Las caras del negacionismo

El negacionismo no tiene una sola cara. Tiene varias, y las va adoptando según el tiempo, el lugar y las circunstancias para burlar las leyes, camuflarse y resultar más eficaz. Su modalidad clásica y obvia es la que refuta directamente que ocurrió lo que ocurrió: la eliminación, de seis millones de judíos perpetrada por los nazis y sus colaboradores. Contra esa grosera negación del Holocausto es contra lo que luchó hasta su muerte Violeta Friedman, de quien en estos días se reedita su hermoso y desgarrador libro «Mis memorias» con un emotivo epílogo de su hija Patricia Weisz. Y contra esa misma negación es contra la que se ha pronunciado la propia legislación de la Unión Europea al contemplarla como delito. Pero es preciso reparar en los caminos, los meandros, los circunloquios, las trampas, las distintas caras que –como digo– adopta el negacionismo para camuflarse. Esas caras son la justificación histórica que busca la exculpación o la apelación a burdos atenuantes que diluyan la responsabilidad, el reparto generalizado de las culpas que se disfraza de falsa objetividad… Se pretende, por ejemplo, que el origen de aquel horror inconcebible que fue la Shoa está en el castigo que impusieron a Alemania los países vencedores de la Primera Guerra Mundial. Nadie ignora que ese país no salió bien parado del Tratado de Versalles, pero entre Versalles y Auschwitz hay un trecho que ninguna lógica puede amparar ni ninguna injusticia puede justificar. Como observará el lector, aquí ya no se niega lo que sucedió en los campos de exterminio. Lo que se niega es la intrínseca gravedad de esos hechos o la responsabilidad criminal de sus autores y sus cómplices.

Las caras del negacionismoOtra de las máscaras del negacionismo es la que consiste en atribuir al Estado de Israel, o sea, a la víctima judía, el comportamiento genocida de los nazis con respecto al denominado «pueblo palestino». El argumento, no por repetido, resulta menos escandaloso y falseador de la verdad: «los judíos estarían haciendo hoy con los palestinos lo que los nazis hicieron con ellos ayer». Esta estrategia negacionista consiste en equiparar el derecho de un Estado democrático a defenderse con los campos de la vergüenza, las cámaras de gas y los hornos crematorios. Pero, dicho esto, vayamos al fondo de la cuestión: aunque, en esa legítima autodefensa militar, el Estado israelí hubiera cometido excesos y usado medidas desproporcionadas o –más todavía– aunque esa guerra no fuera justa (que lo es), la comparación con el régimen nazi seguiría siendo tan improcedente como obscena. Y es que lo que ha reservado a Hitler un puesto de honor en la historia de la infamia no ha sido ni siquiera la guerra con la que intentó conquistar el mundo, sino su ideología profundamente antihumana y la aplicación de ésta; es decir: el Holocausto de nuevo, y no otra cosa. Prueba de ello es que también el ejército nipón y antes el napoleónico guerrearon en nombre de un afán expansionista, pero ni sobre el Japón del siglo XX ni sobre la Francia del XIX ha caído la mancha que cayó sobre la Alemania hitleriana. De este modo, comparar al Israel de hoy con la Alemania de ayer es un modo perifrástico de ignorar que la esencia del nazismo reside en su «antihumanidad». Es, en fin, un retórico intento de que «a la tercera negacionista vaya la vencida»: «como no puedo negar el Holocausto ni justificarlo, voy a acusar a su víctima de una monstruosidad semejante para así desactivarla moralmente, para negarle la condición de víctima homologándola con los asesinos».

Y de las formas aludidas de negacionismo pasamos a la menos elaborada y más desesperada de todas ellas: al chiste atroz del «cenicero», tristemente famoso gracias a «Ahora Madrid». Pasamos al chiste como consecuencia de un «establecido consenso en el odio ideológico», que es el que animó a las otras estrategias; al chiste que pretende apuntalar la negación, trivializar, quitar gravedad a la monstruosidad histórica de la Shoa; hacerla digerible en el estómago moral, volverla asimilable al estado más distendido del ser humano que es el de la risa; establecer complicidades bestiales y bochornosas, en el sobreentendido de que la víctima merecía serlo o de que no es tan cruelmente extraordinario el hecho de haberlo sido. Detrás de un chiste de esa naturaleza hay todo eso. Hay pura negación del respeto y la dignidad que merece el pueblo judío. Como también hay negacionismo en banalizar y reducir a lapsus espontáneo o a una impulsiva gamberrada los twits de ese concejal. Hablamos de alguien a quien no se le escaparon esas bromas consternadoras en una cogorza privada y como fruto de un impulso irreflexivo. Hablamos de alguien que tuvo tiempo para pensárselo y que lo que pensó fue que esas «joyas del pensamiento» merecían ser tecleadas para que las conociera el mayor número posible de personas. Los twits de Zapata que hacían escarnio de la tragedia de la Shoa y de la generada por ETA no son burradas esporádicas y aisladas. Por desgracia, coinciden demasiado coherentemente con una consigna ideológica. Es difícil sostener que quien actúa así no lo hace porque se siente políticamente arropado por cierto izquierdismo antisemita y filobilduarra hartamente conocido, cuyo discurso comparte y desea propagar. El caso Zapata ilustra a la perfección la similitud básica que existe entre el menosprecio a las víctimas del nazismo y el menosprecio a las víctimas del terrorismo, porque él los ha hecho coincidir.

SÍ. Ya es hora de decirlo. Lo que subyace bajo la burla a las víctimas, bajo la resistencia a condenar los asesinatos de ETA, bajo su justificación histórica y bajo la manipulación de lo que se ha llamado «el relato» es la cuestión del «negacionismo». Y éste adopta, curiosamente, todas y cada una de las caras que adoptó en su versión original con respecto al exterminio perpetrado por los nazis. Como no se puede negar la historia de sangre de ETA, se relativiza la gravedad de sus crímenes presentándolos como el resultado de un conflicto entre el País Vasco y el Estado español. Como no cuela la memoria prehistórica, se esgrime la memoria histórica y se opone a la memoria de las víctimas, como si ambas fueran inconciliables. Al igual que todas las sangrías totalitarias, la de ETA busca un agravio, un «pacto de Versalles», en el «conflicto no resuelto», en la dictadura franquista, en los episodios desdichados de la Transición o en las fisuras de nuestro sistema democrático, que justifique lo injustificable. Finalmente, como todas esas estrategias negacionistas son insuficientes, se pretende que el Estado democrático y las propias víctimas hacen con los asesinos lo que estos hicieron con ellas, al mantener su encarcelamiento o la «inhumana» estrategia de la dispersión. Y aquí es donde los chistes de Zapata, que no niegan el crimen pero sí a la víctima porque ignoran su dolor, sintonizan con el lamento sensiblero de Pablo Iglesias por la «tragedia» de los presos de la banda.

Hablar del «relato de ETA» es usar un eufemismo, una metáfora, una licencia literaria. Es dar a los asesinos el estatus de narradores. El término «negacionismo» es el adecuado, porque alude al concepto y a su dimensión penal. Usémoslo sin complejos. No seremos injustos por desenmascarar todas las variantes del negacionismo que nacieron precisamente para burlar la Justicia. No seremos crueles por denunciar la crueldad.

Iñaki Ezquerra, escritor.

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