El historiador británico John A. Lynn contraponía la guerra como proceso, propia del siglo XVIII, a la guerra como acontecimiento, que hace su entrada, en la edad contemporánea, con la Revolución francesa y las campañas de Napoleón. En el primer caso, la movilización e instrucción de los ya grandes ejércitos estatales requería tiempo; la logística era primitiva y compleja, y contribuía a que las tropas se movieran lentamente. En consecuencia, se daban pocas batallas campales. Lo que prevalecía eran los sitios de fortalezas, que solían durar años. La guerra se tomaba su tiempo, y al final su resultado dependía de la capacidad del tesoro público de cada estado para mantener tamaño esfuerzo.
La Revolución francesa trajo un cambio sustancial: los soldados se sentían motivados para luchar, y de sus filas surgían los mandos basándose en el propio mérito. Esos ejércitos exportaban la revolución y transformando en aliados los territorios conquistados, solucionaban la logística sobre la marcha. Las guerras se ganaban —o se perdían— en un periodo corto de tiempo, tras una serie de batallas campales decisivas. Era la guerra como acontecimiento.
En el primer caso, las motivaciones de esas guerras proceso, que duraban años, terminaban por complicarse, difuminarse y olvidarse. Por contraste, las guerras acontecimiento conservaban frescas sus motivaciones y objetivos, ya fueran políticos o meramente estratégicos.
La actual guerra en Ucrania va camino de convertirse en una guerra proceso, dependiente de las posibilidades logísticas de los bandos en lucha y de la capacidad de encajar pérdidas humanas y materiales cuya entidad se mantiene en riguroso secreto. No hay claras motivaciones ideológicas, más allá de las altisonantes declaraciones de las propagandas de guerra de los bandos en lucha, cada vez más desgastadas, convertidas muchas veces en simple troleo en redes sociales, e incapaces de reaccionar eficazmente a las contradicciones que el tiempo, por pura lógica, va trayendo. Bien demostrado quedó en la reciente insurrección de los mercenarios de Wagner.
La configuración de la actual guerra de Ucrania como conflicto proceso, revela, ante todo, que ninguno de los dos bandos implicados sabe cómo ganar a corto plazo, y fía el alto el fuego para cuando la situación estratégica esté más clara o quede abocada a un claro empate militar permanente. Esta forma de ver las cosas nos retrotrae a otras guerras similares de la guerra y la posguerra frías, desde la de Corea (1950-1953) a la última de Afganistán (2001-2021) o Siria (2012 a la actualidad).
La actual guerra de Ucrania difiere de esos ejemplos en que es una guerra proxy, en la cual los países de la OTAN no se han implicado directamente enviando tropas regulares. Eso es precisamente lo que buscaba Moscú planteando una invasión cuyo objetivo principal no era tanto la ocupación de territorios, como demostrar que la OTAN era incapaz de comprometerse abiertamente en una guerra de alta intensidad frente a un enemigo de su talla. Pero si la contienda ucrania se prolonga, sin solución de continuidad, el resultado final puede terminar pareciéndose a la “guerra mundial africana” o segunda guerra del Congo (1998-2003) en la cual diversos países lidiaron en territorio de esa gran república africana sus propias contiendas, con un resultado de millones de muertos. A pesar de lo cual, ese conflicto pasó muy desapercibido y hoy está olvidado.
En efecto, el problema de las guerras proceso, tanto las antiguas como las de nueva generación, es que tienden a complicarse conforme otros países superponen otros conflictos, cada uno con sus propios objetivos, sin que estos concuerden en la imagen reduccionista de lo que se explica en los media como conflagración principal. Todas esas contiendas evolucionan en el tiempo, los bandos y aliados se readaptan, los mandatarios cambian y al final se pacta cualquier cosa para terminar, por agotamiento de unos y otros, sin que nada haya quedado resuelto.
En la guerra de Ucrania, en concreto, desconectándola de la Gran Guerra Fría por el reajuste de la globalización, que fluye de fondo, ambos bandos insisten en que solo terminará cuando uno de los dos obtenga una victoria militar neta. En realidad, existe una salida diplomática que podría servir a todos, y se llama federalización. No sería tan aberrante ni tan extraño. Fue así como se negoció el final de la guerra de Bosnia hace casi 30 años, configurada en dos grandes entidades autónomas —una de ellas una federación— y diez cantones. En Ucrania, la federación sería más sencilla, Kiev no tendría por qué perder los oblast ahora ocupados por Rusia, se estabilizaría la siempre tormentosa política ucrania y el país, ya neutral, pasaría a ser un puente dejando de ser una trinchera, alejando la trágica posibilidad de que se convierta en un Estado disfuncional quebrado o un buffer state. De paso, ello sería una forma de contribuir a la pervivencia de la arquitectura política que mantiene la paz en los Balcanes, donde hace 30 años se concluyó una fórmula basada en evitar los “grandes” estados uninacionales (la Gran Serbia, la Gran Croacia, la Gran Albania) y que ahora algunos actores locales empiezan a cuestionar, a la vista de los planteamientos que se mantienen en Ucrania.
Francisco Veiga es catedrático de Historia Contemporánea (UAB) y autor de Ucrania 22. La guerra programada (Alianza).