Las cárceles de Colombia viven su propia pandemia

La cosa se desató en menos de 24 horas. No había pasado un día desde aquel 20 de marzo en que el presidente de Colombia, Iván Duque, anunció el “aislamiento preventivo obligatorio”, y 13 cárceles del país ya ardían en las llamas de un motín coordinado entre sus reclusos. El saldo, después de una intervención oficial, fue de 23 muertos y 83 heridos. Muchos videos inundaron las redes sociales. El pánico fue la regla.

En el mes que llevamos encerrados, los colombianos hemos podido darnos cuenta de la magnitud de nuestros problemas, amplificados todos por la realidad arrolladora de la pandemia. Las cárceles no escapan de ello.

La población carcelaria en Colombia, de acuerdo a un documento de la Contraloría General de la República de 2015, es de más o menos 115,000 personas y solo tiene cupo para 76,000. En ciudades como Pasto, al sur de Colombia, el hacinamiento alcanza 200%. Los presos no tienen servicios de salud y, en muchos casos, no tienen acceso a agua y jabón para lavarse las manos. En Colombia hay 1,341 personas mayores de 70 años que están privadas de la libertad en estas condiciones.

En años anteriores, por las cárceles de acá, han aparecido frecuentemente enfermedades como parotiditis, rubéola o tuberculosis. La tasa de atención médica ha sido 30 veces menor que para la población general. Como dijeron los investigadores Libardo Ariza y Hernán Ciprián, “las cárceles son lugares de contagio, desbordados por enfermedades que en el mundo libre han sido contenidas o resultan extrañas”.

Este de las cárceles es el único tema en Colombia sobre el que la Corte Constitucional ha declarado en dos ocasiones un “Estado de cosas inconstitucional”: en 1998 y en 2013. Esto significa que la instancia judicial más importante en temas de protección de derechos humanos en este país, dijo dos veces que allá había una sola vulneración de derechos sobre un número masivo de personas.

Sumemosle a esto la actualidad de una pandemia mundial que no respeta muros de contención. Ante este escenario, no sorprende que los presos se hayan amotinado.

Días antes de la violenta protesta, el presidente Iván Duque y el director del Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario (INPEC) anunciaron unas medidas tímidas que desconocían del todo la realidad que tenían en sus narices: prohibieron las visitas, implantaron las “búsquedas activas” de personas con síntomas, negaron la posibilidad de salir a citas médicas o asistir a citas judiciales. También, el INPEC expidió en marzo la circular 004, que contemplaba tomar ciertas políticas, como limpiar las celdas (lo que nos hace asumir que antes no lo hacían), en caso de que surgiera un brote.

Prohibir las visitas, aunque suene a una medida preventiva razonable y necesaria, implica que los presos no tengan acceso a lo que sus familias les llevan. Es decir, bienes de primera necesidad que deberían ser suplidos por el Estado: comida, ropa, medicamentos, utensilios de aseo, entre otros productos.

Por otra parte, según una investigación de El Espectador, algunas reclusas de la cárcel Buen Pastor, de Bogotá, declararon que no tenían jabón, que no tenían comida. Los reclusos de La Picota, también de Bogotá, lo mismo: que el hambre los iba a matar.

El problema es hondo y grave. Durante años, Colombia ha sido una sociedad revanchista, que ve en la condena en prisión una solución a sus problemas. Alrededor de 40,000 personas están en una cárcel sin que los hayan condenado todavía por ningún delito (la llamada “detención preventiva”). En más de una ocasión, los gobernantes han propuesto medidas drásticas para ciertos delitos, recibiendo aplausos por parte de la población. Este paradigma social del encarcelamiento masivo tiene que llegar a un final: si la solución no es otra, esta podría ser una tragedia sin precedentes.

El gobierno anunció, como reacción a los motines, la expedición de un decreto para solventar la crisis, con medidas que pretenden dar el beneficio de “casa por cárcel” a un número que, dijeron entonces, orbitaba entre 10,000 y 15,000, conformado por adultos mayores, madres lactantes, personas con enfermedades graves o que hayan cometido delitos culposos.

Después de tres largas semanas (cuando la crisis ya era inminente) el gobierno expidió un decreto muy tímido, que no se compagina con la situación de las cárceles: la ministra de Justicia, Margarita Cabello, dice que con él podrían salir del sistema intramural 4,000 personas. Entre los beneficiados estarán los prometidos (los adultos mayores, etcétera) y quienes hayan cumplido 40% de su pena de algunos delitos. Estas personas estarán fuera seis meses, que pueden ser prorrogables.

El problema es que se excluyen muchos delitos del beneficio. Demasiados. Además, el procedimiento no es inmediato. Habrá que esperar, como documenta un artículo de La Silla Vacía, a que los directores manden, caso por caso, unas solicitudes a los jueces correspondientes, quienes a su vez deben solicitarle a la Fiscalía toda la información para poder tomar una decisión final. Con todo, deberá tomarse cinco días para decidir. Por caso. Es alarmante lo lento que podría llegar a ser.

La Comisión de Seguimiento de la Sociedad Civil a la sentencia T-388 de 2013 recomendaba liberal al menos a 40,000 personas y seguir el modelo de otros países y ciudades en estas circunstancias: Los Ángeles, Indonesia, Italia, Irán. Medidas agresivas. Pero nada.

“Es decepcionante. El decreto es muy poquito y llega muy tarde”, dice Manuel Iturralde, abogado e investigador, director del Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes. “Con 50% de hacinamiento, y 40,000 presos de más, liberar 4,000 es ínfimo. Está bien por los que puedan salir, si son una población particularmente en riesgo, pero no ayuda a mejorar en nada la situación en las cárceles”.

Iturralde hace hincapié en dos puntos neurálgicos para asegurar la inocuidad del decreto: la mayoría de delitos por los que la gente está metida en una cárcel (dice que entre 65 y 85%) están excluidos del beneficio. “Hay una situación trágica: todos los delitos relacionados con drogas quedaron excluidos. Casi la mitad de las mujeres, incluidas las mamás con hijos menores de tres años, o las lactantes, no van a poder salir. El decreto no cualifica nada. Entiendo que no quieran soltar a un narcotraficante peligroso ¿pero a la mujer que está presa por vender drogas en una esquina?”.

Aparte, los jueces estarán enfrentados a un nivel de congestión muy elevado, sin ninguna medida previsible para ayudarlos.

Es indignante, por demás, que haya tenido que caernos encima una pandemia mundial para darnos cuenta de que nuestro sistema carcelario tiene este nivel de inhumanidad tan agravado. E igual de indignante es que el gobierno nacional no entienda que las soluciones vienen dándolas los estudiosos del tema hace años, sin ser oídos, como hablándole a un interlocutor sordo.

Ya es tarde: tres personas murieron por el virus en la cárcel de la ciudad de Villavicencio. En ella, la primera en reportar casos, hay 20 personas enfermas, como documentó Cuestión Pública el 17 de marzo. En La Picota, de Bogotá (donde hay dos médicos para 3,000 internos) van en dos casos. Estos números van a crecer tan rápido como pase el día.

Y el gobierno apenas dando pasos de bebé.

Andrés Páramo Izquierdo es periodista colombiano. Ha sido editor de opinión del diario El Espectador y editor en jefe de Vice Latinoamerica.

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