La crisis está obligando a un cambio acelerado en la forma de llevar las empresas, los hogares y, también, las Administraciones públicas. Ciertamente, son las dificultades financieras extremas a las que ha llevado el hundimiento de los mecanismos habituales de gastos e ingresos en cada uno de estos agentes lo que está obligando al cambio acelerado. Pero la acumulación de disfunciones disimuladas por la bonanza de los años previos a la crisis resulta, por fin, evidente y hace inviable la continuación del modelo todavía vigente durante los años venideros que se caracterizarán igualmente, desde el lado menos amable, por el formidable ajuste real, de capacidad y empleo, que estamos sufriendo. A cambio, la necesaria reinvención de los modelos de funcionamiento de todos estos agentes económicos implica promesas de futuro respecto a las nuevas funciones y la eficiencia con las que dichas funciones se desempeñarán en los próximos años. Habrá, si se hacen bien las cosas, muchos ganadores a medio y largo plazo.
Este ajuste no es transitorio, lo que debería ser evidente en estos momentos para todos. Y más vale que no lo sea. Debe ser permanente, y solo la creación de nueva capacidad productiva basada en nuevos modelos de negocio, bienes y servicios renovados, más competitivos a base de conocimiento, permitirá evitar que los jóvenes vivan peor que sus padres, al menos en el plano material. En realidad, siempre ha sido así, siempre se han sucedido episodios de cambio estructural que abarcan desde lo organizativo hasta los estilos de vida pasando por los procesos productivos. Pero el actual es un momento bisagra del incesante curso de cambio global en el que, un tanto inadvertidamente para muchos, nos encontramos desde hace años.
Las AAPP también deben cambiar, y lo harán irremediablemente tarde o temprano. La gran cuestión es cómo se van a conciliar en el futuro la provisión de los servicios públicos a los ciudadanos con la austeridad económica impuesta por la necesidad de reformular un modelo fiscal insostenible. La producción de la compleja amalgama de servicios públicos aporta alrededor del 20% del valor añadido bruto en cualquier economía, grande o pequeña. Muchos de estos servicios poseen decisivas derivadas tecnológicas, industriales y empresariales que no se explotan porque su régimen de producción y prestación a los ciudadanos no ha sufrido modificaciones en décadas, a pesar de que todo lo demás ha cambiado. Pero muchos otros servicios públicos se prestan a través de modelos concesionales que, en algunos casos, han supuesto la base para la emergencia de las multinacionales españolas líderes globales en sus respectivos sectores.
El concepto de "lo público" está muy arraigado en el imaginario colectivo español. Al fin y al cabo, tan solo hace unas décadas que se establecieron servicios públicos esenciales para toda la población como la educación obligatoria, la sanidad o las pensiones, cuando en otros países avanzados aquellos datan de mucho antes. Por ello, seguramente, se cuestiona escasamente la eficacia o la eficiencia de muchos modelos vigentes de prestación de estos servicios o de su financiación. También hay que decir, que la cultura de evaluación de políticas públicas es todavía escasa en nuestro país, a pesar de los intentos más o menos nominales, por generalizarla y de la excelente producción académica sobre este particular.
Pero, contra la opinión extendida de que la externalización de servicios (recogida de residuos, transporte urbano o sanidad concertada) equivale a la privatización, hay que decir que la Administración es siempre el "dueño del proyecto" y determina si el concesionario debe seguir o no con la provisión del servicio en el caso de que las encuestas de satisfacción del usuario no den las señales adecuadas. La lógica de gestión que impera en los servicios concesionados, por otra parte, hace que estos se presten más eficientemente pues el concesionario debe encontrar rentabilidad en presupuestos concesionales más reducidos que los existentes para la producción directa del servicio con personal propio de la Administración. En definitiva, los servicios colectivos concesionados siguen siendo públicos y tienen un gran potencial para ser más baratos a la Administración y más satisfactorios para el beneficiario. Este potencial, sin embargo, no es evidente ni puede realizarse en cualesquiera condiciones, como demuestra la acumulación de los pagos anuales de muchos PPP (partenariados público-privados) realizados en el pasado en las mesas de las Consejerías y Concejalías de Hacienda, en muchas ocasiones más onerosos que los propios desembolsos puntuales de las licitaciones convencionales.
La anterior no es sino una lógica posible para abordar la transición que las AAPP deberán realizar en los próximos años para mantener sus actividades básicas sin lastrar la competitividad de la economía. A ella se suman otras lógicas, que tienen que ver con la dosis justa de servicios públicos para preservar la cohesión social y la igualdad de oportunidades, pero no más. O con el compromiso de los beneficiarios de los servicios públicos en su uso responsable, por ejemplo, mediante participación en el coste de los mismos pagando una parte de dicho coste.
Las AAPP no tienen más remedio que reformular su modelo de prestación de servicios a los ciudadanos. Es evidente que el ajuste de capacidad en el sector público no debe afectar a las funciones asignativas (producción de bienes públicos) propias de dichos agentes, ni a las funciones redistributivas, claro. Pero las dosis en las que las AAPP acometen dichas funciones sí pueden, y deben, verse recalculadas. Con todo, convendría distinguir muy nítidamente entre el óptimo (o quantum) de provisión de servicios públicos y el modo de provisión, es decir, a qué agente o agentes confiamos la producción de dichos servicios. También es relevante si en dicho proceso debe intervenir el destinatario final del servicio tanto en la evaluación de la calidad del mismo como en su financiación mediante una tasa, aunque esta sea muy minoritaria respecto al coste total del servicio. Esta es una gran cuestión, que se resolverá en breve, creemos que por la afirmativa, a cambio de asegurar la continuidad en la prestación de muchos servicios públicos y mejorar la calidad de los mismos.
Todos los ámbitos de la actuación asignativa del sector público son susceptibles de acogerse a este enfoque, aunque es previsible la emergencia de resistencias desde muy diversos sectores más o menos vinculados a cada tipo de servicio. Muchas de estas resistencias surgirán como expresión de una legítima defensa de "lo público" basada en la concepción dominante en las socialdemocracias del siglo pasado; y esta dialéctica tiene un cierto recorrido hasta que se llegue a un nuevo paradigma consensuado por la mayoría. Muchas otras resistencias, sin embargo, serán una mera defensa del statu quo, es decir, sea el de las propias unidades administrativas, el de los concesionarios o el de los representantes de los trabajadores públicos o de los ciudadanos destinatarios de los servicios públicos.
Habrá que ver la manera de abordar todos estos procesos de diálogo en paralelo, sin quebrar expectativas ni socavar las bases financieras de un conjunto de servicios que han cohesionado a la sociedad, con la pesante realidad de que los recursos públicos no dan de sí para financiar una cartera de servicios muy amplia con unos estándares de calidad y contenido tecnológico cada vez mayor, pero que tienen un amplio margen para la eficiencia en su producción y para la implicación del beneficiario en un uso responsable de los mismos. Estamos seguros de que en este proceso, conducido con realismo y generosidad de todas las partes, se fraguarán unas nuevas AAPP que contribuyan decisivamente a la competitividad duradera que necesita nuestra economía y a la cohesión responsable que necesita nuestra sociedad.
César Cantalapiedra y José A. Herce, socios de Analistas Financieros Internacionales, AFI.