Por Ramón Trillo Torres. Presidente de la Sala Tercera del Tribunal Supremo (ABC, 02/03/06):
LA Constitución de 1978 obsequió al poder judicial de España con una nueva institución, el Consejo General del Poder Judicial. La primogenitura que en el ámbito de la Justicia perteneció y pertenecerá siempre a los jueces se vio así acompañada y protegida por un segundón recién nacido, cuya futura vida y desarrollo constituyó entonces un horizonte de incertidumbre, perplejidad e ilusión, por ser una novedad absoluta en la historia de los sistemas constitucionales españoles.
Dentro de nuestra literatura, quizá quien mejor ha sabido ahuecar solemne la voz para mostrar la noble estética de un segundón bien logrado ha sido don Ramón del Valle-Inclán, al describir a uno de los personajes centrales de sus «Comedias Bárbaras»: «Las mujerucas se apartan para dejar paso a un jinete, mancebo muy gentil, que rodeado de galgos y podencos, entra al galope. Don Miguel de Montenegro, el hermoso segundón, salta de la silla y ata el caballo a una argolla empotrada en el muro. Por su buena gracia, los suyos y los ajenos le dicen Cara de Plata. Tiene el cabello de oro, los ojos de alegre verde, la nariz de águila imperial».
Después de veinticinco años de vida, cuando hechos ciertos ya acontecidos y que hoy mismo acontecen permiten eliminar las primeras incertidumbres, ¿cabría hacer del Consejo General del Poder Judicial una descripción tan encomiásticamente acabada como la que Valle-Inclán nos ha ofrecido del segundogénito Cara de Plata, de modo que los adjetivos de su esplendorosa presencia física pudieran tornarse en equivalentes valoraciones morales y políticas, que retratasen el esplendor del Consejo? Me temo que ya desde hace años la contestación a esta pregunta ha de ser cuando menos ambigua, al ser perceptible de qué extraño modo los esperados bucles de oro del segundón recién llegado han mutado tiempo ha en lacias y marchitas guedejas.
En el constitucionalismo moderno hay dos notas esenciales, sustantivas, cuya inexistencia haría inviable que un sistema político alcanzase a ser homologado. Estas notas son la de representatividad de los legisladores y la de independencia de los jueces. Por eso, aunque la vigilancia y acreditación de la limpieza de los procesos electorales es la piedra de toque básica para aceptar la naturaleza democrática de un país, sin embargo la admisión definitiva del mismo en los sistemas políticos y económicos más avanzados sólo se produce cuando además se contrasta que sus jueces son independientes.
Queda así marcado el alto, ornado y bello friso en el que la arquitectura constitucional quiso situar al Consejo General: evitar que, ni siquiera por apariencia, el ineludible principio constitucional de independencia de los jueces, sin el cual es ilusorio hablar de Estado de Derecho, ofrezca mácula alguna, para lo cual se ideó el sistema, inspirado en la Constitución italiana, de que en vez que fuese el poder ejecutivo -por vía del Ministerio de Justicia- el que tomase las decisiones atingentes a la vida profesional de los jueces (nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario, dice nuestra Constitución), esta potestad se reservase a un órgano constitucional específico, integrado por veinte miembros, doce jueces o magistrados y ocho abogados u otros juristas de reconocida competencia, presididos todos ellos por el presidente del Tribunal Supremo.
El buen aspecto de objetividad y competencia que en principio ofrece el artificio, desde muy pronto se vio atacado de la carcoma que puede acabar por abatirlo, tanto ante una opinión pública que muestra por él bien poca estima como por una carrera judicial que asiste desencantada al fenómeno: quien debiera ser expresión pública, marchamo y garantía de la independencia de los jueces se deja ver con frecuencia con la faz tiznada de una politización extrema, que se transparenta en los constantes desencuentros y recriminaciones que los vocales -rígidamente constituidos en grupos, según el partido político y asociación judicial que los ha catapultado a la mullida sede- se dirigen inmisericordes, sin que les detenga en sus actitudes de enfrentamiento el atónito mirar de la ciudadanía y de los propios jueces y magistrados.
Hace poco, el Gobierno sometió a informe del Consejo un proyecto de reforma de la ley Orgánica del Tribunal Constitucional en el que, entre otras cuestiones, se abordaba la de hasta qué punto es exigible la responsabilidad civil y criminal de los magistrados de dicho tribunal por los acuerdos y sentencias que pronuncien en el ejercicio de sus funciones, en el caso de que hubiesen incurrido en algún comportamiento ilícito. Es un tema de una calidad y profundidad jurídica de primerísima línea, que llama a un refinado debate jurídico y constitucional. En el informe evacuado por el Consejo, el grupo que quedó en minoría aportó sus muy atendibles razones jurídicas para no acompañar al grupo mayoritario en su opinión, pero antes de introducirse en esta legítima dialéctica no dudó en arrojar una pella de ilegitimidad constitucional a la opinión del grupo mayoritario. Así, dijo que el informe de la mayoría rezumaba los «celos» de los «sectores conservadores de la Carrera Judicial hacia la posición y función del Tribunal Constitucional en nuestros sistema constitucional» y que el problema de fondo es que tales sectores aceptan mal que éste «se sitúe en la cúspide de los órganos jurisdiccionales a la hora de decir el Derecho».
El poco elaborado y descalificador juicio, impertinente en un dictamen técnico-jurídico como el que el Gobierno pedía al Consejo, es una prueba escrita de la normalidad con que se ha ubicado en el Consejo el hábito de la mutua descalificación política de conjunto, como paso previo a planteamientos dialécticos de oposición pura, como si de un rústico y embrionario parlamento se tratara, sin buscar aproximaciones objetivas razonables que derriben los prejuicios con que cada grupo enjuicia y valora al otro.
Hace más de un año que se convocaron con carácter de urgencia y antes incluso de que se produjeran las respectivas vacantes, para evitar cesuras en el servicio, varias plazas de magistrados del Tribunal Supremo: acaban de ser provistas, después de reiteradas incidencias y enfrentamientos en el Consejo, que no dudó en manejar por razones partidistas vetos y contravetos contra personas de solvencia plenamente acreditada, que fueron utilizadas como peonaje de batallas extrañas al mérito y la capacidad, todo ello sobre el fondo de un sistema de cuotas (tantas plazas para ti y tantas para mí) que desvirtúa la compleja y refinada función que la Constitución quiso atribuir al Consejo y que resulta desoladora para los miembros de la carrera judicial, que perciben la arrasadora sensación de que la proximidad asociativa y política es mejor pasaporte a la prosperidad que el duro, honesto y bien trabajado quehacer judicial.
Pienso que en algunos casos existe una auténtica responsabilidad moral individualizada de los vocales que se entregan a estos juegos, sin ponderar el daño que hacen a jueces o a juristas que no merecen ser tratados de esa forma y el desprestigio público en que colocan tanto al Consejo como a la propia Justicia. Probablemente, si los vocales del Consejo se detuviesen en una sobria meditación sobre el imperativo categórico kantiano, observarían que no es extraíble un buen principio de conducta universal de su costumbre de utilizar tan parcialmente, con tanto prejuicio, las trascendentales funciones que les ha encomendado la Constitución.
En los tiempos actuales de España, de severas tensiones políticas que se alivian, vacían o se encrespan en el natural campo del debate parlamentario y la contienda electoral entre los partidos, parece que instituciones como el Consejo deben hacer un esfuerzo más visible incluso que de ordinario para hacer efectiva la obligación que les impuso la jurisprudencia constitucional de no ser mero reflejo de enfrentamientos partidistas, aportando así territorios de serenidad y de una razonable imparcialidad al sistema dibujado por la Constitución, siendo esto -a mi juicio- contenido propio de su responsabilidad política.
Quede a salvo del desahogo la pródiga multitud de cosas buenas que han hecho este Consejo y los que le precedieron en la fe...