Las caras invisibles de nuestro paseo

En los dulces paseos primaverales de este amable Madrid, cuando el sol toca su cénit y el ardor de los recuerdos nos invade, es frecuente encontrar, a nuestro paso, personas que al abrigo de la diselpidia nos solicitan ayuda y apoyo en su vida. Como sucede a los que presentan una prosopagnosia, que no reconocen una cara, volvemos nuestra mirada en otra dirección, intentando que ese espectáculo no nos importune. Esto puede deberse a una aporofobia o simplemente a una situación de que no nos importa lo que trasciende en esa persona sumida en un rincón de la vida, con unos recuerdos, ya olvidados, enterrados en los pliegues de su memoria.

Seguimos nuestro camino lentamente, un deambular pausado, dejando pasar el tiempo, tratando de marginar esa visión contemplativa que ha transcurrido olvidando un borrón en una página de nuestra vida. Seguramente no lo hemos notado, ni tan siquiera ha quedado impreso en nuestras neuronas y, sin embargo, una mínima expresión de esta agonía se ha expandido por nosotros. No nos hemos dado cuenta. No hemos sido conscientes de lo que ha ocurrido, pero una llamarada de pesadumbre, de tristeza, de pena, nos ha traspasado. En nuestro cerebro suena una endecha triste, testimonio del lamento de ese individuo, que nunca volveremos a ver ni a saber quién era, ignorando la razón por la que estaba en esa esquina que a resguardo de miradas e inclemencias, escondía el anonimato que porta el invisible. Seguramente algún paseante volvió la mirada hacia ese lugar tratando de descifrar quién era esa persona imprecisa, inconcreta, inmaterial. Seguramente su pasado tenía más valor que su presente y por eso nuestro viandante querría conocer algo del trasunto vivencial que le condujo hasta esta situación. En el libro de la vida no todas las páginas están en blanco. Los primeros capítulos tienen su historia, su argumento. Hay una trama de vida, de sueños, de deseos, de fábulas para realizar. Ahora, solo los que comienzan con la invisibilidad están en blanco. No hay nada escrito en ellos. Quizás, solamente, esas cuatro líneas escritas con desgana y apatía, en esos papeles y cartones junto a sus pies.

El transeúnte sigue su recorrido olvidando pronto ese fotograma rápido con el que se ha cruzado. Más adelante, con seguridad, se encontrará de nuevo con otra persona con las mismas características, y se detendrá algo más de tiempo. La visión de la primera le hizo pensar, en el corto espacio que les separaba que, a lo mejor, debería tratar de escudriñar algo más de su pasado que lo que cuenta, en unas líneas desaliñadas y torpes, en un cartón colocado desmañadamente en el suelo. Es una historia, de sentimientos lejanos, de pobres palabras que trata de mover a la compasión. Nuestro hombre parece que esta vez ha quedado traspasado por el sentimiento que anida en el fondo de los corazones, y que gran parte de nuestra vida no dejamos aflorar. Se queda pensativo, con una contemplación perdida en la distancia al unísono con la mirada perdida en el tiempo de nuestro hombre invisible. Se han cruzado las dos miradas, la de la distancia y la del tiempo en un atisbo rápido. La corporeidad de nuestro paseante se enfrenta a la incorporeidad del intangible hombre tirado en el recoveco de la vida. Dos destellos que se cruzan: un desahogo emocional y un lamento extraño, del que sabe, en su ignorancia, que es efímero y no perdura.

En el trayecto nos encontramos con más indigentes, prototipos de lo escondido, de lo que no sale o no quiere salir a la realidad. Pasan por nuestro lado imperceptiblemente, como si fueran trasparentes. Pero esa es la realidad que sucede: no son visibles, hemos desfilado frente a ellos y nada ha ocupado nuestro pensamiento. Vamos rápido, hay que llegar a algún lugar, donde una reunión de hombres visibles nos cuenten algo insustancial, que tampoco merece nuestra atención, y, sin embargo, se la damos como si fuera lo más importante que nos ha ocurrido esa mañana.

El hombre invisible, al caer la tarde, en el ocaso primaveral, recoge su historia plasmada en ese trozo de cartón, su caja con las monedas que los hombres de la vida le han echado, muchas veces con un cierto aire de displicencia y encamina sus pasos, cansinos y desgarbados, hacia el albergue donde se encontrará con otros inmateriales. Unos fantasmas que caminan de un lado a otro, tratando de buscar su hueco en ese lugar al que les ha conducido su pena. Han sido muchas horas de desdén, en esa calle perdida, y ahora quieren descansar. Al anochecer el refugio se llena de un entorno etéreo, misterioso, inapreciable que le da un sentido inescrutable y subrepticio. El silencio es total. Todos abismados en el dolor y la desesperanza. La negra noche les invade. La luz desaparece como lo hizo la ilusión. ¡Hace tantos años que ya nadie se acuerda de aquello!

Antonio Bascones, Catedrático de la UCM y presidente de la Real Academia de Doctores de España.

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