El año 2012 ha sido el más duro desde 1959. El de mayor desempleo, menor crédito, mayores impuestos y mayor desánimo y descontento del conjunto de la población. Todo ello consecuencia de la falta absoluta de financiación a la economía desde el otoño de 2011 y de las decisiones que el Gobierno de Rajoy se ha visto obligado a tomar para impedir la suspensión de pagos de España. Lo que ha sorprendido a la mayoría de los analistas es que el Gobierno español haya tenido éxito: ha salvado el euro a corto plazo, ha saneado el sector financiero, recortado el gasto del sector público y reformado el mercado de trabajo, al tiempo que se equilibraba el sector exterior.
Desde finales de 2009 hasta el otoño de 2012 los miembros del euro que se habían sobreendeudado provocaron la duda de si podrían pagar sus deudas y, si no lo hacían, cuáles serían las consecuencias para los acreedores de la Eurozona y del resto del mundo. La ruptura del mercado financiero de la Eurozona ha afectado a Grecia, Irlanda, Portugal, España, Italia, Chipre y Eslovenia. El año 2012 es la crónica de cómo España, el país que la inmensa mayoría consideraba que suspendería pagos y que, por su tamaño, podría afectar a todo el mundo, fue capaz de superar esa situación, al tiempo que sentaba las bases de su recuperación.
El Gobierno español ha logrado que el sistema financiero terminara de sanearse en un año. Lo que se consigue a pesar de incontables errores de gestión. Hoy, el sector financiero está inspeccionado, provisionado, concentrado y capitalizado. El Banco Central Europeo contribuye sustancialmente al éxito, suministrando hasta 400.000 millones de euros de liquidez a las entidades financieras, para sustituir a la que huía del riesgo español. La Unión Europea, por su parte, ha prestado, a través del FROB, otros 42.000 millones de euros a tipos de interés subvencionados para completar la recapitalización. Un saneamiento que está logrando vencer el pánico de los inversores extranjeros. En unos meses, el crédito para las empresas y familias solventes debería normalizarse, en cantidad y condiciones. El otro gran problema era el de las administraciones públicas. La crisis, entre 2008 y 2011, provocó una caída de ingresos públicos de 60.000 millones de euros, un aumento de los gastos por desempleo, pensiones, servicios sociales e intereses de otros 60.000 millones en números redondos, mientras el coste de mantenimiento de las tres administraciones —lo que se denomina consumo público— aumentaba. Cuando toma posesión el Gobierno de Rajoy la deuda pública era de 736.000 millones de euros y el déficit público del 9% del PIB, alrededor de 95.000 millones de euros.
El Gobierno de Rajoy se encuentra con la necesidad de recuperar la confianza del exterior no sólo en el sistema financiero sino en el sector público pues, de otra manera, no lograría financiarse y se entraría, también por esta vía, en suspensión de pagos. Nuestros financiadores, representados por el FMI, el BCE y la Comisión Europea, fijaron un déficit público máximo del 6,3% del PIB —66.000 millones de euros—, a pesar de saber que la crisis reduciría los ingresos tributarios y aumentaría los gastos en prestaciones sociales. No había otro remedio que subir todos los impuestos, directos e indirectos, tasas y precios públicos y recortar la mayoría de los gastos. Si, finalmente, en un año con una caída del 1,4% del PIB, el déficit se reduce por debajo del 7%, hasta los 73.000 millones de euros, el Gobierno español habrá ganado, también, esta batalla. Si el Gobierno no hubiera subido todo tipo de impuestos y reducido el gasto, el déficit público podría haber superado el 12% del PIB, más de 126.000 millones de euros. Si eso hubiera ocurrido, España habría suspendido pagos, la Eurozona estaría en situación crítica y nuestra actividad económica se habría reducido de una forma inimaginable.
Esos dos retos eran sólo la primera parte del problema. La otra era hacer las reformas de tal forma que los otros sectores endeudados de nuestra economía, las familias y las empresas, fueran capaces de sobrevivir, en su conjunto, en ese entorno de impuestos más altos y con una reducción aún más severa del crédito bancario. Las familias han visto reducidos sus ingresos y han limitado su consumo, sus inversiones y, en definitiva, su nivel de vida, mientras siguen pagando, como pueden, sus deudas, básicamente hipotecarias, suavizadas por los bajos tipos de interés del euríbor. Muchas de las empresas que han sobrevivido lo han hecho — con la inestimable ayuda de una reforma laboral profunda, pero insuficiente— reduciendo salarios, otros gastos, renunciando a remunerar el capital y a pesar de pagar mayores impuestos, sustituyendo ventas en el interior por exportaciones. Desde 2008 a 2012, las exportaciones de bienes y servicios han pasado del 26% al 32% del PIB, a pesar de la crisis de Europa.
El reflejo del cambio de comportamiento del sector privado, de las reformas del sector financiero y del mejor comportamiento del sector público es el equilibrio en nuestras cuentas con el exterior. En 2011, España incrementó su deuda con el exterior en 38.000 millones de euros para mantener nuestra maltrecha economía. En los cuatro primeros meses de 2012 nos endeudamos en otros 16.000 millones. En los últimos ocho meses del año hemos reducido el endeudamiento. España ha dejado de vivir por encima de sus posibilidades.
La economía española sigue viviendo en 2013 al borde del precipicio. No es posible subir más los impuestos, hay que reducir el consumo público y todavía hay que controlar el gasto en pensiones y otras transferencias sociales y volver a reformar el mercado de trabajo. Pero en los próximos meses el crédito bancario debería normalizarse y la prima de riesgo bajar de los 300 puntos. Cuando ese cambio se produzca, el déficit público podría reducirse, en 2013, al menos, hasta el 5% del PIB. Esta concentración de hechos y decisiones señalará el comienzo de un nuevo ciclo económico, que necesitaría inversiones extranjeras directas, el catalizador último de una recuperación económica equilibrada. Todo ello suponiendo que la situación política no afecte significativamente a ese proceso.
Alberto Recarte, economista.