Las ausencias de la dignidad

Ante el atentado terrorista que ha costado la vida a Eduardo Puelles se ha demostrado una firmeza y unión entre la clase política que, ciertamente, había brillado por su ausencia en tiempos pasados. Los discursos de agentes sociales, empresariales, sindicales y de organizaciones de toda índole han sido contundentes. De forma especial debemos recordar el discurso del lehendakari, Patxi López: «(...) ellos nos enseñan el camino del dolor, pero nosotros les enseñaremos el camino de la cárcel». Todos parecen coincidir en su diagnóstico, los demócratas estamos unidos, a pesar de que la organización asesina pueda infligirnos aún dolor, y su fin está cerca.

No seré yo quien niegue esta evidencia, pero, aun a riesgo de resultar un 'aguafiestas', creo conveniente, desde un simple análisis social, hacer referencia a un importante aspecto de la cuestión que se olvida: ETA existe después de décadas de sangre y horror porque una parte significativa de la sociedad vasca no reprueba con contundencia su actividad totalitaria.

Tengo más de cincuenta años y nunca en toda mi vida he visto este país paralizado por una huelga general contra el exterminio político de los disidentes, jamás he vivido una marea humana generalizada en pueblos y ciudades gritando contra los asesinos, en ningún momento he visto que se hayan arbitrado desde ayuntamientos, organizaciones políticas, sindicales o culturales iniciativas de protección y apoyo efectivo para con los amenazados y, al mismo tiempo, de reprobación, hostilidad o aislamiento para con el entorno que apoya la eliminación física del opositor. Quienes han dado la cara, y en determinados lugares de Euskadi materialmente se la han partido, han sido un reducido grupo de hombres y mujeres asociados en torno a lo que genéricamente conocemos como 'grupos pacifistas', entre los que debo destacar a mis compañeros de Gesto por la Paz.

Seamos sinceros, a pesar de que esto no sea 'políticamente correcto', la gran mayoría de esta sociedad tan sólo se movilizó de forma abrumadora tras el infame asesinato de Miguel Ángel Blanco y esta marea cívica fue atacada, difamada, hostigada y desactivada, alguien sabrá por qué, para dar paso de nuevo al silencio y al miedo.

En las concentraciones habidas en los pueblos y ciudades de Euskadi no estaban todos, había notables ausencias. A pesar de que la manifestación de la tarde del sábado en Bilbao concitó a un número importante de personas, fueron más quienes vibraron con la final de la Copa de Rey y quienes recibieron al Athletic. Entre los concentrados frente a la indignidad cometida en nuestro nombre, en nombre de todo un pueblo, había huecos, había ausencias. Arrigorriaga es un pueblo de más de doce mil habitantes. ¿Cuántos se encontraban en la concentración frente al Ayuntamiento? Tan sólo unos centenares.

Esta misma imagen, no seamos ingenuos, se ha repetido en Vitoria-Gasteiz, Bilbao y Donostia. No menciono las concentraciones realizadas en Arrasate o en otras localidades donde manifestarse públicamente supone firmar una sentencia de exclusión social perpetua. ¿Cuántas personas jóvenes se han visto en los telediarios o en las imágenes de prensa? ¿Cuántos de ellos reirán y se divertirán saltando las hogueras de San Juan para celebrar el solsticio de verano, rodeados de pancartas de exaltación a los homicidas y a su fe independentista, sin recordar que Eduardo Puelles ha muerto quemado por ese fuego purificador que los inquisidores vascos le tenían destinado?

Repito que no deseo arrojar un jarro de agua fría sobre el optimismo que debe marcar el quehacer de nuestros dirigentes, pero la crítica es la mejor ayuda con la que contamos para vislumbrar los peligros que acechan en la ardua tarea de deslegitimación de la violencia. Y en ella no estamos todos, falta esa marea humana que, como recordaba Mahatma Gandhi, es esencial para mover el corazón de los totalitarios. Falta, aunque me duela decirlo, y a pesar de los evidentes avances conseguidos, la gran mayoría del pueblo vasco.

Deseo que el análisis político quede relegado a un segundo plano, en este momento querría dar un abrazo a la esposa y a los hijos del señor Puelles. No puedo hacerlo de forma directa pero me permito hacerlo a través de una poesía escrita por un buen amigo hace más de diez años. En ella Carlos, que así se llama el autor, deseaba gritar contra la sinrazón y contra aquéllos capaces de inocular el virus del odio en niños y jóvenes vascos que, llegado el día, apretarán el gatillo contra un semejante.

Sirvan estas líneas para ofrecer mi reconocimiento y mi afecto a una familia rota por el dolor.

«Te han arrancado la vida... / Te han arrancado la vida en nombre de una mentira, / que vale más esta tierra que tus pasos y tus risas.
Yo no creo en la verdad que se impone por la fuerza, / ni quiero esa libertad que sin nacer ya está muerta. / Te han arrancado la vida los dientes de una serpiente, / sueña que puede volar mientras va arrastrando el vientre.
Pues si pudiera volar descubriría el engaño, / desde el cielo no hay naciones, hay montes, mares y campos.
Te han arrancado la vida en nombre de una bandera, / quiero proclamar al viento mi odio por las fronteras y por todas las barreras que dividen a los hombres, / y por las manos que siembran lágrimas, dolor y sangre.
Te han arrancado la vida y nos la han robado a todos, / sólo quiero que los tuyos sientan que no estarán solos.
Qué no estarán solos...
Hasta el día en que la paz amanezca en nuestras calles».

Jesús Prieto Mendaza, antropólogo y profesor.