Lágrimas por Cataluña

Siento una honda pena en estos días por Cataluña: no sólo por el 52 por ciento que se ha manifestado en contra de la línea independentista, sino por el 48 que se muestra en su favor. Y no lo digo tanto por el hecho de que una parte de mis compatriotas de hoy renuncien mañana a serlo –allá cada cual con sus decisiones políticas y sus amores patrios–, sino por el sufrimiento y las lágrimas que les aguardan. Porque abandonando España –a la fuerza, en el caso de un 52 por ciento de los ciudadanos– van a caer esposados en los brazos de unos políticos que priman el peso del poder sobre el de la ley. ¡Ojo!, en Cataluña, por mor del señor Mas y sus aliados, la gente se está acostumbrando a que los políticos tomen decisiones al margen o por encima de las leyes, y eso supone una peligrosa deriva.

Hace unos días viajaba en coche por tierras riojanas, bajo cielos azules que surcaban veloces nubes blancas, y contemplaba la belleza de la tierra en el esplendor otoñal: chopos y álamos dorados, cepas con hojas de una amarillo desvaído, rojizos castañares, el cuchillo azul del Ebro abriéndose paso entre arboledas y sembrados en donde pronto brotará la mies. Y al fondo, montañas de picos calcáreos y cortadas desnudas del color del acero. Me acordaba de los mares bravos de Cantabria, de las playas de un Mediterráneo color turquesa, o de los bosques de encinas extremeños y los alcornocales onubenses, o del olor a sargazos y broza de las costas gallegas y asturianas. Y de muchos otros paisajes de este pequeño continente que es nuestro país. Y me preguntaba: ¿por qué hay gente que quiere abandonar tanta y tan variada hermosura?

Lágrimas por CataluñaPero el mío no era más que un sentimiento estético, o poético, si se prefiere: dos emociones que, por lo general, se hacen extrañas a los políticos de hoy. Si hay un documento que odio es el pasaporte, porque afirma mi entidad de ser extraño en casi todos los lugares del planeta. Y tampoco me gusta demasiado el carné de identidad, porque afirma mis limitaciones como ser humano viajero, condenándome a un espacio territorial, a una patria, a una ciudad y a un domicilio. Detesto el teléfono cuando me convierte en un tipo siempre localizable. Y amo la idea de recorrer libremente los caminos del mundo. Como pedía Lope de Vega en un verso, ese escritor que pronto dejarán de leer nuestros nietos si siguen en pie los actuales sistemas de enseñanza: «… partir sin alma e ir con alma ajena/,

oír la dulce voz de una sirena…». En fin, me identifico con lo que una vez escribió Verlaine sobre el desdichado Rimbaud: «Tiene zapatos con suelas de viento».

Dejemos, sin embargo, de lado la pasión lírica. E imaginemos un escenario en cierto modo de política-ficción. Los secesionistas se han salido con la suya y Cataluña se ha convertido en una república independiente por la fuerza de una mayoría parlamentaria, aunque no por el número total de los votos ciudadanos. Hay que construir el Estado, lo primero de todo, y dotarlo de instrumentos jurídicos y, por supuesto, financieros.

De modo que nos encontraremos con un país sin leyes en donde urge elaborar cuanto antes una nueva Constitución. Y además de eso, con un país en donde, a causa de los desmanes de algunos de quienes han llevado el proceso de independencia hacia adelante y logrado sus objetivos, se encuentran en estado de quiebra financiera.

¿Y quién va a elaborar esa Carta Magna? Por supuesto que los hombres públicos que, sorteando una Constitución anterior a la que estaba sometida Cataluña junto con el resto de España, han burlado un principio sacrosanto en todas las democracias desde la Ilustración: el principio de que el poder político está sometido al imperio de la ley. Bajo un disfraz democrático, estos hombres públicos, quizás sin darse cuenta en muchos casos, esconden una añoranza del Medievo, o lo que es peor: una tentación totalitaria. Como es natural y para mantener su hegemonía sobre el nuevo estado, estos hombres tenderán a elaborar leyes en donde prevalezca el poder político sobre el legislativo. No parecen gentes dispuestas a respetar la separación de poderes, esencia de las democracias, puesto que su afán ha consistido en destruirlo. En tal escenario, no es fácil que Europa acepte como nuevo miembro a alguien que niega sus esencias.

¿Y quién ayudará a salir de la quiebra a un país que nace con tales características? Difícil es pensar que le ayude un estado ofendido, como será el español, y difícil será que la diplomacia catalana pueda vencer a la poderosa maquinaria diplomática española en los foros internacionales, si hay enfrentamiento.

El proceso soberanista, por otra parte, no ha acabado con la corrupción catalana, sino que en cierto modo se ha convertido en un escudo. Entre las filas de quienes funden el nuevo estado, habrá numerosos corruptos que compartirán proyectos con gentes honestas. Y eso creará tremendas situaciones de crispación, encono y frustración, cuyas consecuencias ya no me siento capaz de imaginar. ¿Qué hará la vehemente CUP ante una CiU corrompida en sus raíces?, ¿qué dirán los independentistas de ERC cuando se propongan leyes que justamente signifiquen la rendición de la ley ante el poder político? Un Parlamento sin el refrendo absoluto de sus ciudadanos, en el que se unan fuerzas que proclaman la destrucción del capitalismo, otras que plantearán la reforma de leyes que puedan dejar impune la corrupción y una tercera que busque una legalidad democrática de signo republicano y liberal, parece un cóctel de maridajes imposibles. En todo caso, un «cóctel molotov». Y la nueva Policía, ¿a quiénes apaleará y a quiénes obedecerá? Veo una Cataluña empobrecida, peleando barrio a barrio, escenario de enfrentamientos de gentes con «senyeras» enrolladas en las cinturas. Calles de fuego y mafias.

No seré de los que peleen para que Cataluña sea española si no lo desea. Pero sí lloraré por Cataluña. Sobre todo por un 52 por ciento.

Javier Reverte, periodista y escritor.

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