Las campanas del 11-M

Por Ignacio Camacho, director del ABC (ABC, 06/03/05):

Es de esperar que el ministro del Interior, José Antonio Alonso, un hombre habitualmente serio y ponderado, haya encontrado ya tiempo de arrepentirse de su impremeditada y bisoña declaración de hace diez meses, cuando, al acusar al anterior Gobierno del PP de imprevisión en el atentado del 11 de marzo, originó una crisis política que había de desembocar de modo inevitable en la creación de una comisión de investigación sobre la matanza de la que esta semana va a cumplirse el primer aniversario. Porque ésta es la hora en la que, a punto de concluir los trabajos de dicha comisión, lo único que puede inferirse de ellos es que, lejos de haberse aclarado los extremos que permanecían bajo la duda hace un año, las Fuerzas de Seguridad que Alonso dirige se han visto envueltas en nubes de sospecha que, en el mejor de los casos, resultan inconvenientes para la tarea de quienes han de vigilar y perseguir el mayor de los problemas actuales de la sociedad española, que no es otro que el terrorismo en sus diferentes facetas.

La absurda acusación de Alonso, hija de un irresponsable «calentón» propio de los primeros días de ejercicio del poder, no sólo ha situado bajo la lupa de la desconfianza a algunos mandos y departamentos de la Guardia Civil -sobre todo, a la comandancia asturiana-, sino que ha colocado bajo los focos la actuación de departamentos esenciales como la UCO, además de poner de manifiesto la existencia de una turbia trama de confidentes policiales cuya relación con los hechos no ha quedado en absoluto aclarada. Las energías que Interior y el PSOE han gastado en evitar que los confidentes declaren en sede parlamentaria sólo han contribuido a oscurecer aún más las suspicacias de la opinión pública, que a estas alturas tiene motivos para entender que la comisión ha sido un fiasco del que los ciudadanos salen con mayor recelo aún del que tenían antes de comenzar el carrusel de unas comparecencias que apenas si han servido para ciertos ajustes retroactivos de cuentas en el plano político.

El balance de la comisión resulta del todo lamentable, toda vez que ni siquiera ha servido para dar una satisfacción a las víctimas, que salen del proceso enfrentadas entre sí y con el Gobierno, gracias a la inestimable colaboración del improvisado Alto Comisionado que nombró el presidente Zapatero para crear un problema donde hasta entonces no lo había. Por lo demás, sigue pendiente para muchos españoles la cuestión de la autoría intelectual del atentado, que habrá de zanjar, si puede, el juez Del Olmo, y ha quedado intacta la investigación de la algarada mediática y popular que entre los días 12 y 13 de marzo provocó un vuelco electoral, previo atropello de los militantes y dirigentes del PP y con flagrante violación de la jornada de reflexión establecida en la ley.

No conviene, desde luego, dar pábulo irreflexivo a las teorías de la conspiración que apuntan sin pruebas a la intervención de sombríos elementos externos en la masacre. La presencia de ETA en la preparación del atentado no queda respaldada por ningún indicio razonable más allá de las conjeturas derivadas de ciertas coincidencias que, desde luego, tampoco han sido investigadas ni esclarecidas. Pero la cuestión de cómo unos malhechores de poca monta y perfectamente controlados pudieron organizar una matanza de tamaña índole y dimensión continúa provocando la perplejidad de muchos españoles, sin que la comisión haya intentado siquiera el esfuerzo de buscar una respuesta. El PSOE y sus aliados nacionalistas han dedicado toda su atención a tratar de incriminar al Partido Popular como culpable de una manipulación informativa que, por cierto, acaso haya sido el único extremo despejado a lo largo de casi un año de sesiones y trabajos.

Porque si para algo ha servido el desfile de políticos por la comisión interrogatoria ha sido para aclarar que el Gobierno del PP pudo gestionar de modo deficiente -de hecho, así fue- la información y el manejo de la crisis suscitada por la masacre, pero de ningún modo ofreció datos erróneos ni menos mintió a la opinión pública. Las comparecencias de Aznar y Acebes dejaron taxativamente a salvo sus responsabilidades en este sentido, para quienes estén dispuestos a escuchar sin prejuicios la exposición secuencial de los hechos tal como fueron. Sensu contrario, ningún dirigente del PSOE, ni siquiera el presidente Zapatero, fue capaz de alejar la sospecha de complicidad con las violaciones de derechos políticos registradas en los días sucedidos entre el atentado y las elecciones. Y en el caso del presidente, ni siquiera las condenó de forma explícita.

Lo peor, sin embargo, es que, a punto de concluir la comisión con un expeditivo carpetazo que probablemente incriminará por mayoría a un PP que ha sido el único capaz de exculparse de sospechas, la mayoría de los españoles continúa pensando sobre las circunstancias del 11-M lo mismo que hace exactamente un año. Las encuestas certifican que el gran fracaso de la comisión es que no ha sido capaz de eliminar ningún prejuicio, limitándose más bien a certificar los ya existentes. Quizá por esa razón, para los dirigentes del PP constituya en el fondo un alivio el pronto cierre del expediente, aunque antes tengan que pasar por el trago de una última e injusta incriminación sobre sus inexistentes responsabilidades. Nadie ha cambiado de opinión: ni los que piensan que Aznar mintió para tratar de ganar las elecciones, ni los que están convencidos de que ETA sigue detrás de la matanza, ni los que sostienen que el Gobierno atrajo la atención islamista con su apoyo a la guerra de Irak, ni los que achacan a la algarada de las vísperas electorales el triunfo inesperado de la candidatura de Zapatero. Todo está igual que entonces. Todo, salvo la vida de las víctimas, mortales o no, de aquella mañana de horror y sangre.

Y ni siquiera en eso se ha avanzado. Antes al contrario, llegamos al aniversario del 11-M con las víctimas divididas, enfrentadas entre sí y con el Gobierno, crispadas con los medios de comunicación y con la clase política. Las víctimas, que son la fuerza moral de la sociedad frente al terror, han sido utilizadas como arma arrojadiza, ninguneadas en algunos casos, ofendidas en otros, y en todos socavadas en su moral colectiva. Y ése sí que es el gran fracaso de este proceso estéril, el más doloroso y el más difícil de restañar en lo que tiene de herida civil de nuestra democracia. Que cada cual se atenga a sus responsabilidades y examine su papel en esta quiebra. Pero lo que la sociedad española no puede entender, ni aceptar, es que se haya llegado a un deterioro tal que ni siquiera exista un acuerdo claro para un homenaje tan sencillo, inocente y elemental como que las campanas de Madrid toquen el día 11 en la hora maldita de la mañana que ya marcará por siempre el futuro de todos. Cada uno en la medida de su responsabilidad, debemos preguntarnos qué puede ser de un país que ni siquiera sabe unirse para llorar por sus muertos.