Las cárceles identitarias

Desconozco la edad del periodista Marc Marginedas, enviado por El Periódico de Catalunya para ir a la guerra, lo que sí tengo muy claro es que lleva unos 30 días secuestrado por una partida de descerebrados, mitad delincuentes mitad fanáticos de la ley islámica, incorporados quién sabe cómo y pagados por quién sabe quién para luchar en Siria contra el presidente El Asad.

Si los lectores supieran el trato que reciben los periodistas de guerra por parte de sus empresas, por parte de las embajadas que los representan, por parte de aquellos sobre los que quieren informar, no se lo creerían y acabarían pensando que se trata de unos sadomasoquistas de la información. No es que los admire, que es bien poca cosa, es que les considero los últimos mohicanos de una profesión que terminó hace ya mucho tiempo, quizá en Iraq, posiblemente en Afganistán. No lo sé, pero sólo el señuelo de la televisión, mejor sería decir de los televidentes ávidos de unas imágenes en directo más manipuladas que las gominolas, mantiene este ejercicio de alto riesgo. Ya lo explicó un veterano del asunto, el holandés Joris Luyendijk, en un libro – Hello everybody. Imágenes de Oriente Medio– al que ya dedicamos un artículo.

Me admiran los periodistas de combate pero debo reconocer que mi mayor respeto, que ronda la calificación de devoción, es hacia aquellos que viven años en unas zonas de guerra muy especiales. Las cárceles identitarias; países fraccionados en comunidades que se odian y se combaten; unos en el poder y otros en la servidumbre. Si dejamos en su lugar de patriarca a la veteranía de Tomás Alcoverro, señor del pequeño Líbano y maestro del Gran Oriente Medio, no creo que haya otro caso en España que el de Eugenio García Gascón. Barcelonés de 1957, en cuya universidad estudió literatura, árabe en Damasco y hebreo en Jerusalén, donde vive desde 1991 en condiciones que puedo asegurar no son precisamente cómodas y que él lleva con una pasmosa tranquilidad de hombre hecho a que los periódicos no le paguen, las editoriales le ninguneen y el ejército israelí y sus servicios de espionaje traten de comerle la moral un día sí y otro también.

Eugenio García Gascón acaba de publicar un libro valiosísimo para todos aquellos que no estamos en los vericuetos del mundo religioso y político de Israel, ni de las variantes musulmanas que se mueven en los territorios de Gaza y Cisjordania, auténticos guetos donde se mantiene encerrada a la población palestina. Se titula La cárcel identitaria y lo ha publicado una editorial modesta y marginal, de nombre definitivo: K.O. –he comprobado por dos veces que ese es el nombre editorial después de que la semana pasada me equivocara con el Retrato con fondo rojo, que por esos enigmas freudianos, yo le puse otro editor, cuando se trataba de Caballo de Troya, que dirige el temerario Constantino Bértolo–.

Hay libros que se escriben con bisturí. Trabajo de cirujano intelectual que va abriendo el cuerpo sin que afecte a ningún órgano vital, para que usted los contemple en su auténtica naturaleza. La atávica complejidad del mundo musulmán y su inequívoca vocación política, totalitaria, donde el peso del poder está impregnado de un trascendentalismo religioso que nos recuerda los periodos inquisitoriales de la Iglesia católica, cuando el mundo cultural árabe era abierto y benevolente.

Para mí saber que Abraham y Moisés no fueron judíos, porque el judaísmo no existe hasta siglos más tarde, me produce la misma sensación que enterarme de esas historias vinculadas a los primeros cristianos, que los rezadores de rosarios se niegan ni siquiera a plantear. O que el antisemita Céline defendió al Estado de Israel. Aviv una escena, imborrable, de una de sus colaboradoras que con toda seguridad estaba desamparada de tan arribista personaje. La historia de los pistachos iraníes, que los israelíes consumen en cantidades de escándalo en detrimento de los desaboríos pistachos norteamericanos, países ambos que apoyan el bloqueo a Irán, me parece un relato encantador sobre la diferencia entre Sociedad y Estado.

Este libro no pretende un análisis geopolítico o estratégico de Israel o del callejón sin salida de los guetos palestinos de Cisjordania y Gaza –cualquiera que los haya visitado, con sus controles del ejército de Israel, con esa prepotencia y desprecio Yo nunca estimé como intelectualmente valioso el libro de Eduard Said, gran éxito mundial, titulado Orientalismo, sobre la visión literaria occidental del mundo árabe; siempre me pareció de un esquematismo flagrante; Eugenio García Gascón lo razona. La referencia al conocido prestidigitador de la arquitectura, Santiago Calatrava, muñidor de ayuntamientos con pretensiones, dejó su impronta en Jerusalén. Siento una satisfacción infinita por su desenmascaramiento; viví en el aeropuerto de Tel hacia las víctimas, típicos de los ejércitos de ocupación sean alemanes, rusos o norteamericanos– sabría de qué hablamos. Estamos ante un libro cercano al periodismo pero que va más allá; es un ensayo, sólido, muy pensado y escrito en magnífico castellano, construido por uno de los conocedores de la zona con mayor sensibilidad. Inigualable en el humor; frío en la denuncias incontestables de la ocupación, en el fascismo sionista y los talibanes de la Torá que compiten con los fanáticos del Corán. No se ensaña ni se subleva, sencillamente relata lo único que un escritor independiente y audaz puede hacer: preguntarse por esta amenaza del siglo XXI que consiste en tratar de convertir países y naciones en cárceles identitarias.

La cárcel identitaria tiene varios niveles. Los guardianes, que ejercen de dueños; luego los asimilados, arribistas complacientes con el que manda; “charnegos agradecidos”, diríamos por aquí. Y por fin, los sometidos que han de aceptar unas reglas del juego a las que no pueden acceder porque están a disposición de los guardianes. Aunque jamás se pronuncie con tal claridad, se les considera los enemigos de la identidad.

Un libro como La cárcel identitaria te hace plantearte el final de los tópicos, lo más difícil de eliminar, según afirmaba Einstein, que de eso sabía un rato y que huyó como de la peste cuando le ofrecieron presidir el Estado de Israel. O Hannah Arendt cuando le decía a su amiga Mary McCarty, tras uno de sus viajes a Tel Aviv: “Yo no soportaría vivir en este país”. Después de años de tópicos, que no son otra cosa que sucedáneos de mentiras aceptados por la gente como verdades tradicionalmente admitidas, quizá haya llegado el momento de comprometerse en luchar por lo obvio.

Cada vez que oigo esas frases rumbosas, “la verdad nos hará libres”, “hoy he tenido un sueño...”, “Dios es bueno y comprensivo”, “si no estudiamos el pasado, estamos obligados a repetirlo”, etcétera, etcétera... me entra una desazón absoluta, porque siempre las pronuncia gente que ni cree en la verdad, ni ha soñado en su vida en otra cosa que llevarse el dinero a Suiza y mantenerse en el poder, que si cree en Dios es porque debe castigar a sus enemigos, y si estudia el pasado, es un decir, es para manipularlo con la finalidad de repetirlo de mejor manera.

Leer La cárcel identitaria de Eugenio García Gascón tiene su mérito. Están ustedes ante un autor que conoce como nadie el mundo hebreo y musulmán, en vivo, y que jamás ha conseguido que un diario español le contrate más allá de seis meses; quizá me equivoque y llegó en alguna ocasión hasta un año. Vivimos en un mundo de trampa, que no es lo mismo que un mundo de ficción; ya quisiéramos. El otro día The Guardian publicaba un artículo de Robert Fisk, acuérdense de aquel al que premiamos y que trabajó con nosotros, en el que explicaba la situación en Siria en vísperas de la equívoca amenaza de una intervención norteamericana –lo tradujo al castellano Sin permiso, insólita publicación digital– y donde uno se daba cuenta de la diferencia entre saber y hacer como que sabes. Robert Fisk y Eugenio García Gascón, saben.

Gregorio Morán

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