La vuelta de la fraternidad

Ha pasado demasiado tiempo. Nos queda poco más que el contorno borroso de su imagen descalza con las palmas abiertas y el corazón ardiendo de compasión por todas las criaturas, animadas o inanimadas, del universo. Desaparecieron hace mucho nuestros lazos con quienes pudieron elegir entre olvidarlo o recordarlo, y las biografías más antiguas son legendarias o hagiográficas, si es que ambas cosas no son lo mismo. Su ciudad natal, Asís, es hoy una reliquia de piedras que se desmoronan; como los rasgos de su figura, que han dejado de repetir los pintores. Porciúncula, el lugar que prefirió para orar y morir, replica su humildad con un nombre que apenas dice algo a unos cuantos curiosos. Nuestra memoria colectiva se ha ramificado en tantas direcciones que recorrer el camino inverso desde el presente hasta el 3 de octubre de 1226, último de sus días, es desentrañar un laberinto de huellas a punto de borrarse por el viento.

Sin embargo, las ideas, como los fotones, no mueren una vez lanzadas al espacio, aunque nuestros ojos ignoren su trayectoria y la influencia en los eventos que nos precedieron. Así estas dos ideas próximas al origen franciscano que han tenido gran peso en la historia del pensamiento jurídico y político y cuya capacidad de transformación social está muy lejos de haberse agotado. La primera es la diferencia entre propiedad y uso. A partir de ella se construyó el concepto moderno de derecho subjetivo, derecho del individuo, que, ausente de los textos romanos, se traslada desde el iusnaturalismo de los siglos XVII y XVIII y los códigos civiles a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 y las constituciones modernas. No se trataba de una distinción nominal, tan del gusto de los juristas, sino absolutamente real: San Francisco rechazó toda propiedad. Cuenta Tomás de Celano que cuando un hermano le dijo que venía de «su» celda, la del poverello, la mera presuposición de que una celda pudiera atribuírsele como suya le contrarió tanto que nunca más consintió en dormir en ella, no fuera a parecer que aceptaba tener algún derecho. De igual modo, cuando el abad del monasterio benedictino de Monte Subasio le donó su iglesia más pobre, Santa María de Porciúncula, rehusó para sí y para su comunidad la propiedad, aceptando sólo su simple uso al margen del derecho. Esta posición, aunque personal y libre, tuvo un importante significado político: permitía cuestionar, desde ese modelo de pobreza, la acumulación de riquezas de la Iglesia y, de hecho, preocupó a los Papas, que quisieron incorporar a la orden franciscana, de inmenso prestigio, a un proceso de asimilación patrimonial semejante al de los dominicos (para Santo Tomás la propiedad era de derecho natural) que hiciera menos hirientes las diferencias.

Un siglo después, la división llegó al seno de la propia comunidad franciscana, manteniendo los hermanos «espirituales» con rigor extremo ese ideal de pobreza frente a Juan XXII quien negaba que fuera la virtud suprema y trató de imponerles la aceptación de la propiedad en una sucesión de bulas, la última (Quia vir reprobus) contra Michele da Cesena, general de los franciscanos. Lo utiliza Umberto Eco de trasfondo histórico en El nombre de la rosa. Algunos espirituales, como Ubertino da Casale, tuvieron un final trágico y otros como Guillermo de Occam (Guillermo de Baskerville, en la novela) cincelaron sutilmente el concepto: tras distinguir entre los varios tipos de uso (usus facti, usus iuris, ius utendi) y la propiedad (dominium et proprietas), Occam gira la noción romana de ius -derecho- en un sentido subjetivo ajeno a las fuentes para incorporar la idea de poder, de potestas. «Derecho» sería, técnicamente, poder, poder sobre las cosas, poder de excluir al otro, o de exigirle algo. Los hermanos podían renunciar a esa potestas, que emanaba de las leyes humanas, no de la ley divina o natural, y quedarse con la mera posesión de las cosas desprovista de toda fuerza o privilegio. Así se explicaba la diversidad de posiciones en el seno de la Iglesia dentro de una misma teoría de relaciones con las cosas. La posesión sería el mínimo socialmente imprescindible: reposar la cabeza sobre una madera, emplear las herramientas del oficio, vestirse. El hecho de la posesión frente al derecho de propiedad. Siglos más tarde retoman la contraposición juristas como Savigny y Ihering, o pensadores como Proudhon, Marx o Weber. Pero era una idea arriesgada: si los hermanos menores podían -debían, desde su opción personal- llevar a cabo esa renuncia ¿por qué no la Iglesia?

La segunda idea, no muy alejada de la anterior, es la de fraternidad. Está desde sus orígenes en la esencia del mensaje cristiano: todos seríamos hijos de Dios. Pero en San Francisco, más que nunca, deja de ser una construcción dogmática para proyectarse en la acción como programa de vida. Parafraseando a Régis Debray en Le moment fraternité, San Francisco me perdone, no se trata de buenos sentimientos, del hermano sol al hermano lobo, sino de una idea exigente y subversiva que expresa el compromiso activo con los otros, los que no son familia por naturaleza pero tenemos que hacer familia por solidaridad. El término, parte de la herencia cristiana secularizada en la Ilustración, culmina el lema de la Revolución Francesa (liberté, égalité et fraternité) y traspasa el siglo XX apareciendo todavía en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 como uno de sus elementos nucleares: todos los seres humanos, libres e iguales en dignidad y derechos, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros (artículo 1).

¿Qué ha sido de la fraternidad? No parece que esté en su mejor momento, después de siglos de tradición humanista y del enorme esfuerzo de filósofos como Kant que fundaba el progreso de la historia en un derecho cosmopolita, común a todos los hombres, sin intermediaciones de ciudadanías diversas, único medio de alcanzar la paz perpetua, y afirmaba al tiempo un principio universal de hospitalidad hacia los extranjeros. Incluso el actual cosmopolitismo liberal de corte neokantiano (Habermas, Rawls, Pogge, Benhabib) aparece mitigado por consideraciones realistas acerca de lo políticamente posible, rebus sic stantibus, justificando que la soberanía nacional y su proyección en el territorio encuentren aún en las fronteras el terreno de juego adecuado para excluir al «otro» o someterlo a un estatuto distinto al de nuestros ciudadanos, a los que tenemos que defender y garantizar su acceso al bienestar que trabajosamente hemos logrado entre todos nosotros, decimos.

En el esquematismo de nuestros días, ambas ideas se pierden por los extremos de un individualismo reaccionario y del comunismo utópico. No se trata ni de arrasar con el derecho de propiedad ni de abrazar al prójimo que viene de más allá, fundidos los individuos y las cosas en un magma igualitario y primigenio, sino de ejercitarnos en cuestionar los fundamentos de nuestro orden social en la búsqueda de un mundo mejor. No sabemos bien cómo fue San Francisco, pero, a poco cierto que sea su relato, eso fue lo que él hizo, preguntarse por lo esencial desde la máxima sencillez y con los mínimos recursos imaginables. Ha llegado, por lo menos, hasta estas líneas casi ocho siglos después, sin proponérselo, gracias a la fuerza expansiva de sus propuestas. Merece la pena aprovechar la efemérides para reenfocar nuestra personal memoria histórica, mirar la realidad desde nuevos ángulos e intentar combinar intelectualmente su legado desnudo y básico con nuestras urgencias llenas de árboles que no dejan ver el bosque y otras imágenes menos poéticas. Por una vuelta a la fraternidad.

Antonio Hernández-Gil