Las batallas del Partido Popular

Una nación de ciudadanos libres e iguales. Eso es lo que Mariano Rajoy dijo que era España en el discurso de presentación de su candidatura en el Congreso de Valencia. Una expresión que apareció seis veces en la ponencia política y aparentemente nuclear de ese proyecto. Pero esto no justificaría que yo llamara marianistas a quienes firmaron el Manifiesto Libres e Iguales, ni que afirmara que lo que pretendían era reivindicar el discurso de Rajoy. Porque las palabras que expresan ideas políticas tienen contextos, profundidad, historia, intenciones, utilidades que no debo desconocer si las tomo en serio y con respeto, a ellas y a quienes las sostienen, especialmente cuando se las conoce y aprecia.

El nivel del análisis de lo que se suele denominar batalla de las ideas del PP ha alcanzado últimamente un hundimiento abisal. Parece que dar la batalla de las ideas en el PP no consiste en dar la batalla por las ideas que razonablemente se puede decir que son del PP, de su tradición cultural y de sus hábitos políticos, sino por cualquier idea, de cualquier manera y con cualquier propósito. El vacío del partido, real durante años, ha sido oportunidad para un intento de colonización por su derecha y por su izquierda, y en el momento en el que el PP rechaza esa colonización emerge en estéreo la misma acusación: el PP no da la batalla de las ideas. ¿Pero las ideas de quién? Vox afea a los populares que no defiendan el antieuropeísmo o la destrucción del modelo autonómico, por ejemplo, como si hubieran defendido eso alguna vez. Y lo mismo ocurre al otro lado.

El Partido Popular no debe desistir de exponer y defender sus ideas políticas, pendientes de precisar y mejorar, sin duda, pero tampoco puede convertirse en una plataforma de cualquier idea política. Se debe a su ideario; a sus documentos; a sus experiencias; a su historia electoral, especialmente en Cataluña y en el País Vasco (quizás hay que pedir perdón por los 200.000 votos de abril de 2019 –yo no lo haría, porque todo tiene su contexto–, pero seguro que no por los 768.000 del año 2000); a su orden jerárquico, a los planes y objetivos por éste declarados y a las circunstancias en las que ahora hay que trabajar, a lo que a España le está pasando y a lo que necesita del PP.

Se entiende que una izquierda moderada, inteligente y patriota, desamparada por un PSOE entregado a su alianza estratégica con el peor nacionalismo, vuelva sus ojos hacia el PP. Pero el PP no es ni puede ser un nuevo progresismo, y si tiene sentido afearle su desistimiento ideológico cuando se produce (algunos llevamos haciéndolo públicamente al menos desde 2009), no lo tiene afearle que se resista a hacer suyas batallas que no lo son ni por contenido, ni por actitud, ni por propósito. La tutela del indispensable fortalecimiento ideológico del Partido Popular con la que Pablo Casado acaba de reiterar estar comprometido no puede realizarla ninguna variante del progresismo, aunque el PP debe ofrecerse como refugio de un cierto progresismo. Eso no quiere decir que el PP busque ni pretenda su voto ni se disfrace de nada para obtenerlo, quiere decir defender siempre los derechos de esa izquierda, desear que encuentre una representación adecuada y constructiva, mostrarle afecto y cercanía siempre, hablar con ella, escucharla y aprender de ella, comprender su circunstancia, su desamparo y los errores que nacen de él. Pero dejando claro que son respetados y apreciados por un partido de centroderecha que no aspira a ser otra cosa, aunque sí a defender el espacio de todos en un marco común.

Por eso, sin ánimo de exhaustividad, es bueno comenzar a hacer el repertorio de cosas que le cuadran y no le cuadran al PP. Me detengo ahora solo en cuatro: 1.) ¿Debe el PP parecerse a la sociedad española? Probablemente es una frase evitable dado el contexto y los recelos. Para empezar, la sociedad española no quiere ser como es: no quiere tener el paro que tiene, ni la educación que tiene, ni los servicios públicos que tiene. Pero puestos a debatir sobre ella y manteniendo su sentido lato, debatamos: ¿acaso debe el PP no parecerse a la sociedad española? Más aún, ¿debe un partido pretender cambiar la sociedad? ¿En qué sentido? Si es cambiar la sociedad para que se parezca al partido, entramos en zona pantanosa. Probablemente Chávez diría que sí, y sin duda alguna sus pupilos están en ello. Prudencia, pues (actitud que sí le cuadra al PP). Querer que la sociedad cambie para que pueda ser lo que quiere ser y ofrecerle caminos y propuestas atractivas y buenas para que sea mejor no es lo mismo que intentar que una sociedad se parezca a un partido o a quienes hablan en su nombre, y esto es peor que querer que un partido se parezca a la sociedad. Mejor entender que el PP es parte de la sociedad española y debe hablar el mismo lenguaje que la sociedad española; y su relación con el resto de la sociedad ni debe consistir en renunciar a decirle lo que no quiere oír, ni debe consistir en hablarle infatigablemente de lo que no le interesa. Lo que no significa renunciar a que llegue a interesarle lo que no le interesa; pero en esto se tarda décadas y no lo hacen solo los partidos: medios, universidades, literatura, liderazgo de grupo y de largo plazo.

2.) ¿El PP debe combatir las bases morales e intelectuales del nacionalismo? Sin duda, debe hacerlo. Pero debe hacerlo como se hizo cuando se tuvo más éxito: dedicando la mayor parte del tiempo a construir lo español y no a destruir lo nacionalista; a hacer que se cumpla la ley y no a suponer que nunca se cumplirá; a establecer y proteger eficazmente el estatuto jurídico del perdedor y no a hacerlo depender de que se convierta en ganador (esto define la democracia liberal: qué te pueden hacer cuando pierdes, no lo que puedes hacer cuando ganas, un proyecto de libertad más que de poder). Y sabiendo que el comunitarismo identitario enfermizo y xenófobo no se combate con un feroz individualismo elitista, sino con un sano sentido de comunidad nacional y de cuidado mutuo, en el que los libres e iguales pasan a ser españoles con nombre y apellidos, iguales en oportunidades reales en mitad de una crisis brutal. Una comunidad regida por un recuperado principio de subsidiariedad (propio del PP), no por un arbitrismo jacobino (impropio), es decir, construida y gobernada de abajo arriba, atenta al apreciable y defendible localismo que constituye la España real, la historia verdadera de España, que no es sustituible por un frío y desangelado cosmopolitismo.

3.) ¿Le cuadra al PP defender un supuesto derecho a la ofensa? No, le cuadra defender la libertad de expresión. La libertad de expresión puede generar ofensas cruzadas, como el derecho a pasear por la Gran Vía o por las Ramblas puede producir pisotones y encontronazos. Pero elevar el pisotón a derecho no forma parte de la cultura política del PP ni de su idea de lo que la política debe lograr: hacer posible la convivencia, no iluminar verdades pese a todo. Ofender no es un derecho sino un efecto colateral lamentable de la vida en comunidad que la cortesía de un disculpe puede ayudar a sobrellevar.

4.) ¿Debe el PP enfrentarse a la agenda moral del zapaterismo, etcétera? Sin duda, debe hacerlo. Debe situar de nuevo en el centro el concepto de ciudadanía y debe reconducir a este las políticas identitarias: las discriminaciones positivas que se deban hacer, y algunas se deben hacer, incluidas algunas destinadas a lograr la igualdad de oportunidades entre varones y mujeres, han de orientarse siempre a hacer posible la ciudadanía de todos. El derecho que debe importar política y presupuestariamente es el de ser ciudadano, no el de no serlo para permanecer miembro de un colectivo aparte. Ahora bien, como batalla de ideas pendiente en el PP, realmente comprometida y abandonada, ninguna más importante que la de la defensa de la cultura de la vida. De aquí ha nacido todo lo demás, porque quien puede lo más puede lo menos: ideología de género, creación o supresión de derechos, etcétera, vienen después. De nuevo, en lo práctico conviene concentrarse en lo constructivo: familia y maternidad. Salvo las del presidente del PP, no he oído más palabras sobre esto en medio de tanta batalla cultural. La gran cuestión de fondo es si hay naturaleza y obligaciones morales objetivas derivadas de ella, o bien todo es electivo. Que esa elección se haga mediante grupo de presión organizado o en rabiosa soledad amazónica es un debate posterior, y no es el del PP, porque no es coherente con sus bases culturales, morales y antropológicas, que aunque a algunos les parezca mentira, existen.

Miguel Ángel Quintanilla es politólogo y fue director de publicaciones de FAES entre 2012 y 2016.

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