Laicismo y ayuda extranjera

Como no había manera humana de desenredar una cuestión que se estaba debatiendo en el Congreso de los Estados Unidos, Benjamin Franklin propuso hacer un pequeño descanso para rezar, a ver si con la ayuda del cielo encontraban la sagacidad que necesitaban. Alexander Hamilton protestó airadamente alegando que no tenían necesidad de recibir ayuda extranjera. Esto era el laicismo.

Laicismo y ayuda extranjeraEl laicismo nace cuando el Estado se cree capaz de nacionalizar las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad) y las administra con la ayuda de una nueva religión, la patriótica, promesa y liturgia de salvación colectiva. El laicismo era el reto que la fe republicana le lanzaba a la fe religiosa. El Estado laico tenía algo que decir sobre el cuerpo (el bienestar) y el alma (la moralidad) de los ciudadanos y quería decirlo con más autoridad, aquí en la tierra, que las iglesias. Si a alguien le parece que exagero, que eche una mirada a los «catecismos republicanos» que abundaron en el siglo XIX. En Francia, el que se usaba en las escuelas primarias en 1848, comenzaba preguntándole al alumno: «¿Quién eres tú?». La respuesta correcta era: «Hombre libre, francés, republicano por elección; nacido para amar a mi hermano y servir a mi patria, vivir de mi trabajo o de mi industria, aborrecer el esclavismo y someterme a las leyes». Por esas fechas, en el Catecismo positivista de Comte se podía leer: «En nombre del pasado y del porvenir, los servidores teóricos y los servidores prácticos de la humanidad, vienen a tomar dignamente la dirección general de los asuntos terrestres, para construir por fin la verdadera providencia moral, intelectual y material, excluyendo irrevocablemente de la supremacía política a todos los diversos esclavos de Dios».

El Estado se creía, en definitiva, con suficiente autoridad para legislar el papel que debía jugar la religión en la sociedad. Lo cual significaba que, en el mundo político, el tribunal supremo está en sus manos, que él es la última instancia, que lo que ata en la tierra, no hay quien lo desate en el cielo. Significa también que asume la educación de la ciudadanía como una responsabilidad propia. Se suele decir que el laicismo pretende crear una sociedad aconfesional. Es verdad si entendemos que no se enreda explícitamente en debates teológicos; es falso si creemos que la concepción republicana de la sociedad no confiesa -y celebra- su fe en sí misma. Si no lo hiciera, la sociedad se disgregaría. No hay ningún espacio disponible entre la creencia y la increencia que pueda ser ocupado por un Estado decidido a salvaguardar la copertenencia.

El papel del Estado es dar forma legal a los valores con que nuestra patria ha hecho habitable nuestro mundo. Todo Estado valora porque injerta en la naturaleza lo que no está de forma natural en ella: la ley. Pero los estados liberales modernos han reconocido que no pueden negarle a la ciudadanía el derecho a afirmar sus propios valores y han situado en su centro, explícitamente, el valor fundamental del pluralismo. Al obrar así, aquellos países que no han sido capaces de cuajar su propia religión patriótica, con sus dogmas y sus liturgias, se han visto enfrentados a dos retos. Por una parte, han de reconocer el derecho de todo ciudadano a objetar las decisiones del Estado en nombre de sus propios valores. Pero, por otra, con la gran metamorfosis del significado de la igualdad, que ha pasado a ser concebida como igual derecho a ser diferentes, el Estado se ha convertido -insisto: allá donde no ha cuajado una religión patriótica- en un expendedor de certificados de reconocimiento legal de las diferencias, decidiendo cuándo es legal lo que determinados grupos consideran legítimo. Acepta así implícitamente que con el pluralismo no basta para legislar.

Los excéntricos necesitan ese certificado de legalidad porque, aunque todos defendamos el valor de la diferencia, en la práctica, queremos convertir nuestra excentricidad en diferencia oficialmente reconocida. Así que, aun cuando al Estado moderno le guste presentarse como el negociado neutral de los sellos oficiales que certifican qué conductas, de entre las que se consideran a sí mismas legítimas, son legales, la expansión constante de estas últimas, lo obliga a comprometerse en la salvaguarda del respeto que todas las heterogéneas conductas legales merecen. Y aquí es donde estallan las polémicas, porque el orgullo de la diferencia suele estar cargado de susceptibilidades narcisistas. Por ejemplo, si un político asiste a la manifestación del orgullo gay, está proclamando su lealtad a la tolerancia, mientras que si asiste a un acto religioso, la niega.

La neutralidad con respecto al pluralismo es más fácil de proclamar que de practicar, porque lo fundamental de la misma no se juega en la calle (en el respeto a las diferencias legítimas), sino en la definición del criterio que acota la pluralidad. Si hay algo digno de ser respetado, hay algo digno de ser reprimido. Este criterio ha ido evolucionando y en la actualidad tendemos a considerar digno de expresión pública todo aquello que calificamos de moderno, porque lo moderno, hoy, es un valor moralmente discriminatorio. Por eso los modernos insultan a los que no van a su paso tratándolos de medievales. Hoy es mucho más llevadero estar equivocado que ser antiguo. Paradójicamente, lo moderno ha ido adquiriendo valor discriminatorio a medida que perdía contenido. Lo moderno es una forma, una receptividad, un correr tras el aire de los tiempos. Y, sin embargo, a este valor se ha rendido el Estado.

Cuando Comte-Sponville sostiene que «el laicismo nos permite vivir juntos a pesar de nuestras diferencias», hace un brindis al sol de lo moderno. Si hay algo obvio es que las diferencias separan. Y separan más cuanto menor sea el sustrato común republicano de valores compartidos (la identidad común). Obviamente, no se le puede dar forma a una identidad común si a lo común no se le reconoce algún valor. En última instancia, tiene valor aquello que vale la pena. Los grupos humanos se mantienen unidos cuando están convencidos de que vale la pena preservar lo común.

Hoy asistimos en Europa a dos concepciones muy diferentes del valor de lo común. Tan diferentes, que nos separan en dos bloques. Cuando Viktor Orbán, primer ministro de Hungría, declara que «somos anticomunistas y patriotas; amamos apasionadamente a nuestro país y estamos preparados para hacer cualquier cosa por él», escandaliza las susceptibilidades de Bruselas y cuando añade que «pensamos que la última esperanza para Europa es el cristianismo», sus palabras suenan a afrenta. Pero el número de personas en Europa oriental que se declara convencido de la necesidad de preservar su cultura y tradiciones cristianas está aumentando. Y está llamando a las puertas de Viena y Múnich. Ahora bien, cuando desde Bruselas, París o Berlín se aconseja (con amenazas) a polacos o a húngaros que no utilicen conceptos medievales obsoletos, como los de patria y religión, en Budapest y en Varsovia se alarman, porque están convencidos de que la preservación de sus Estados exige la reformulación de la ideología de la laicicidad. En Bruselas se creen, por supuesto, más modernos.

En definitiva, precisamente porque el laicismo nace cuando el Estado moderno tiene algo que decir y lo quiere decir con más fuerza que las iglesias, al laicismo actual le cuesta entender que haya Estados dispuestos a escuchar lo que el cristianismo les tenga que decir, especialmente porque eso que tiene que decir es que somos modernos, ciertamente, pero no sólo. ¿Cómo va a entenderlo si el pasado se nos ha hecho más extranjero a nosotros que el cielo a Hamilton?

No sé cómo evolucionará el laicismo en Europa, pero a mi parecer, nuestro laicismo no debiera significar ni la separación del Estado español de nuestra historia; ni la imposición de una rendición incondicional y homogénea a los valores modernos; ni la ignorancia con respecto a las raíces culturales de Europa; ni el olvido de 20 siglos de profundización del alma que nos ha deparado el cristianismo. Y es que, amigos, no hay Estado que no necesite de alguna ayuda extranjera.

Gregorio Luri es profesor de filosofía y autor de La escuela contra el mundo o El valor del esfuerzo y Mejor educados. El arte de educar con sentido común, entre otros libros.

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