Por Salustiano del Campo, presidente del Instituto de España (ABC, 18/03/06):
EN una democracia parlamentaria la sociedad gestiona los asuntos a través de los partidos políticos que representan sus tendencias internas de opinión. La relación entre representantes y representados suele estar fijada en la Constitución y en la ley electoral y su característica principal es el cambio periódico en el Ejecutivo y en el Legislativo, de acuerdo con los resultados electorales. Evidentemente, es algo distinto de una democracia presidencialista como la de Estados Unidos y, por supuesto, de una asamblearia.
Con este tipo de democracia, un problema muy grave es el divorcio entre los representados y los representantes. Naturalmente, me estoy refiriendo a una situación en la que se va abriendo, o está ya abierto, un foso que puede llegar a provocar el fracaso de la democracia o la erosión del Estado. Es ésta una patología democrática que sólo puede resolverse con más democracia, es decir, recurriendo al titular originario del poder. Y en este punto nos topamos con la necesidad de que sean los electores quienes decidan libremente por sí mismos sobre los asuntos y las acciones que amenazan con llevar la situación al límite.
Entonces es cuando hay que reivindicar la voz de la sociedad, que no es la de la sociedad civil, porque ésta es una realidad diferente. La sociedad está compuesta políticamente por ciudadanos iguales y persigue el interés general, mientras que la sociedad civil está conformada por un número variable de grupos y sectores con naturaleza y fines diferentes, y es por tanto parcial. Su importancia se correlaciona no sólo con el número de individuos que abarca, sino también con su influencia estratégica en ámbitos de poder concretos. Esta descripción nos permite entender que el de sociedad civil no es propiamente un concepto sociológico sino político, a pesar de que inicialmente se definiera frente a la esfera pública. A diferencia de los que fueron sus planteamientos originarios, los partidos políticos, los sindicatos y una gran variedad de asociaciones, corporaciones y agrupaciones no pueden hoy vivir sin el presupuesto estatal.
Para decirlo sin rodeos, la sociedad habla a través de las elecciones generales, las encuestas, los referendos, las grandes manifestaciones espontáneas y la desobediencia civil. Cada uno de esos modos de expresión son distintos y las elecciones sirven básicamente para optar entre los programas de los diferentes partidos y elegir o reelegir a los líderes. La mayoría gana las elecciones y la minoría tiene derecho a ser respetada y oída, aunque no a ser seguida. Se aproximan por sus resultados a la voluntad general de Rousseau y legitiman la posesión y el ejercicio del poder de los individuos y los grupos. Cuando en un sistema político no existen elecciones, o no son libres, quienes ejercen el poder carecen de legitimidad democrática.
Por otro lado, en la construcción de una mayoría hay siempre una mediación que puede tergiversarla, que es el sistema electoral. La representación política más pura es la proporcional, pero en España, sin ir más lejos, la ley d´Hondt hace que los efectos de una votación difieran según cuales sean la extensión y la población de las circunscripciones electorales. En otros países de nuestro propio entorno rige, en cambio, el principio mayoritario, que se concreta en circunscripciones pequeñas y opción entre dos candidatos.
Pero mi propósito no es exponer aquí el funcionamiento de la representación de las democracias actuales, sino comentar las maneras de expresarse de la propia sociedad. Así, hay una que carece de traslación directa e inmediata desde el voto a la representación porque es simplemente indicativa de la voluntad general y sobre todo de su evolución, sin adjudicar en absoluto obligatoriedad a sus resultados, aunque su representatividad la garantizan las leyes estadísticas del muestreo. Se trata de las encuestas de opinión y electorales hechas con el debido rigor que, gracias a los adelantos científicos del muestreo y del tratamiento de los datos, retratan bien las tendencias de opinión de la sociedad en un momento dado. Naturalmente, su validez varía: cuando se trata de elegir entre dos personalidades o de pronunciarse ante dos opciones, los resultados son más fiables que cuando la muestra ofrece una mayor variedad de ellas. Las encuestas son un producto nuevo de las ciencias sociales, porque nacieron y se desarrollaron en el siglo XX.
Obviamente, las encuestas a las que me estoy refiriendo son las realizadas a la totalidad de la sociedad, aunque también se aplican a los sectores de la sociedad civil y a miembros de asociaciones, organizaciones y otros universos. La representatividad de la muestra no es la misma en todos los casos y la opinión de un grupo o un sector, por muy importante que pueda ser, nunca puede identificarse con la opinión total. Es más, cuando se presentan los datos de una encuesta realizada a toda la sociedad, lo normal es que sea representativa del conjunto pero no de las partes, o no en el mismo grado. Por tanto, la representatividad de los resultados totales no se puede trasponer a una región, una ciudad o un municipio, salvo que el diseño y la amplitud de la muestra lo haya previsto.
En su época, el libro de Gustavo Le Bon titulado «Psicología de las muchedumbres», aparecido en 1896, tuvo un enorme éxito y su estela la siguieron autores como Sigmund Freud y Ortega y Gasset. Sin embargo, el siglo de las masas, que fue el siglo XX, ha sobrepasado con mucho al temprano análisis de Le Bon sobre las manifestaciones de masa. Recuerdo que, cuando en España se produjo la inesperada y multitudinaria manifestación popular espontánea contra el asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco, acudí a consultar lo que este autor decía y me encontré con que tanto los supuestos como los comportamientos y las interpretaciones de lo que estaba ocurriendo eran ahora muy diferentes. Algunos hemos presenciado durante nuestras vidas varios casos de muchedumbres enfrentadas con el poder y sus estructuras, como sucedió en mayo de 1968, y tampoco sus datos encajan en los esquemas conceptuales disponibles anteriormente.
En cierto modo, una variante de los movimientos de masa, muy importante por sus efectos, es la desobediencia civil, o la inhibición ciudadana de los asuntos públicos, que es una de sus formas. En el siglo XX, un caso extraordinario fue la resistencia pacífica protagonizada por las masas indias bajo el liderazgo del Mahatma Gandhi. Estas manifestaciones masivas han resultado ser mucho más incómodas para el asentamiento del poder que las bayonetas. En una reciente obra de ficción el autor ha planteado unas elecciones en las que nadie acude a votar. Esta posibilidad, pese a ser remota, constituye la mayor pesadilla de los políticos, sobre todo cuando, como pasa en nuestros días, el acelerado desprestigio del poder político desmotiva a los votantes. Y hay todavía otro instrumento legal a disposición de la sociedad. Según nuestra Constitución, las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos, con la limitación de que no puede versar sobre determinados tipos de leyes o prerrogativas del poder.
La exposición que acabo de hacer no descubre nada nuevo a los lectores, pero estimo que no es superflua, dado el creciente y generalizado divorcio que se observa entre la clase política y los ciudadanos. Baste la mención del fracaso del referéndum de la Constitución europea para refrescar la memoria de tan terrible amenaza democrática. Entre nosotros se habla ahora de referéndum, de elecciones, de encuestas de opinión, de resistencias pacíficas al poder y también de manifestaciones, todo lo cual no prueba que una sociedad democrática esté enferma, pero sí plantea que a partir de estos instrumentos legales se pueden obtener, siempre pacíficamente, los remedios necesarios para que la democracia se fortalezca, las aguas vuelvan a sus cauces y la sensatez a los espíritus de los políticos.