Lágrimas por la libertad

Hoy hace treinta años ya de aquello. De aquel hecho puntual que como pocos escenificó un cambio en la historia del mundo. Que generó tanta felicidad e ilusión que aún hoy las paladeamos. Busquen en la memoria algún día que, por sí mismo, significara tanto para tantos como el 9 de noviembre de 1989, día en que cayó el Muro de Berlín. Solo los muy interesados en historia citarán aquel 28 de junio de 1914, trágico día de San Vito en Sarajevo como detonante de la Gran Guerra. También el 1 de septiembre de 1939, día que Hitler y Stalin acordaron para comenzar su reparto de Polonia, fecha considerada de comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Quizás el 5 de agosto de 1945, con la explosión de la primera bomba atómica sobre Hiroshima.

Pero ninguna tiene el elemento capital que hace del 9 de noviembre una fecha única, mágica, un hito de emoción colectiva: la colosal y arrebatadora explosión de felicidad que, retransmitida en directo, fue compartida por el mundo entero. Nunca en la historia había llorado tanta gente junta. Nunca la alegría se había contagiado tanto. Las imágenes conmovieron al planeta. Era la alegría aturdida de los esclavos liberados por sorpresa. Se abría de repente una nueva vida a la elección, esa desconocida, la libertad. Y, atención, sonaba el himno alemán. Ondeaban las banderas alemanas, sin el escudo del Estado Proletario, en imágenes únicas de exaltación de la simbiosis de emociones íntimas y la conciencia de la trascendencia de la liberación personal y colectiva.

Lágrimas por la libertadPorque aquel día se producía, muchos han querido olvidarlo, la gran escenificación de la victoria de la voluntad humana de libertad, pero también de la derrota total de la ideología más criminal de la historia, el comunismo. Era la quiebra moral, intelectual, económica y política de un sistema que prometió libertad, igualdad y felicidad a toda la humanidad y que durante setenta años solo había generado terror, miseria, cien millones de asesinatos y mares de dolor por todo el mundo. Años después veríamos que había quebrado, cierto, pero no muerto. Vuelve a estar omnipresente, como una tenebrosa y siniestra adicción del ser humano.

La caída del Muro comenzó diez años antes, con la visita del recién nombrado Papa Juan Pablo II a su patria, Polonia. Aquel santo coloso le dijo al pueblo polaco sometido que «no se resignara», que recabara fuerzas de la fe y del amor a la nación para conquistar la libertad que gozaba la otra mitad del continente. El Kremlin sabía lo peligroso que era un Papa polaco. Quiso matarlo y no pudo. Polonia escuchó a Wojtyla y se lanzó a un pulso heroico por la dignidad y la libertad. En 1989 ya había ganado, celebrado elecciones y liquidado el régimen. En Berlín Este, sin embargo, los líderes comunistas se resistían, algunos hasta jugaban con la idea de aplastar las revueltas con violencia, como había hecho China en junio en Tiananmen. Los preparativos, por ejemplo en Leipzig, estuvieron avanzados. Pudo haber un baño de sangre en vez de aquel mar de alegría en aquellas fechas en Europa.

El Telón de Acero ya estaba roto. El 27 de junio los ministros de Hungría y Austria, Gyula Horn y Alois Mock, habían cortado los alambres de espino en su frontera común. En Berlín tuvo que ser el 9 de noviembre un bendito malentendido el que rompiera el tabú. Periodistas extranjeros preguntaron a Günther Schabowski, uno de los líderes, que cuándo entraba en vigor la liberalización de permisos de viajar a Occidente. Él no lo sabía -nadie lo sabía- y quiso salir del paso con un «debo suponer que desde ahora mismo». Esa respuesta llevó a muchos a acercarse a la frontera. Avanzaron, la cruzaron y nadie lo impidió. Así se dio aquella jornada milagrosa. Mijail Gorbachov, consciente de su quiebra económica, tenía sus planes de Perestroika y Glasnost (reforma y transparencia), que excluían aplastar heterodoxias en sus satélites europeos. La URSS no tenía en 1989 ni dinero, ni fuerzas ni voluntad para casi nada. Los súbditos de la segunda superpotencia vivían como menesterosos habitantes del Tercer Mundo. La receta era simple: menos socialismo y más verdad.

Hace hoy treinta años el comunismo se llevó su peor golpe. Desapareció su hegemonía sobre medio continente, simbolizada por ese Muro, erigido para que nadie pudiera huir del paraíso socialista en el que nadie se quiere quedar. El tapiado en 1961 del último hueco en el Telón de Acero de la gigantesca cárcel con nueve husos horarios entre Berlín y Vladivostok demostraba que solo podía retener a los humanos encerrados y bajo amenaza de muerte. Tras lo que llamaban cínicamente el «Muro de protección antifascista» (Antifaschistischer Schutzwall). Como si su misión fuera evitar invasiones y no fugas masivas. Yo recorrí en el verano de 1989 una vez más todo el Telón de Acero, de norte a sur, por dentro y fuera, y escribí una serie de artículos bajo el epígrafe «El Muro de Cristal» que era una crónica del naufragio. Pero aquel verano volé a España a un debate en TVE y me encontré defensores de la permanencia del Muro como «bueno para la estabilidad». En pocos países hubo tanta gente que lamentara su caída como en España. Triste hecho que explica tantos otros.

Europa olvidó pronto que su mejor momento de unidad y exaltación de la libertad del ser humano llegó gracias a la firmeza frente al mal, no por el apaciguamiento ni concesiones al mismo. Que fue la fuerza de la convicción en los valores cristianos la que movió a los pueblos a acabar con la depravación totalitaria del comunismo. El 9 de noviembre fue la victoria del convento benedictino Montecassino sobre el Muro y los tanques soviéticos, de la verdad y la fuerza sobre la mentira y la violencia. Fue gloriosa pero, como todo lo humano, efímera. Aún se celebraba en Berlín cuando muy lejos de allí ya se reorganizaban las fuerzas totalitarias en el brasileño Foro de Sao Paulo para relanzar la subversión para minar y destruir las sociedades libres. Las lágrimas de felicidad por la verdad recobrada de entonces han sido otra vez muchas veces sustituidas por las lágrimas de terror, del hambre, del crimen totalitario comunista y de la libertad perdida. Hoy todo Occidente se debate una vez más entre los miedos y las esperanzas de ese pulso permanente y trascendente entre la verdad y la mentira.

Hermann Tertsch es periodista y escritor.

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