Lampedusa en el proceso

El comunicado en el que ETA ha anunciado el fin del alto el fuego ha permitido conocer retrospectivamente algunas cosas significativas. Por ejemplo, que, en efecto, ETA consiguió que el doble asesinato de la T4 le fuera imputado sólo como un resultado no querido mientras, por su parte, el presidente del Gobierno, considerando el crimen como accidente, llevaba a Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate a la 'contabilidad B' del proceso, ésa que se oculta pero que es la que refleja la situación real de la empresa.

En esa contabilidad antes se había anotado un terrorismo callejero que no puntuaba en las verificaciones oficiales y la extorsión denunciada por los empresarios navarros pero recibida con el silencioso desprecio de quien ve entrar al aguafiestas. Tampoco se registraban en los libros oficiales del proceso ni la reiteración por ETA de sus dictados políticos, ni la deslegitimación diaria y consentida de la Ley de Partidos. Ninguna importancia parecía tener la cínica neutralización de los efectos de la ilegalización mediante grotescas distinciones entre Batasuna y la izquierda abertzale, ni el asentimiento del Gobierno a la negociación política como la gran genialidad del proceso que hacía que precisamente éste no fuera uno más de los intentos que, según nos recordaban, anteriormente habían fracasado.

La negación de la realidad o una percepción de ésta distorsionada hasta rendirse al mesianismo de Rodríguez Zapatero rebosan el 29 de diciembre en una declaración presidencial que anuncia un prometedor reparto de los dividendos de la paz, siendo así que la caja estaba vacía. Hoy estamos mejor que hace un año y dentro de un año estaremos mejor que hoy, dijo el presidente. Y aunque la profecía presidencial, contada de fecha a fecha, tiene todavía margen teórico para cumplirse, al día siguiente ETA dejaba trágicamente en evidencia no tanto la capacidad de adivinación de Rodríguez Zapatero a un año vista sino su capacidad de juicio para valorar adecuadamente lo que hasta entonces había ocurrido. Fue entonces y no ahora cuando ETA rompió su alto el fuego.

Lo sorprendente no es el comunicado, sino que ETA haya conseguido incluso imponer sus ritmos. Después del atentado de la T4 la banda dijo que se mantenía el alto el fuego y así fue asumido por el Gobierno y buena parte de la opinión publicada. De ello da fe la estancia en San Sebastián de De Juana, las maniobras de la Fiscalía para despejar el horizonte penal de «los interlocutores políticos necesarios» y la continuación de las negociaciones con ETA-Batasuna. Ahora ETA ha creído llegado el momento de declarar rota la tregua y, simplemente con decirlo, un comunicado ha producido consecuencias que no generó la tragedia de Barajas.

La política de Rodríguez Zapatero ha tenido el raro efecto de permitir que ETA haya reconstruido buena parte del maligno tejido social e institucional que la ilegalización extirpó y, al mismo tiempo, de hacer posible que los terroristas fabriquen coartadas -insisto, coartadas- más o menos creíbles ante sus seguidores para neutralizar los efectos secundarios que pudiera tener entre su audiencia el retorno al crimen.

Decir que la prueba de que el Gobierno no ha cedido es que ETA ha roto la tregua puede quedar muy bien en los argumentarios pero referido a la banda es, a estas alturas de la trayectoria etarra, un puro artificio retórico. Cuando ETA rompe su tregua en diciembre de 1999 culpa al PNV de no haber cumplido sus compromisos y «dejar pudrir el proceso». No parece que el PNV, conocidos sus acuerdos con ETA que incluían la exclusión de PP y PSOE, hubiera podido argumentar que el asesinato del teniente coronel Blanco en Madrid, un mes después, demostraba que no había hecho concesiones políticas. Según esto, habría que rehabilitar a Chamberlain y Daladier como admirables resistentes porque la invasión de Polonia vendría a demostrar que aquellos no hicieron concesiones en Múnich.

Y es aquí, en el terreno de las concesiones, que a la postre han resultado letales para el proceso tal y como lo pretendía el Gobierno, donde también retrospectivamente nos hemos enterado por el propio presidente del Ejecutivo que durante estos meses ha venido trabajando por abrir un marco político en el que todas la ideas puedan defenderse pacíficamente y se supere todo «enfrentamiento» (sic).

Así lo decía Rodríguez Zapatero en su declaración institucional tras el comunicado de ruptura del alto el fuego. En dos frases, el presidente del Gobierno no sólo ha confirmado la vinculación que aceptó desde el principio entre el cese definitivo del terrorismo y una negociación política, sino que aquél hace suya la deslegitimación del marco vigente en términos que sólo plantea ya el nacionalismo más radical, incluido el violento. ¿Abrir un marco para que todas las ideas puedan defenderse pacíficamente? ¿Es que el adanismo de Rodríguez Zapatero ha llegado al punto de atribuirse la misión de traer la democracia a España 30 años después? ¿Es que su frivolidad alcanza el despropósito de negar que el actual marco jurídico y político, el vigente, el Estado de Derecho democrático permite esa defensa pacífica de ideas, todas las que respeten la ley y los derechos de los demás?

De nuevo, no vale apelar a supuestos deslices ni despreciar la importancia de las palabras y su significado. La frase de Rodríguez Zapatero es una torpe confesión de parte que, sin duda, será benévolamente interpretada por los exégetas del proceso -'lo ha dicho para agudizar las contradicciones en Batasuna', por ejemplo- pero no puede tener espacio alguno en la cabeza de un presidente del Gobierno, menos aún en referencia a ETA y al proceso de negociación mantenido con la organización terrorista.

Rodríguez Zapatero ya ha sentenciado que el Partido Popular hará oposición con el terrorismo hasta el final de la legislatura. Bonita manera de promover la reconstrucción de un consenso que el propio presidente rompió en favor de un acuerdo con sus socios políticos para amparar una estrategia fracasada y políticamente fraudulenta de supuesto final dialogado. Pues bien, más ajustado a la realidad resultaría afirmar que Rodríguez Zapatero, herido, agraviado e incapaz de reconciliarse con la realidad llevará al límite su estrategia lampedusiana, ésa que acepta que algo tenga que cambiar para que nada cambie.

Javier Zarzalejos