Las autoridades niegan la evidencia

¿Es posible que Mario Draghi sea la única autoridad de la eurozona consciente de que todavía no hemos superado del todo la crisis? Dado que muchos le consideran el principal salvador del euro, parece un poco extraño, como mínimo.

Recordemos que, casi por arte de magia, Mario Draghi logró apartar a la unión monetaria del inmenso abismo del miedo a la ruptura en el verano de 2012, y lo hizo solo con unas palabras: la promesa de “hacer lo que haga falta” para mantener el euro unido. Como, desde entonces, los mercados han permanecido tranquilos, los órganos políticos europeos han caído en la autocomplacencia. Sobre todo, desde que se dio a conocer la primera cifra no negativa del crecimiento trimestral del PIB en la primavera del año pasado, que desató una ola de satisfacción, palmaditas en la espalda y felicitaciones, así como proclamaciones de que la guerra contra la crisis del euro estaba vencida y que las políticas sensatas empezaban, por fin, a dar fruto. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, participó en el coro al predecir que 2014 traería mejoras definitivas a la eurozona. Es interesante que, mientras el engaño y la ceguera parecen absorber por completo a otros responsables del euro, el presidente del BCE es el único que ve con claridad la verdadera situación y las perspectivas de la unión monetaria. Me atrevo a aventurar que la ve porque es perfectamente consciente de que sus poderes monetarios, en realidad, están muy limitados.

Tal vez haya llegado el momento de detenerse a pensar dónde se encuentra la eurozona en el camino hacia la solución de su crisis interna. ¿Es cierto que la economía está arreglándose? ¿El régimen político del euro tiene ya unos cimientos sólidos y sostenibles?

Si empezamos por comprobar la salud de la economía, sin duda es positivo que la eurozona haya dejado de contraerse. La recuperación inicial del grave desplome de 2008-2009 se interrumpió cuando la demanda interna volvió a retroceder a mediados de 2011, un declive que continuó durante dos años. Todavía sigue estando, en términos reales, un 5% por debajo de su nivel máximo alcanzado antes de la crisis, y no ha recuperado apenas terreno en términos nominales. El crecimiento en el resto del mundo ha impedido que las cosas fueran a peor, dado que la balanza exterior de la eurozona ha pasado del déficit a un superávit considerable. Mientras tanto, el empleo, con la pérdida de 5,5 millones de puestos de trabajo desde 2008, sigue cayendo y el paro no consigue bajar del 12,1%. Por supuesto, las cifras totales ocultan enormes diferencias entre unos países y otros, porque Alemania, de hecho, tiene unas cifras de empleo sin precedentes, mientras que países como España y Grecia sufren tasas de paro superiores al 25%. No hay perspectivas de que la situación del mercado laboral vaya a experimentar mejoras sustanciales a corto plazo. Mientras el sector privado siga tendiendo al desapalancamiento y los Gobiernos mantengan sus políticas de austeridad, será necesario que el salvavidas continúe siendo el crecimiento mundial, con el consiguiente aumento de las exportaciones netas, para poder atisbar una mínima mejora del estancamiento.

Durante todo este tiempo, el endeudamiento público ha seguido aumentando, a pesar —¿o a causa?— de las políticas de austeridad en toda la eurozona. La situación es peor en los países que han hecho los intentos más ambiciosos de restablecer la competitividad frente a Alemania mediante el recurso a la deflación. Dado que ni siquiera los salarios alemanes están casi creciendo en términos reales, ese proceso de deuda y deflación va a continuar en sus socios del euro. No es de extrañar que en muchos Estados miembros la situación de los Gobiernos sea inestable. En última instancia, podríamos preguntarnos, ¿qué argumento puede convencer a los países de permanecer en el euro, si la moneda única ha pasado a simbolizar el empobrecimiento en vez de la prosperidad?

Si la economía parece todavía frágil y los Gobiernos nacionales se tambalean, quizá el régimen político del euro esté ahora en mejor situación para ayudar a la unión monetaria a soportar nuevas oleadas de pánico en los mercados. Pero, por desgracia, no es así. El error de diagnosticar que el derroche público era el principal culpable de la crisis del euro hizo que la reforma del régimen se centrara en endurecer la disciplina fiscal. Y ahora los Gobiernos van a estar eternamente persiguiendo el equilibrio presupuestario. Como consecuencia, la eurozona está renunciando a su futuro al ahogar las inversiones públicas y privadas y echar a perder su capital humano. Se proclamó el nacimiento de una unión bancaria, pero la verdad es que lo único común es la supervisión, y todo lo que podría costar dinero sigue siendo nacional. Así que el famoso “bucle maldito” de los bancos soberanos sigue vivo, aunque de momento no colee mucho. Las autoridades tendrán que poner buena cara ante las pruebas de estrés y de calidad del BCE. Asustadas por las inmensas deudas heredadas en los países en crisis y en vista de las transferencias fiscales que se avecinaban, se olvidaron del mecanismo de protección de la llamada unión bancaria y de la unión fiscal que debía complementar la unión monetaria. Por consiguiente, la frágil economía de la eurozona sigue apoyada en un régimen político lleno de fallos, mientras los Gobiernos nacionales observan, impotentes.

No es ningún secreto que Alemania es la única que manda en Eurolandia. Pero Alemania también está absorta en un estado de engaño y ceguera sobre la crisis de la eurozona. Considera que el sufrimiento en los países en crisis es lamentable pero inevitable, resultado de sus propios errores y derroches pasados. Los votantes alemanes, tranquilos y confiados, reeligieron a la canciller Angela Merkel como guardiana de su estabilidad, que en teoría ahora está extendiéndose a toda la eurozona. El ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, ha acusado a los críticos que no ven lo bien que están funcionando sus recetas políticas de vivir en un “universo paralelo”. Igual que no había nada malo en que Alemania tuviera perpetuos superávits de cuenta corriente dentro de la unión monetaria —aunque pudieran estar arruinando a sus socios—, no hay nada malo en que ahora la eurozona intente reproducir el modelo alemán en el mundo, por más que se quejen los derrochadores norteamericanos. Las cosas van estupendamente en el universo paralelo del señor Schäuble, puesto que, en él, el hecho de que la austeridad fiscal interna constante se compense con perpetuos superávits comerciales es una prueba de competitividad y la base de la estabilidad y la prosperidad.

Ahora bien, todo esto deja a Draghi en una situación difícil. Si el BCE mantiene una actitud pasiva, incluso ante unas presiones deflacionarias cada vez mayores, estará aceptando la postura alemana sobre las exportaciones. Si intenta desempeñar un papel más activo, más allá de las palabras, toparía de inmediato con la resistencia alemana. Y no solo en el próximo fallo del tribunal constitucional alemán sobre las transacciones monetarias directas. Está también la perspectiva de que cualquier medida importante sobre liquidez que tome el BCE en favor de algún miembro desencadene la hiperinflación y las protestas alemanas sobre la unión de transferencias. En resumen, hacer “lo que haga falta” en un régimen lleno de fallos, diseñado para un universo paralelo, puede no ser muy eficaz.

A la hora de la verdad, lo único positivo del nuevo Gobierno de la gran coalición en Alemania es que cuenta con la mayoría parlamentaria necesaria para cambiar la Constitución, si es que alguna vez el país sale de su estado actual de ceguera y se da cuenta, por fin, de que la ruptura del euro le saldría extraordinariamente cara.

Jörg Bibow es catedrático de Economía en el Skidmore College en Nueva York. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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