La voz rota de Oriol Junqueras

Según supimos gracias a otro estupendo Salvados, las últimas noticias han llegado ya a Sevilla. Oriol Junqueras será con toda probabilidad el nuevo presidente de la Generalitat. No hay todavía convocadas elecciones autonómicas (al menos, cuando escribo), pero una mujer temperamental y expeditiva lo daba por hecho desde su casa de Sevilla ante las cámaras del programa de Jordi Évole y ante el propio Junqueras. El pronóstico no suena a disparate; hay razones que explican ese cálculo: los dos últimos años de travesía resonante han protegido el silencio político de Junqueras. Se le ha oído lo justo para recordar que estaba ahí.

Entre las tablas rocosas de la ley y el impulso animoso y festivo de los partidarios de la independencia, ha sido el beneficiario neto del desgaste del PP y de CiU como partidos de gobierno, aliados una y otra vez en la jibarización del Estado del bienestar (con la complicidad de ERC). Su voz ausente o discreta, fuera del poder, era la esperanza blanca, sin quemarse en la batalla, sin liderar ningún proceso, sin arriesgar casi nada. A Junqueras le ha beneficiado objetivamente no tener que pelear en primera línea porque él no está en el poder: en realidad es lo contrario. Es el líder de la oposición y por tanto las dos derechas nacionales trabajan para él desde hace tiempo.

Pero esa proximidad al país de las maravillas terminaría un día u otro. Quizá lo han escuchado. En una emisora de radio a Junqueras se le quebró la voz en directo mientras reclamaba la votación del 9-N. La periodista Mònica Terribas en seguida tuvo la deferencia de elaborar una larguísima pregunta que diese un respiro a Junqueras. No dudo del sentimiento, por descontado, pero me parece que esa debilidad humana contenía también el réquiem por una situación política óptima para sus intereses políticos. El momento de fragilidad emotiva puede tener que ver también con la fragilidad misma del proceso, sin que nadie entienda ninguna burla ni falta de respeto ni jactancia de ningún tipo.

Es más sencillo: el proceso nació inestable y quebradizo porque los alidos no eran soberanistas ni independentistas, ni apenas cómplices en nada demasiado serio. Y de golpe los que no lo eran se hicieron soberanistas e independentistas a través del derecho a decidir. Ese acuerdo era débil porque en él había representado un electorado muy contradictorio: unos enfatizaban sin disimulo su independentismo —ERC y CUP— y otros enfatizaban su derecho a decidir sin claridad sobre la decisión que tomarían. O mejor dicho, con claridad que en seguida se emborronaba en la penumbra.

Esa alianza débil ha monopolizado el debate como si durante dos años hubiese sido un frente fuerte. Hoy quizá se rompe la voz de Junqueras porque se desvanece el sueño de una alianza incomprensible. Las ventajas de esa situación para ERC se han volatilizado de golpe y todo aquello que fue ganado galopantemente puede empezar a perderse al tener que argumentar sobre lo real. Hoy ERC está condenada a defender la independencia sin la cobertura del derecho a decidir, y en ese paso hay algo milagrosamente democrático: además de ofrecer convicciones obliga a ofrecer argumentos. Y eso implica el sueño ya directamente perturbador de que tanto el Gobierno del PP como la oposición en España contraargumente, razone y proponga.

Estamos todavía lejos de ese país, pero más cerca que antes. Junqueras persistió en el programa de televisión en ofrecer argumentos emocionales y convicciones íntimas. Pero no creo que le baste al catalán medio con saber que Junqueras tiene fe en que haremos mejor las cosas solos, en frase que ha repetido tantas veces y que empieza a ser un mantra como mínimo desasosegante. ¿Por qué cree que haremos mejor las cosas solos? ¿Quiénes las haremos mejor solos? ¿Qué cosas? Explicar eso es de veras un problema. La respuesta tiene que evitar a toda costa lo que nadie puede ni quiere decir: lo haremos mejor porque somos mejores.

Pudiera ser. Igual en Cataluña somos mejores. Pero me avergüenza que ese mensaje político sea la cota cero de argumentación política de mi futuro presidente de la Generalitat. A mí también se me rompería la voz al tener que declarar que me resulta sencillamente imposible imaginar que no lo haríamos mejor. Y Junqueras lo dijo más de una y de dos veces. El argumento es sentimental y es legítimo, pero no es racional: quizá haya mucha gente que lo crea con él. Pero me parece motivo suficiente para escapar a la carrera de ese desprecio al otro trufado de admiración rendida ante uno mismo.

Hoy el independentismo ha perdido el escudo heroico de una frase imbatible —el derecho a decidir— y entra en política descarnada. Es una buena noticia: tendrá que ofrecer argumentos, contrastar análisis, refutar pronósticos. Y puede que entonces no sea la voz la que se quiebre sino el ánimo, al menos si Junqueras mantiene la inconsistencia apacible y vendimial que mostró en Sevilla.

Jordi Gràcia es profesor y ensayista.

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