La voz del tambor

«Me desperté alterado... sudando... busqué el reloj en la parte equivocada de la cama… palpando a mi alrededor por fin distinguí algo parecido a un interruptor, de repente la luz que me ciega... y la oscuridad de mis retinas al cerrarse de golpe de nuevo resentidas… ... ¿Qué hora es?, me duele todo. Donde estoy?». (Recuerdo tantos lunes lejos de casa, desconcertantes cuando has viajado más allá de lo razonable sobre el planeta).

«A ver, Josep, calma, respira hondo, piensa… ¡ah, sí! Estoy aquí... a ver...».

Así fue mi despertar hace un par de semanas al otro lado del mundo. Especialmente extraño. Había estado hasta las cuatro de la madrugada, cinco horas, encerrado en un cuarto sin comer tras 18 de viaje, retenido en la aduana del aeropuerto por un error con mi documento de entrada. Parece que mi mente se fue a dormir desconcertada y despertó casi huyendo de la realidad. La manera de actuar de los «militares aduaneros» (permítanme la expresión descriptiva) parecía haberme confirmado culpable de algún asunto gravísimo desconocido para mí, y su interrogatorio jeroglífico no hizo más que desconcertarme aún mas. Me sentí frágil, con miedo, y les confieso que fue vergonzosa la falta de amabilidad y educación con que me trataron. Al día siguiente no podía borrar de mi mente que todo me sonaba a estratégicamente planeado, premeditado, casi como un mensaje al mundo a través de los inmigrantes que cruzaban su frontera, aleatoriamente, yo.

La voz del tamborEstos días, alterados todos por las fotografías escalofriantes con las que nos bombardea la prensa y los vídeos que se comparten a velocidad de vértigo (casi a tiempo real), estamos escandalizados por la situación de desorden que vive el mundo, más concretamente Europa y sus vecinos del mundo árabe. Los enormes flujos migratorios delatan la crueldad infligida y las desigualdades más vergonosas, y mirar a los ojos a cualquier ser humano en situación de debilidad rompe cualquier argumento esgrimido por unos u otros para justificar el enfrentamiento.

Pero os escribo hoy desde Santiago de Chile. Tras tres semanas intensas en este país, y siendo ya la cuarta vez que lo visito, casi parece que esté en casa, rodeado de amable hospitalidad. Y es que aquí, en esta parte del mundo privilegiada y maravillosa que he tenido la gran suerte de conocer bien gracias a mi profesión en el sonido, es donde aún me parece más increíble la capacidad del ser humano para perdonar. Su enorme creatividad y capacidad de empatía, incluso a la postre de las más grandes crueldades y barbaridades de las que es capaz. Porque, obviamente, las masacres y la extorsión entre civilizaciones no son algo nuevo.

En palabras para mí bellísimas y llenas de música, pero duras, como la realidad que cuentan, narraba Páez Vilaró la crudeza de la llegada de los españoles a esta parte del mundo:

«Sediento de cosechas de oro, soñando descubrir islas cubiertas de metales, con la excusa de anexar nuevos espacios y bajo las banderas del universo de la fe, puso el pie sobre una tierra libre y se la apropió arrasando con la vida y la felicidad de sus habitantes originarios. El arribo de aquella flota misteriosa, que aleteando sus velas como extraños pájaros marinos emergió de sorpresa desde atrás del horizonte, provocó el estupor y el temor de los indígenas, puso en vuelo el color de los guacamayos y provocó el chillido de los monos. La música habitual provocada por los propios sonidos de la selva se quebró con el alarido, la estampida y la euforia de los invasores. El ámbito se pobló de graznidos de aves en alerta y animales en fuga, que se entremezclaban con las voces alcoholizadas».

Hoy me descubro paseando por Santiago, respirando una ciudad moderna y sintiéndome absolutamente bienvenido, a pesar de que sé que en la memoria colectiva de muchos ciudadanos de este país convive una sensación ambigua en el recuerdo de lo aprendido sobre su propia Historia en relación con nosotros. Pero su capacidad de regenerar y mirarme a los ojos sin resentimiento, incluso me atrevo a decir que con un cariño especial por todo lo que nos une, me sorprende y me hace querer confiar en el futuro.

Junto a Chile, Brasil, Argentina o Uruguay son otros de los países que me acogieron en algún momento. Y es aquí, en las tierras de «La estancia» que (sabiamente) eligieron aquellos conquistadores de sed insaciable, donde conocí tanta gente inolvidable. Poetas del sonido que tuvieron que dejar atrás su violín; otros, hombres creativos como Carlos Páez Vilaró, el pintor universal cuyos textos cito. Amigo de Picasso, de Marlon Brando, de Piazzola, coleccionista de sonidos y contador de historias que me habló durante horas en su «palomar» (como él lo llamaba), donde pintaba inspirado por el ritmo y sus gentes en esa casa Daliniana que construyó con sus manos, sin arquitectos, ni orden ni concierto. Y por cuya arquitectura desordenada y maravillosa se excusa al entrar. «Pido perdón a la arquitectura por mi libertad de hornero», cita la fachada de Casa pueblo, abocada al Mar de Plata. Visítenla. Desgraciadamente, Carlos ya no vive para recibirles, pero sí su espíritu regenerador curtido por el tiempo y las vivencias.

Y es aquí, con él, y en la noche más visceral de Montevideo, donde descubrí esa música fuerte, esa tradición aborigen obsesiva y de Ritmo brutal que en mis ojos ha unido para siempre a tres continentes. ¡¡¡El Candombe!!! Ritmo brutal. Una auténtica fiesta de música y color, de cuerpos en trance, como las líneas melódicas del Chico, el Piano y el Repique (sus tres tambores nacionales).

¿Cómo puede algo tan bello ser fruto de aquella masacre y desolación? ¿Cómo puede el ser humano «extraer» tan certeramente la oportunidad creativa y hacer de sus guerras origen e inspiración del alma creativa?

Traídos por los españoles en sus barcos de esclavos africanos, los troncos se hicieron barriles, los tambores pasaron de cóncavos a convexos, las lenguas se unieron, algunas se rompieron para siempre, las músicas se fusionaron, y el candombe nace como hijo de esa vorágine horrible y bella a la vez, de esa guerra de razas y de culturas, silenciada, en un orden irreal que mantenía la religión importada por los conquistadores.

Símbolo indiscutible, el candombe, al principio, sirvió como llamada, como reclamo y mensajero de secretos. Aún hoy se le define como «La Voz del Tambor». La Voz que con sus «llamadas» reunía familias y culturas separadas por compartir lengua africana común para que el aislamiento les rompiera el alma y les hiciera trabajar aún más duro.

El tambor de la salvación, del reencuentro y la celebración. ¡Qué ironía! Aquellos barcos cargados de muerte y dolor acabaron siendo el puente de las culturas, y esta música, esperanza en nuestra capacidad creativa.

Nos va a hacer falta mucha de esa creatividad para encontrar la luz ante tanta sombra implantada en los grandes poderes de nuestras civilizaciones hoy. Pero ¿no creen que el propio espíritu del ser humano es suficiente inspiración y ejemplo para que veamos la enorme oportunidad en la que puede convertirse cada nueva ventana a la interculturalidad?

El respeto a la diversidad es el único camino hacia la convivencia. Nadie dijo que el camino es fácil, avanzar requiere esfuerzo, y abrir nuestras puertas y ventanas manteniendo viva la confianza también. Pero al fin y al cabo es el único camino que conoce el mundo desde el origen de nuestro tiempo, la increíble aventura de convivir. Yo confío, ¿y tú?

Josep Vicent, director de orquesta.

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