Lampedusa

Para muchos de nosotros, Lampedusa evocaba una novela imborrable, El Gatopardo; una brillante y hermosa película de Visconti, casi tan buena como el libro; y el lugar donde fue a morir Domenico Modugno y su Vecchio frac. Se acabaron los sueños y las metáforas bonitas. Ahora Lampedusa se nos ha quedado en una isla y ya habrá dejado de ser ese lugar idílico, como una balsa en medio del Mediterráneo, con sus apenas cinco mil habitantes y una alcaldesa, Giusi Nicolini, exdirectora de la Reserva Marina de la zona; una mujer valerosa ante el poder ciego, sordo y criminal.

¡Qué otra cosa se puede decir de una mujer capaz de gritarle al Consejo de Europa, ese quiste de una clase política corrupta y autosuficiente: “¿Cómo de grande tiene que ser el cementerio de mi isla?”!

Los emigrantes muertos a partir de ahora habrán de ser enterrados en Sicilia, ya no caben en Lampedusa. Enrico Letta, el primer ministro, un buen católico, la llamó por teléfono para ensalzar la noble ciudadanía de Lampedusa y se presentó con Durão Barroso, en su papel de encargados de la funeraria. Fueron abucheados al grito de “asesinos”. Incluso el siniestro Angelino Alfano, antiguo guardaespaldas de Berlusconi, al que sería ensalzarle si hiciéramos una comparación con Bruto en el asesinato (político) de su César, se anima a proponer la isla de Lampedusa para el premio Nobel de la Paz.

Ahora Lampedusa será, y durante mucho tiempo, el símbolo de los diez mil muertos negros, sobre todo negros; el saldo de dos décadas. Todos ellos engañados buscando el limbo de Occidente, millares de emigrantes confiados en llegar a un puerto, una tierra firme desde la que dar un salto a la península y de ahí hacia el Norte, siempre hacia el Norte. El sueño de los supervivientes no se llama Pisa, ni Roma, ni Barcelona, ni siquiera París. Es Oslo, Copenhague, Estocolmo, Helsinki... Los negros del sur nos consideran una especie de desierto para tártaros. Y no se equivocan.

Lo ocurrido el jueves 3 de octubre de amanecida junto a la costa de Lampedusa alcanza un nivel inigualable de horror en su condensación de miseria humana, falta de piedad y desprecio absoluto por los otros. ¿De verdad los negros tienen alma? Es una pregunta teológica que discutieron las iglesias, no sólo la católica, y los negreros, durante siglos. Nuestro marqués de Comillas lo tenía muy claro; los jesuitas se lo habían explicado a golpe de confesión y compensación; Dios se lo perdonaría todo, se lo garantizaron; de no ser así, hubiera sido impensable tamaño dispendio volcado en la Compañía de Jesús.

Un barco pesquero desvencijado sale del puerto libio de Misrata. Lo dirige un delincuente tunecino, Jaled ben Salem, 35 años, tuerto, reincidente. Lleva dentro 525 personas, de las cuales 40 son niños –algún recién nacido y los demás de siete años para arriba–. Todos van distribuidos como si fuera el Titanic en su travesía inaugural; 500 dólares el más barato, con derecho a no salir de las bodegas y la parte baja del barco, y 1.500 dólares la gran clase, en cubierta, siempre con más posibilidades de sobrevivir en caso de tropiezos.

Un día largo de travesía. ¿Alguien se imagina lo que debe ser ese día largo metido en aquel pesquero de desecho? ¿Qué comían? ¿Dónde cagaban? ¿Y los chavales? ¿Los ataban con cuerdas para que no se movieran? Se acercaban ya a la isla de Lampedusa cuando en el amanecer hay que avisar al contacto de tierra, lo que se llama “la antorcha”. Se quema un palo entelado y ahí se desencadenó el final de la tragedia; una torpeza, el fuego se extendió. Luego el caos, la descompostura del barco, su desequilibrio, y el hundimiento. Los de arriba pueden al menos usar las manos, los de abajo quedarán encerrados para siempre en las bodegas.

Hay una ley italiana denominada BossiFini, reciente y promovida por el posfascista Fini y el descerebrado Bossi, idiota de media cara y todo el cerebro, líder de la Liga Norte –nuestro futuro patriótico, aseguran algunos–, según la cual ningún pescador puede ayudar a un emigrante en apuros a menos que lo recoja y lo lleve directamente a los carabineros. Los emigrantes son por principio de ley delincuentes. Por tanto, quienes vieron cómo se hundían, los guardacostas que se tomaban su tiempo para que el mar hiciera el trabajo que ellos no están animados a hacer, todos ellos cumplieron la ley.

Y el burguesito soberanista de Sarrià Sant Gervasi en Barcelona o el pijo de Serrano en Madrid que se preguntan: ¿por qué esos negratas no se quedaron en su tierra? Primero, porque sus padres no son jefes de tribu o aspirantes como ellos. Segundo, porque todos eran eritreos y es sabido que en Eritrea, país independiente desde 1993 y que el 95% de los ciudadanos no sabría ni dónde colocar en el mapa, puede tocarte hacer el servicio militar hasta los 40 años, si tienes suerte. También porque todo ser humano lleva inscrito en su ADN el derecho a luchar contra su propia hambre. ¿Quién sería incapaz de entender a esa abuela o abuelo, padre o madre, que le dice al niño mientras se va a un destino tan incierto como mediar entre la vida y la muerte: ¡Que tengas más suerte que nosotros!? ¿Acaso nos hemos olvidado de cómo venían los padres de nuestros charnegos agradecidos en el tren, con la maleta de madera y la obligación de construir el chabolo en una noche, antes de que llegara la Policía Municipal del alcalde Porcioles, ¡gran jurista!, aseguran los conversos? No sé, a veces pienso que lo he soñado, pero yo he estado en los campos de trabajo de españoles en Manheim, Alemania, hombres solos, echados a su suerte, negros en la época de la guerra fría, con su añoranza de Almería o Murcia o Huelva. ¡Joder, qué vergüenza me da tener que volver a escribir esto!

En las orillas de la isla de Lampedusa sobrevivieron el pasado 3 de octubre 153 eritreos. Murieron ahogados más de 300. No los podrán sacar de ahí, ¿para qué, para meterlos en una caja de madera y quemarlos? Pero un gran gesto el del primer ministro Letta, católico de centroizquierda, que ha concedido la nacionalidad italiana a los muertos. De la inmensa mayoría no se sabe ni cómo se llamaban; así se evitarán hasta el certificado patriótico de nacionalidad. Los vivos, que se jodan. Repatriarlos a todos, y una multa, conforme a la ley Bossi-Fini de casi 6.000 euros, por delinquir. Ya se las arreglarán para que la próxima vez les salga mejor. Nacionalizar muertos y expulsar vivos es una desvergüenza digna de un Estado de derecho.

Algún día alguien escribirá una gran novela sobre Lampedusa y recuperaremos la imagen, incluso la de este crimen del que ellos son víctimas. Lo mismo que ocurrió con la presa del valle de Vajont, en el norte de Italia, que mató a centenares de ciudadanos, suceso del que ahora se cumplen exactamente 50 años. ¿Qué sería en nuestra memoria la catástrofe de Vajont sin los libros de Mauro Corona? Hace tiempo dedicamos una sabatina a la gran estafa que fue aquella desgracia anunciada y al potente libro que generó, Fantasmas de piedra.

No hay tanta diferencia. Ambos, Vajont y Lampedusa constituyen crímenes de Estado, por personas interpuestas. Porque no se trata del asalto de los bárbaros, que derrotaron a Roma y cambiaron el mundo. Es la invasión de los pobres, que no derrotan a nadie pero que acabarán cambiando nuestro mundo de murallas de papel.

Entiendo, aunque se tratara de una casualidad, que Carlo Lizzani, el autor de guiones brillantes y radicales como Arroz amargo y director de un filme imposible sobre una novela difícil de Vasco Patrolini, La crónica de los pobres amantes, que se saldó con un fracaso comercial que lo condenó de por vida; entiendo, digo, que a los dos días del escalofriante suceso de Lampedusa, del que probablemente ni se enteró porque ya tenía 92 años muy trabajados, se lanzara desde la azotea de su piso romano. Dejó un mensaje nada críptico: “Desenchufo la llave”. O lo que es lo mismo: “Me voy de esta mierda de mundo; ya no tengo edad para soportar más, ni fuerza para cambiar nada”.

Gregorio Morán

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