Las beatificaciones, desde la serenidad

Cuenta en sus memorias el columnista y politólogo francés Raymond Aron que en los meses iniciales de nuestra Guerra Civil se encontró en París con el político e intelectual español -por cierto, de origen coruñés- Salvador de Madariaga, ministro de la República y uno de los padres de la unidad europea. Aron le preguntó extrañado a don Salvador que qué hacía en París en aquellos momentos tan trágicos de nuestra Historia y éste le contestó que se encontraba exiliado ante el convencimiento de que, en cualquiera de las dos zonas en que se había dividido España, lo habrían asesinado. Más que una anécdota personal, el drama de Madariaga refleja cruelmente la realidad que llevó a la sinrazón de matar y asesinar en las retaguardias no sólo con la intención de exterminar físicamente al adversario, sino también para erradicar el pensamiento antagónico.

Setenta años después, el tiempo transcurrido aconseja dejar en manos de los historiadores la tarea de fijar responsabilidades y atribuir culpas, de manera que sea la Historia la que permita a los españoles de hoy conocer serenamente su pasado sin más apasionamientos que los que predicaba Manuel Azaña cuando pedía «paz, piedad y perdón», sentimientos contrapuestos a los que en los últimos tiempos impulsan minorías que aparecen como herederas de los dos bandos enfrentados, propalando ideas de rencor, revancha y resentimiento.

Es la Historia la que nos debe permitir situar en un ámbito de reconciliación y perdón la ceremonia que el próximo domingo se celebrará en la ciudad de Roma para elevar a los altares a 498 españoles que fueron asesinados, simplemente por ser consecuentes con su fe, junto a más de 7.000 miembros de la Iglesia española, muertos algunos de ellos incluso en la llamada zona nacional. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, obispos y laicos víctimas de una de las más encarnizadas persecuciones religiosas que contra la Iglesia se llevó a cabo en el siglo XX, un siglo trágico al que el anterior Papa, Juan Pablo II, calificó como el «siglo de los mártires».

Mártires de la fe, mártires de sus convicciones, al igual que otros miles y miles de españoles, hombres y mujeres como ellos, jóvenes y ancianos que, también fieles a sus convicciones ideológicas y consecuentes con sus ideales políticos, fueron en el otro bando tan bárbaramente asesinados como los hijos de la Iglesia.

Desde mis actuales responsabilidades en Roma, me sorprende mucho cómo en España se está distorsionando una ceremonia que nada tiene de política y como, una vez más, volvemos a restregarnos a nuestros muertos recreando las facciones de la guerra, aunque sólo sea en batallas de esquelas. Parece que como pueblo todavía no hemos sido capaces de olvidar y, lo que es peor, tampoco de perdonar.

La beatificación de los mártires es otra ocasión más para la reconciliación y no la debemos perder. No tiene más lecturas e interpretaciones que las de la normalidad con que la Iglesia católica lleva a cabo este tipo de procesos. En efecto, hace bastante años, a instancias de familiares o de testigos, o de compañeros en la profesión religiosa, para reconocer el testimonio y la heroicidad de muchos de los hijos de la Iglesia asesinados en los momentos iniciales de la Guerra Civil, se iniciaron las llamadas causas de beatificación. Después de un larguísimo y complicado proceso, la Iglesia elevará a los altares a 498 mártires que son para los católicos unos más de los continuadores de aquellos primeros cristianos que en Roma regaron con su sangre las arenas del Coliseo.

Si no fuera por la excepcionalidad que concurre en las circunstancias de su muerte, diríamos que los beatos son elevados a los altares después de un proceso normal y también, desgraciadamente por su frecuencia, habitual en la historia de la Iglesia. Algunas de estas causas se iniciaron en 1960 e incluso una de ellas en 1948, cuando nadie ni pensaba ni buscaba utilizaciones partidarias o políticas tanto a favor como en contra. Nada más lejos de la voluntad de la Iglesia universal que la manipulación o la utilización de una sangre que sólo debe servir de ejemplo y testimonio público de compromiso con la fe.

Por eso sorprende mucho la forma en que se reabren intencionadamente debates que ya parecían superados con la intención de atacar a la Iglesia, exigiéndole responsabilidades por sus comportamientos en aquellos años de guerra.

Todos tenemos que pedir perdón, incluida la Iglesia, porque todos cometimos errores, pero parece natural que en unas circunstancias concretas como las que concurren en esta beatificación la generosidad se deba tener con la Iglesia para pedirle perdón por la persecución inusitada que sufrió con la destrucción de templos, conventos, colegios, objetos sagrados y de culto y, sobre todo, porque más de 7.000 miembros de su clero y de las órdenes religiosas fueron víctimas inocentes de la contienda fratricida.

No parece que éste sea el momento apropiado para lanzar diatribas contra la Iglesia católica española por su colaboración con el anterior régimen. Además, la Historia es serena y no hay verdades inamovibles. Al lado de sus graves responsabilidades -sobre todo en la etapa más cruel que, en mi opinión, fue la de la posguerra-, la Iglesia española tiene también páginas de piedad y de perdón que deberían servir a la jerarquía de hoy para llevar a cabo un proceso de reflexión generoso y sereno que le permita pedir perdón por los errores cometidos, acorde con el espíritu y el papel positivo con el que participó en todo el proceso de la Transición democrática.

Y lo digo porque, en estos últimos meses, en los archivos vaticanos se han abierto al examen público los documentos relativos al pontificado de Pío XI que revisten una gran importancia para comprender mejor los años de la República y de la Guerra Civil. Podemos así conocer la renuencia que durante los primeros años de la guerra tuvo el Vaticano para reconocer el régimen de Franco, a pesar de la cruel represión sufrida por la Iglesia en la zona republicana. Hay anécdotas preciosas, como la que protagonizó el propio Pontífice Pío XI cuando echó con cajas destempladas de su despacho al emisario oficioso del General Franco. Hasta mayo de 1938 no reconocería el Vaticano a las autoridades nacionales.

Pero lo más importante es el espíritu de perdón y de reconciliación que encontramos en textos censurados por el régimen y que no llegaron a conocimiento de los españoles, como, por ejemplo, el discurso radiado en abril de 1939 por el Papa Pío XII, en el que apelaba al perdón de los vencidos y a la búsqueda de la reconciliación nacional. O también la censura que sufrió la primera Carta Pastoral del Cardenal Gomá en la que pedía «un perdón generoso y espléndido que pusiera fin a las amargas divisiones producidas por el conflicto civil».

El perdón y la reconciliación deben ser la semilla de la sangre de los mártires que dieron el ejemplo de morir perdonando. Estoy convencido de que el domingo, Roma, aportando la serenidad de su larga Historia, servirá como escenario de encuentro, de diálogo y de acuerdo, espíritu y voluntad con el que tanto el Gobierno de España como la Iglesia española asistirán a la ceremonia.

Francisco Vázquez, embajador de España ante la Santa Sede.