La vuelta de Batista: ¿revisionismo o restauración?

Al principio fue leve. Más tarde fue ganando en intensidad hasta que, por fin, alcanzó la categoría de huracán. Batista —Fulgencio Batista y Zaldívar— ha resurgido como hashtag cubano; un trending topic que ha apuntalado su presencia de ultratumba, probablemente con la mayor fuerza del último medio siglo. Con motivo del 60 aniversario de su golpe de Estado, y a través de entrevistas, artículos, ensayos e hipótesis, varios intelectuales cubanos han resucitado al general que interrumpió, en 1952, el último gobierno votado en la isla bajo un sistema pluripartidista. Una figura de entre-revoluciones, a quien la de 1930 se lo dio todo y la de 1959 despojó de todo.

Los argumentos emanados de esta revisión (pueden consultarse en Diario de Cuba o Tumiamiblog, entre otros), así como el eco expansivo de los debates en los foros de Internet, nos plantan directamente sobre un sepulcro cerrado en falso (lo que, a la larga, no deja de ser positivo). Pero también irradian, y esto es lo inquietante, el desasosiego de una cultura que —por muy tropical que parezca— nos obliga a padecer, cada cierto tiempo, la angustia de Wilheim Reich ante el deseo de las masas por el fascismo. En el caso cubano, un ardor que es tal vez más exagerado entre los intelectuales.

Este revival de El Hombre, como también fue conocido este tirano, no se debe, curiosamente, a la perdurabilidad de su recuerdo en viejos correligionarios (casi todos muertos). En este año 12 del siglo XXI, Batista es revisitado y discutido, sobre todo, por una generación que no conoció su gobierno y que se formó, mayoritariamente, en el sistema educativo de la revolución. Valga el añadido de que buena parte vive hoy en países democráticos de Occidente.

El caso es que aquí le tenemos, amplificado como sujeto multidimensional. El Batista bueno y el Batista malo, el constitucionalista de 1940 y el traidor a esa constitución en 1952. El sargento sublevado y el general implacable. El que, para unos, está en el origen de la episódica democracia cubana y, para otros, en el nacimiento del eterno régimen posterior. El factotum de medio siglo XX cubano, pasado por el escáner de la tiranía comparada, obsesionada por dilucidar –“dime, espejo mágico”—, como una letanía, si ha sido mejor o peor que un Fidel Castro sembrado en la otra parte del tiempo insular.

No ha faltado, en el empeño, el aligeramiento de la carga de sus muertos ni la conversión de la tortura sistemática de su último gobierno en un desliz puntual. Tampoco su tratamiento como déspota “de excepción”, lo que ha llevado a compararlo con dictadores latinoamericanos posteriores —Pinochet o Videla— quienes, “contra su voluntad”, no tuvieron más remedio que echar mano de la represión: estos últimos por la amenaza de otra Cuba, Batista por la amenaza de la suya. Los millones robados pasan a ser pecata minuta y el personaje demoníaco que explotó Hollywood —Coppola o Pollack—, si bien no tuvo un cine particular en su mansión para deleitarse con Drácula, tal como le caricaturizó Richard Lester, se nos descubre en estos días como usufructuario de una biblioteca considerable. Al mismo tiempo, se ha resaltado el factor racial que dinamizó, durante el batistato, el ascenso de mulatos en la sociedad cubana, representado por el propio Batista o por un escritor como Gastón Baquero.

En el más vehemente, brillante y discutible artículo sobre este asunto, el poeta Néstor Díaz de Villegas ha patentado incluso la existencia de una “estética batistiana”, recordándonos que, además, Batista fue enaltecido por Neruda, tuvo su portada en Time o se posó en una página de Emil Luwig.

Esta recuperación no es asunto exclusivo de pensadores de la derecha o el exilio. A pesar de que Batista fue un tabú para el régimen cubano, o precisamente por eso, algunos historiadores marxistas han repasado a fondo su época. José A. Tabares del Real, que combatió contra su dictadura como miembro del Directorio Estudiantil Revolucionario, se dedicó, hasta su muerte, a intentar la biografía de su enemigo. Este historiador llamó la atención sobre su lógica de poder —“el método Batista”, que le permitió medrar en la política cubana desde los años 30— y alertó sobre su competencia estratégica. Para Tabares del Real, reconocerle tales destrezas era, por decirlo de algún modo, un ejercicio “revolucionario”. A fin de cuentas, no hay mérito alguno en ganarle la guerra a un estúpido.

¿Qué significa, entonces, esta rehabilitación de Batista en pleno siglo XXI y qué puede aportar su retorno al imaginario de las actuales generaciones de cubanos? Si se trata de examinar una época, un estilo de gobierno, o de iluminar los puntos oscuros en la biografía del personaje con la mayor acumulación de poder durante el primer medio siglo XX en Cuba, estaríamos frente a un ejercicio plausible de revisión histórica. Una reapertura sin contemplaciones de la historia sólo puede ser digna de elogio. Se trate de quien se trate; incluido un tirano (sobre todo un tirano).

Particularmente, si tenemos en cuenta, para remitirnos tan solo a la literatura, que no sobran los libros rigurosos sobre Batista. La narrativa cubana, hasta el momento, ha sido bastante más pródiga en retratar la atmósfera opresiva de su régimen que su persona. Ahí están los ejemplos de Así en la paz como en la guerra, de Guillermo Cabrera Infante y, en alguna medida, Los años duros, de Jesús Díaz, o La situación, de Lisandro Otero. Es sintomático, por otra parte, que Reinaldo Arenas, Heberto Padilla o Cabrera Infante, los tres arquetipos más notorios de la literatura disidente, nunca hayan reclamado a Batista como un modelo aceptable para la recomposición futura de Cuba.

Ahora bien, si como decía Marx, los hombres se parecen más a su época que a sus padres, entonces no cabe duda de que este retorno no obedece, exclusivamente, a un ejercicio académico. Como no lo fue, pongamos por caso, hablar de la Nueva Edad Media para abordar una posmodernidad que desechaba el racionalismo.

En ese sentido, Batista rebrota como el paradigma perfecto, y siniestro, de este tiempo en que la democracia no es necesaria para la implantación y éxito del capitalismo. En su coctelera, la represión mezcla perfectamente con la especulación, la mano dura con el enriquecimiento y la corrupción con el “todo vale”, excepto que la gente se anime a preocuparse por la política y a cuestionarse su condición ciudadana. (Desde Franco hasta el pujante modelo chino, pasando por el experimento neoliberal en el cono sur, esta combinación ha ido afianzando su larga marcha).

Si en lugar de una revisión histórica, lo que está teniendo lugar es la posibilidad de una restauración política, entonces estaríamos sumergidos en un círculo vicioso que, como ha previsto Rafael Rojas, abocaría el porvenir cubano hasta el grado cero de un “mercado sin república”. Semejante reposición certificaría nuestra capitulación definitiva como cultura; la rendición a un destino manifiesto según el cual los cubanos no estamos capacitados para la democracia.

Llegados a ese punto, valdría la pena sugerir que los intelectuales cubanos del futuro se decantaran por la única rama de la cultura que, si no redimirnos, al menos podría explicarnos dentro de cien años: la psiquiatría.

Iván de la Nuez es crítico de arte y escritor cubano.

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