al menos debería recordar, pues supongo que la habrá visto, la foto que venía en un periódico catalán el 21 de noviembre. En un cartel electoral de CiU de Hospitalet de Llobregat se había producido una curiosa metamorfosis. Me refiero al famoso cartel en el que aparecía Mas, al igual que Moisés, con los brazos extendidos, teniendo al pueblo detrás. Sin embargo, días antes de la votación, fue cambiado por otro en el que había desaparecido su imagen, con la siguiente frase: «Junts ho farem possible». La voluntad del pueblo le ha enviado un mensaje que no quiere atender.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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