Las antenas del destino

Era el título de uno de los libros de Violeta Quevedo, seudónimo que ocultaba a dos hermanas escribidoras, ingenuas, en cierto modo ajenas a este mundo, pero buenas observadoras de la realidad chilena de los años cincuenta y sesenta. Me parece recordarlas, delgadas, huesudas, de boinas y calcetines de lana gruesa, llenando modestas papeletas de depósito en las oficinas de un banco del centro de Santiago. "Violeta por lo humilde, declaró una de ellas a la prensa de la época, Quevedo por lo que veo...". Recordé a las hermanas inefables después de leer Cuba Libre, la recopilación de los últimos tres años de la cubana Yoani Sánchez, quien, desde luego, no tiene nada de ingenua, y quizás tampoco sea humilde, pero es una formidable, aguda observadora de la Cuba de estos días. Yoani Sánchez, que empieza a ser conocida en el mundo como la bloguera cubana, nació en La Habana hace 35 años, hija de un empleado de los ferrocarriles, que eran entonces de propiedad soviética. No hay nada más literario que los trenes. Se podría escribir un ensayo interesante sobre los trenes en la literatura del siglo XIX y en la del siglo pasado, sin olvidar al padre ferrocarrilero de Neruda y la historia del tren lastrero.

Pero Yoani Sánchez, tan escritora como nadie, no escribe, como el autor de Macchu Picchu, con excesos retóricos, letanías gongorinas, torrentes verbales. Su experiencia de la Cuba contemporánea, precisamente, la lleva a refugiarse en la miniatura, en la viñeta, en el humor leve, soterrado, en las anécdotas cotidianas, de barrio, desprovistas de todo énfasis, pero siempre sugerentes, instructivas, reveladoras.

En su país, el verbo torrencial es el verbo oficial, la manipulación abusiva del lenguaje practicada desde el poder durante décadas interminables, con monotonía abrumadora. Algunos, incluso en Chile, siguen creyendo en la fórmula, en su magia gastada, ramplona, y la respuesta de Yoani Sánchez no puede ser más convincente: una escritura concisa, que recoge la sabiduría de la calle, las voces discretas, los gestos expresivos, una poderosa contracorriente soterrada. Uno de sus blog, por ejemplo, se refiere a las viejas recetas del pan, a la "milenaria combinación", como dice ella, "de harina, agua, levadura y fuego". El socialismo real, que empezó a extenderse por el planeta a partir de 1917, terminó por convertirse en experto de los milagros al revés, de la desmultiplicación de los panes, los peces, los vinos. La bloguera, en pocas palabras, nos habla de los panes de su infancia, desaparecidos, transformados en sustancia de fábula, con cuya masa se podían formar muñequitos y hacer bolitas. En nombre de la teoría revolucionaria, se terminaron los panaderos privados, de barrio, que tenían su especialidad particular, su toque personal, y se produjo la más completa insipidez funcionarial y estatista: un pan blancuzco, que no pesa, que hace daño a las encías y se deshace en una arenilla que mancha la ropa. Parece una exageración, pero es otra cosa: una verdad menuda y reveladora, que nadie se atreve a decir, con la excepción de Yoani Sánchez.

La bloguera tiene la mirada del miniaturista, del escritor comprometido con las cosas pequeñas, que no rehúye su compromiso y que al proceder en esta forma fabrica, como quien no quiere la cosa, pequeñas bombas de tiempo.

Sería extraño que dictadores palabreros, vociferantes, borrachos de retórica, pudieran ser amagados, quizá destruidos, por una palabra menor, deliberadamente modesta, pero sería también una lección de notable higiene mental, un fenómeno que podría volvernos optimistas con respecto a los procesos lentos de la historia. Porque la lectura de los textos de la bloguera, entre otras cosas, nos comunica un aire de verdad y nos hace comprender una frase que parece haberse gastado con el uso: que sólo la verdad nos hará libres.

Supongo que podríamos analizar los textos de Yoani Sánchez utilizando el sistema que descubrieron los teóricos franceses y que bautizaron como "deconstrucción", pero soy hombre que puede llegar a divertirse con las teorías, pero que se resiste, por temperamento, por lo que sea, a tomarlas en serio.

En una de sus viñetas, que casi nunca tienen el menor desperdicio, la autora cita una frase de Julio Antonio Mella, fundador del Partido Comunista de Cuba en 1925. "Todo tiempo futuro tiene que ser mejor", anunció Mella, en un arrebato de optimismo revolucionario, y la bloguera se hace preguntas inevitables, inevitablemente corrosivas, que ya me tocó escuchar muchas veces en Cuba antes de que ella hubiera nacido, en los remotos finales del año 1970 y comienzos de 1971. Porque la calle donde nació ella y donde alguna vez hubo asfalto es ahora "una accidentada superficie de baches, polvo y piedras", y en los garfios oxidados de la carnicería de la esquina ya no cuelga un pedazo de carne "hace mucho tiempo".

Aquí me atrevo a esbozar no sé si una teoría, pero por lo menos un punto de vista que se amplía con la experiencia reiterada. Hay escritores y filósofos del pasado, incluso de la antigüedad clásica, que desarrollaron una visión del presente, del instante, de la belleza de la vida en su plenitud inevitablemente pasajera. ¿Fueron reaccionarios, indiferentes, egoístas?

El siglo XIX, en cambio, fue una época de constructores de grandes sistemas de anticipación. Carlos Marx es el más conocido e influyente, pero hubo muchos otros. Y el desmentido de la teoría, la gran contraprueba, vino con la implantación de los socialismos reales.

El embajador de la antigua Yugoslavia en La Habana, a fines del año 1970, me decía que ellos (los dirigentes cubanos) no sabían que no existe ninguna filosofía que dure más de 100 años. Julio Antonio Mella, mucho antes del castrismo, tampoco lo sabía. Yoani Sánchez, por su parte, sin necesidad de filosofías, lo sabe por la piel, por la experiencia diaria, quizá por su sensibilidad femenina, por la necesidad de encontrar alimentos sanos para su hijo, necesidad que se le plantea al despertar todas las mañanas.

El libro me lleva a una conclusión interesante: el paso cansino, pesado, ahora militarizado, de la Revolución castrista, se queda cada vez más atrás en el camino de la tecnología. Una de las viñetas más logradas tiene un título que resulta algo enigmático para la gente de mi tiempo: Parabólicas. Parece que en La Habana de hoy, a nivel de familias, existe un apasionado interés por hacerse con antenas clandestinas que puedan conectar con la televisión de México o de Miami. En vez de los programas oficiales, grises, llenos de interminables discursos políticos, hay películas norteamericanas y de todos lados, espectáculos de baile y de música popular, teleseries.

Leo estas líneas y me reconcilio con las teleseries, culebrones, rockeros de toda especie. Viva la farándula, me digo, y me sonrío. Las familias pagan hasta un salario completo mensual para que los técnicos del mercado informal instalen estas misteriosas parabólicas en lugares ocultos de los techos, de las cañerías subterráneas, bajo amenaza de serias multas y confiscaciones. Es la historia cotidiana, menuda, la intrahistoria, que se burla de las teorías políticas, una vez más. Y la palabra precisa de la bloguera lo pone en la más perfecta evidencia. Da en el centro mismo del blanco.

Jorge Edwards, escritor chileno, premio Cervantes en 1999.