Las ambiciones de China

Todas las libertades de Hong Kong están desapareciendo, pero Occidente no sabe cómo reaccionar ante esta anexión de hecho de Pekín. ¿No será Hong Kong un asunto interno de China que no nos concierne? Esta pasividad me parece un error, porque la anexión de Hong Kong revela la estrategia a largo plazo del régimen de Pekín. Recordemos que el tratado firmado con Gran Bretaña en 1984 preveía una «restitución» de Hong Kong, a condición de que la excolonia gozara de independencia legal, democracia y capitalismo hasta 2045. Los británicos suponían que para entonces China ya no sería comunista. Doble error.

En primer lugar, el Gobierno de Pekín no siente un gran respeto por los tratados internacionales, lo que puede explicarse por la colonización de China en el siglo XIX. Las incursiones militares occidentales terminaron, después de cada victoria, en un tratado con el Emperador, que no tuvo más remedio que ceder: tratados que los chinos consideraban «desiguales». Desde entonces, cualquier tratado entre China y Occidente está teñido de esta sospecha de desigualdad, y el que «devolvió» Hong Kong a China es visto como una venganza histórica más que como un compromiso legal.

Las recientes detenciones de miembros electos del Parlamento de Hong Kong, el régimen policial impuesto en el territorio, el control de los medios de comunicación o el encarcelamiento de líderes estudiantiles alinea a Hong Kong con el régimen comunista y constituyen una violación del tratado con los británicos, pero el Gobierno de Pekín no ha considerado necesario en ningún momento justificar esta indiferencia hacia el derecho internacional. Por lo tanto, debemos entender que lo que está sucediendo en Hong Kong es un anticipo de lo que sucederá en otros lugares. Desde el punto de vista de Pekín, el orden internacional actual no es más que un reflejo del pasado colonial. Pekín quiere remodelar este mundo, empezando por Hong Kong, los archipiélagos costeros del mar de China, Taiwán y, en última instancia, todo el océano Pacífico. Entonces China sería igual a Estados Unidos.

Por tanto, los occidentales cometen un primer error al ignorar que la anexión de Hong Kong no es un hecho aislado, sino el testimonio de una estrategia global. Este primer error puede explicarse por un segundo error cultural, la ignorancia de lo que significa «chino». La palabra designa tanto una civilización como un país. Sin embargo, ambos no coinciden. La civilización china se remonta a hace unos 2.000 años (5.000 según la versión oficial) con las características esenciales de una religión confucionista y una escritura común. Estoy simplificando, porque el confucionismo se entrelaza con el taoísmo, el budismo, y a veces el islam y el cristianismo.

En la práctica, los chinos combinan todos estos cultos y creencias en una síntesis que podemos llamar la religión china. Asimismo, la escritura común no es homogénea, ya que el régimen comunista reemplazó los ideogramas tradicionales por una escritura simplificada. A pesar de ello, desde hace 2.000 años, los chinos pueden comunicarse entre sí por escrito, pero no oralmente; China tiene cientos de dialectos y lo que se llama chino o mandarín es solo el idioma de China del Norte. Durante dos mil años, los emperadores y luego el Partido Comunista han intentado, con distinto éxito, reunir a todos los chinos cultos bajo una sola autoridad política. El régimen comunista llegó lo más lejos posible al imponer un idioma nacional, el mandarín de los burócratas. Todas las demás lenguas y culturas periféricas, incluidas las de los tibetanos, uigures y mongoles, han quedado reducidas a folclore.

Para reforzar este mito de la unidad política de China, los dirigentes comunistas impusieron otra idea falsa, la de la homogeneidad de la «raza» china -los han-. Este concepto, sin base científica, es una coartada que justificaría en jerga etnocientífica la unidad de China y su dominio sobre las minorías -no han-, como los tibetanos o los mongoles. Esta unidad ficticia de China se ve socavada aún más por los chinos de ultramar, que han emigrado a Occidente, y por otra China como Taiwán, Hong Kong, Singapur y parte de Malasia. Esta alteridad de Hong Kong es una razón esencial del deseo de anexión de Pekín.

Los hongkoneses son chinos, pero no sienten lealtad hacia Pekín; no hablan mandarín, sino cantonés. Para comprender este sentimiento de independencia de los hongkoneses, hay que tener en cuenta que son emigrantes: ellos o sus padres dejaron la China política para construir en otro lugar una sociedad nueva, más libre y más próspera. Un hongkonés está socialmente más cerca de un residente de Chinatown, en Nueva York, o de un taiwanés que de un chino de Pekín o Shanghái. Esta diferencia de los hongkoneses los hace insoportables para el régimen totalitario de Pekín.

De este modo podemos medir hasta qué punto la anexión de Hong Kong va más allá del caso de Hong Kong. ¿Deberíamos aceptar las tesis de Pekín, la ilegitimidad del Derecho Internacional y la necesaria unidad entre la China política y la China cultural? Si es así, Occidente ha tenido un mal comienzo, y el pueblo chino, tanto interior como exterior, ha sido sacrificado. Si rechazamos este invento de una única China, Occidente debería demostrar que no se deja engañar y que hay muchos chinos que la repudian.

Guy Sorman

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