Hoy, 15 de febrero, se cumplen 100 años del nacimiento de Pedro Laín Entralgo. Fallecido en 2001, no pudo conocer el movimiento a favor de la recuperación de la "memoria histórica". Pienso que no le hubiera parecido mal, a él que como historiador de la cultura española intentó siempre recuperar los valores de la España tachada. Quizá éste es el punto en que su lección puede ser más actual. Porque hay, está habiendo, dos modos de interpretar esto de la memoria histórica, uno excluyente, que la ve como la superación, no sólo de la época de Franco sino también de la transición, que a la postre habría sido una obra franquista, y otro que la interpreta como un paso quizá insuficiente, pero en cualquier caso fundamental, en el proceso de reconciliación de los españoles y asunción de su propia historia. En este debate sí estoy seguro de que Laín habría tomado partido, optando decididamente por la segunda de las opciones. Diré por qué.
La transición política española significó la superación del franquismo desde dentro de él mismo, por obra de quienes fueron creando en la sociedad española la conciencia de que las cosas se habían hecho mal y debían cambiar. La transición tuvo varios frentes. Uno, el más conocido, fue el político. Pero otro previo o simultáneo a él fue el intelectual. En este frente estuvieron muchas personas, algunas bien conocidas: Dionisio Ridruejo, Julián Marías, José Luis Aranguren, Joaquín Ruiz Jiménez. Y entre ellos, Pedro Laín Entralgo. Éstos, junto con otros, a través de instituciones varias, asociaciones culturales, grupos políticos clandestinos o semiclandestinos, revistas, así como de sus escritos e intervenciones públicas, fueron creando un clima, un espíritu, que con toda justicia cabe llamar el espíritu de la transición.
Laín perteneció al grupo de personas que, por edad, vivió su primera juventud en los años de la Segunda República. A su llegada, la recibió con auténtico entusiasmo, porque su estima de la monarquía alfonsina era nula, como en general por todos los movimientos conservadores o reaccionarios. Pensaba que los políticos conservadores buscaban preservar sus privilegios económicos e ideológicos, impidiendo lo que para él era fundamental, la promoción de una España nueva, distinta, económica, social, política y culturalmente moderna.
Los partidos de izquierda tampoco le resultaban muy convincentes. Proponían como procedimiento para el logro de una sociedad mejor algo tan negativo como la lucha de clases. Parecía una paradoja que por la desunión pudiera llegarse a la unión. El precio a pagar lo consideraba muy elevado. Él pretendía ser, como ellos, revolucionario, pero por el camino del amor y no del odio.
La adolescencia, ya se sabe, es muy cándida. Laín parece un joven de Mayo del 68, con aquello de "haz el amor y no la guerra". Quizá es una fase ineludible en la maduración psicológica de los jóvenes entusiastas, espiritualmente ambiciosos. El caso es que el espectáculo de las derechas y las izquierdas, lejos de reconfortarle, le escandalizó.
Aquello acabó en guerra. Y Laín, joven caviloso, interpretó que su diagnóstico de los males de la patria estaba cada vez más corroborado por los hechos, que aquellos vientos trajeron estos lodos. La Segunda República se había desangrado en tres tipos de lucha, a cual más cruenta: la lucha entre los partidos, la lucha territorial y la lucha de clases. Era preciso aplicarla un tratamiento de choque con altas dosis de valores superiores, la dignidad, el respeto, el amor, la amistad. Y esto creyó verlo o lo intuyó en los escritos de otro joven que se llamaba José Antonio Primo de Rivera, un joven que también pretendía ser revolucionario, sobre la base no de la lucha o la escisión, sino de una pretendida integración de valores.
Es difícil leer lo anterior sin una mueca de sorpresa, quizá de recriminación. ¿Pero fue eso el franquismo? Evidentemente, no. Pero esos jóvenes nunca se consideraron franquistas, se consideraron falangistas. Y a partir del Decreto de Unificación de 1937 empezaron, también ellos, a fruncir el ceño. Las guerras son las guerras, se decían, pero Franco estaba rodeado por los grupos más conservadores, los de antes, los de siempre. Y comenzó el desencanto. En Burgos formaron lo que dieron en llamar el "gueto al revés", ya que eran un gueto de personas, dentro del Gobierno de Burgos, que luchaba porque no hubiera guetos, porque no se excluyera, y menos se aniquilara, al disidente intelectual o político.
Laín cuenta que para compensar ese espíritu de exclusión, a veces de exterminio, se propuso como meta lo que llamó el "abrazo asuntivo", el salvar todo aquello de la cultura y de los seres humanos que los otros estaban negando. Esto es lo que intentó hacer en el conjunto de libros del ciclo España como problema.
La guerra es siempre cruenta. Pero tras la guerra las depuraciones y los asesinatos continuaron. La táctica del "abrazo asuntivo" se hizo imposible, y entonces pasaron a otra, el "pluralismo por representación", haciendo ellos presentes los valores y las opiniones de quienes no tenían representación política y cultural, en un intento de transformar el régimen desde dentro. Eso es lo que intentó Laín, por ejemplo, en sus años de rectorado de la Universidad de Madrid. Los sucesos de febrero de 1956 dieron al traste también con tales esperanzas.
¿Qué hicieron a partir de ese momento? En el caso de Laín, predicar con la palabra y con la pluma, en todos los foros a su disposición, la necesidad de respetar la libertad religiosa, política e ideológica de las personas. Firmar todos los documentos que le ponían delante en defensa de causas justas, por más que dieran lugar a represalias. Aspirar a un sistema político en el que el respeto de las libertades públicas no estuviera reñido con la promoción de la justicia. Y al fondo de todo esto, luchar porque "el hábito psicosocial de la Guerra Civil", el que desde los tiempos de la Guerra de la Independencia hasta 1939 fue causa de tanta sangre y desgracia en nuestro país, desapareciera por fin de nuestro horizonte.
Una y otra vez lo ha predicado: vivimos en un país donde ha sido usual convertir al discrepante en enemigo. Él escribió el año 1972 un precioso libro titulado Sobre la amistad. Estábamos en la antesala de la transición política. Y su tesis era que los españoles confundimos muchas veces la amistad con otras cosas, el compadrazgo, la camaradería, la comunión ideológica. Laín piensa que no hay verdadera amistad si antes no se respeta al otro en su diversidad ideológica, religiosa y política. Sólo entonces la amistad florece y se convierte en el bálsamo que suaviza las relaciones humanas y hace grata la vida.
Acabar con la dialéctica de la exclusión, promover la libertad y la justicia, desterrar para siempre el hábito psicosocial de la Guerra Civil, no confundir al discrepante con el enemigo, hacer del adversario un amigo. Éste es el espíritu que Laín quiso para el cambio político que veía avecinarse. De entonces acá han pasado muchas cosas. ¿Pero ha perdido actualidad su lección? Al menos tiene sentido que la recordemos cuando se cumplen cien años de quien puso inteligencia y trabajo al servicio de tan benemérita causa.
Diego Gracia, miembro de la Real Academia de Medicina y director de la Fundación Xavier Zubiri.