Las alforjas de Miguel Strogoff

Las alforjas de Miguel Strogoff han llegado al Museo del Prado repletas de variadas maravillas: piedras preciosas, piezas de oro, orfebrería y joyas de la Casa Fabergé, mobiliario, pinturas únicas y esculturas insuperables. Como si de un nuevo Miguel Strogoff se tratara, los tesoros del Hermitage se han asentado entre nosotros huyendo del frío ruso. Ya lo señalaba Strogoff: «El invierno es el amigo del ruso / Sí, ¡pero hay que tener un temperamento a toda prueba para resistir esa amistad!». Aunque las circunstancias del traslado de tan preciados enseres son distintas a la épica aventura del mentado oficial: Rusia no teme ninguna invasión tártara de Siberia; el malvado Iván Ogareff no pasa de ser un personaje de ficción, como sus compañeros de conspiración —el emir de Bujara y otros khanes del Turquestán—; no hay que llegar a Irkutsk, la capital de la Siberia oriental, para avisar al hermano del Zar, el Gran Duque; no se han cortado los cables telegráficos de los Urales; no han tenido que recorrerse de incógnito 5.200 verstas; ni nadie ha sido privado temporalmente de la vista por un hierro incandescente.

Sea como fuere, el Prado acoge una parte de la ingente colección del Hermitage, un conjunto de edificios a la orilla del río Neva, iniciados bajo Pedro I el Grande siguiendo los gustos de París y Amsterdam, y posteriormente enriquecida por Catalina II la Grande —a quien se deben el Pequeño y el Viejo Hermitage—, mientras su nieto, Nicolás I, añadía al vasto complejo el Nuevo Hermitage. ¡La Gran pinacoteca de todas las Rusias, el Hermitage —deleitémonos con las ilustrativas vistas de la ciudad del acuarelista y grabador sueco Benjamin Patersson— ha recalado en el edificio de Juan de Villanueva!

¡Pero abramos ya las alforjas y disfrutemos de sus contenidos! Empecemos por sus piezas arqueológicas y de guerra, entre las que sobresalen la Colección Siberiana de Pedro I el Grande, integrada por el oro de los antiguos nómadas de Eurasia, fundamentalmente los escitas —la Biblia cuenta sus luchas con los demás pueblos del Antiguo Oriente y Heródoto relata sus correrías hasta tierras de Egipto, obligando al faraón a pagar cuantiosos tributos para evitar la invasión del país del Nilo— y los sármatas, que terminaron por dominar un amplio territorio —desde el Don al Danubio—. Entre ellas sobresale un depurado Broche de cinturón con figuras bajo un árbol, metáfora sagrada sobre la vida y la muerte, dos finísimos Broches de cinturón con ataque de un monstruo a un caballo, y otro de La lucha de un tigre y un animal fantástico, y, especialmente, un espectacular Peine, de 19 puntas rematadas por un conjunto escultórico de tres guerreros en una escena de batalla, hallado en la cámara funeraria del kurgán de Soloja, de principios del siglo IV a. C., probablemente de la tumba del rey Octamasades. Y no quiero olvidar una increíble Phalera de oro con representaciones antropomórficas que engalanaba los arreos de los caballos. Aunque no quedan aquí los trabajos en oro. Gocemos del Oro de los Griegos, con piezas de la antigua toréutica griega y helena de los túmulos de Kul-Oba y Artiujov, como el Torque con jinetes escitas, un trabajadísimo Phiale real y un fantástico Colgante con la Cabeza de Atenea Partenos. A los que hay que sumar una lista de tesoros de Oriente: arquetas, cajas, jarrones, sables, gorros, airones, bandejas… Hay que detenerse en dos Horquillas, una con Paisaje, y otra con el Ave Fénix en vuelo, y en la mejor orfebrería europea, como la Arqueta de Eduvigis Jagellon, la Pinjante con un carabelade esmeraldas colombinas, las Tabaqueras de Isabel I de Rusia y de Federico II de Prusia y el Ramo de acianos con espigas de avena en un jarrónde Fabergé, junto a una pléyade de piedras talladas y jarrones de jaspe, malaquita, rodonita y pórfido.

Las alforjas vienen también con las mejores expresiones del Arte occidental: un emotivo dibujo de La Virgen con el niño de Alberto Durero; la colorista pintura del Descanso en la Huida a Egipto con Santa Justina del veneciano Lorenzo Lotto; La Lamentación sobre el Cristo muerto de Veronés, más contenido que nunca; y, sobre todo, el manchado San Sebastián de Ticiano Vecellio. Si bien será el lírico y armonioso Tañedor de laúd de Caravaggio, con su concentrado músico, su arcaico laúd, sus partituras, flores y frutas, una de las obras que más llame la atención. Y claro, no podían faltar el San Pedro y San Pablo de El Greco, ejecutado al estilo del Entierro del Conde de Orgaz, y representantes de la tolerancia del humanismo cristiano —el áspero San Pablo y el apacible San Pedro—, ni el caravaggista El almuerzo del primer Velázquez, que nos retrotrae a otros trabajos (Los tres músicos, La vieja friendo huevos y El aguador de Sevilla). También nos acompaña un impresionante San Sebastián curado por las santas mujeres de José de Ribera, donde un Spagnoletto dominador del claroscuro exhibe la bellísima cabeza de Santa Irene y el blanquecino cuerpo del santo yaciente. Y más, mucho más: el temprano Paisaje con un carro de piedra de Rubens, el dibujo de Pieter Brueghel el Joven del elegantísimo Van Dyck, los rembrandts —el Hermitage posee una colección única del holandés— con el expresivo y espontáneo Retrato de un estudioso y la dramática y psicológica Caída de Hamán, sin olvidar el natural Retrato de hombre de Frans Hals. A los que se añade la serenidad de la escultorizada Visita a la abuelade Louis Le Nain —una metáfora sobre las edades del hombre—, representadas por la anciana y los jóvenes músicos, un Moisés con las Tablas (rectangulares) de la Ley de Philippe de Champaigne —artífice de los celebérrimos retratos del cardenal Richelieu—, el acogedor clasicismo del Descanso en la Huida a Egipto de Nicolas Poussin y el delicado Estudio para cabeza de mujer de Antoine Watteau. Y entre las pinturas en relieve, esto es, las esculturas, las impolutas obras de Canova, Cabeza del genio de la muerte y La Magdalena penitente, la terracota del Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, el contorneado dibujo de Una joven de Ingres y el simbólico Amanecer en las montañasdel romántico Caspar David Friedrich.

Asimismo hay sitio para la rabiosa modernidad, sobre todo tras la incorporación de las colecciones nacionalizadas de Morozov y Schukin: un colorista Estanque en Montgeron de Monet, el recurrente motivo de una Niña con una fusta de Renoir, un exótico Te avae no María de Gauguin, un tenso Paisaje azul de Cézanne, el torpe pero encantador Ataque de un tigre a un toro en la selva tropical del Aduanero Rousseau, y, claro que sí, La bebedora de absenta de Picasso, así como su vigorosa Mujer sentada y su literaria Mesita en un café. Y junto a Picasso, Matisse, con su simbolista y primitivo Juego de bolas y la azulada escena giottesca de la Conversación, al que acompañan la fauvista Mujer con sombrero negro de Van Dongen y la acartonada factura de Muchacha vestida de negro de Derain. La Exposición finaliza con un chiriquiano Bodegón de Morandi, las rojizas y amarillas Prosas del Transiberiano de Sonia Delaunay, la intuitiva Composición VI de Kandinsky, que abre las puertas al arte abstracto, y el monogramático y suprematista Cuadrado negro de Malevich.

Me dicen que en la Gran Rusia esperan nuevamente las alforjas del Rey de España. ¿Quién será el escogido para tamaña empresa? ¿El Caballero de Olmedo? ¿Don Quijote de la Mancha? ¿Ambrosio Spínola Doria? ¿El Gran Duque de Alba? ¡Entonces llegarán por segunda vez a las orillas del Neva las alforjas del Prado con sus ticianos, grecos, velázquez y goyas!

Por Pedro González-Trevijano, rector de la Universidad Rey Juan Carlos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *