Las carencias culturales de Europa

La construcción europea procedía, en su comienzo, de dos convicciones esenciales. La primera era moral, humanista: para prohibir a las naciones alemana y francesa que se siguieran matando como acababan de hacer, lo mejor era acercarlas, crear una comunidad europea. Era necesario, en palabras de uno de los padres fundadores de la Comunidad Europea, Robert Schuman, el 9 de mayo de 1950 (fecha que se convertiría en el día de Europa) hacer que la guerra fuera “no solamente impensable sino también materialmente imposible”.

El proyecto consistía en que esa comunidad se convirtiera, pasado un plazo de tiempo, en política. Pero el examen lúcido de la situación recomendaba –segunda convicción de los fundadores– proceder paso a paso, empezando por promover una integración económica. Fue así como se decidió la creación de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), primer acto de la construcción europea, puesta en marcha en 1951 por seis países (Alemania, Francia, Italia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo). Se trataba de crear para el carbón y el acero, dos recursos clásicamente en el corazón de las industrias de guerra, un mercado común y una organización racional de la producción a escala de los países signatarios del tratado.

Y Europa se agrandó, para convertirse en una unión económica, pero también monetaria, con el euro, y esbozar mediante diversos tratados una estructura política. Las dimensiones culturales de este engrandecimiento nunca quedaron ausentes del todo pero las prioridades de la tecnoburocracia europea han sido reiteradamente económicas, incluyendo aquello que afectase a la cultura. Esta, según los documentos oficiales de la Unión Europea, “representa una importante fuente de ingresos y de empleos (más de ocho millones de personas)”. Los programas de ayuda a determinados campos culturales están destinados a que “puedan sacar provecho del mercado único y de las tecnologías numéricas”. La UE facilita el acceso a la financiación para los actores de la cultura, especialmente en favor de las regiones menos favorecidas. Apoya a las escuelas de música, ayuda a salvar teatros, anima al “diálogo intercultural”, designa anualmente dos ciudades como “capitales europeas de la cultura”, etcétera.

¿Pero en la actualidad la idea de salvar a Europa no se ve debilitada por la falta de bases propiamente culturales y morales?

Son numerosos quienes, contra la construcción europea eventualmente descrita como un fracaso económico, promueven el retorno a los principios llamados “westfalianos”, por el nombre de los tratados que, en 1648, propusieron organizar Europa sobre una base nacional. Esta perspectiva es a menudo populista, xenófoba, racista, escorada a la derecha pero no necesariamente –también tiene sus versiones en la izquierda–. Se beneficia de una fuente cultural potente: la idea de nación.

El nacionalpopulismo, en auge en varios países de Europa, asocia su crítica socioeconómica de Europa al llamamiento a un ser cultural, a una identidad. Se adosa a la nación para defenderla y afrontar el desencadenamiento de potencias desenfrenadas por el dinero y los mercados que autorizaría la UE. El nacionalpopulismo denuncia la inmigración, se inquieta ante la presencia del islam en Europa, habla en nombre de los “pequeños” contra los “grandes”, critica a las élites instaladas, a los partidos políticos, a la burocracia bruselense y aboga por la defensa de una identidad nacional y de su homogeneidad que amenazaría, especialmente, las políticas abiertas a la diversidad o al multiculturalismo. Y aquí no faltan las referencias a la historia y a la literatura.

El discurso proeuropeo intenta a veces por su parte hacer prevalecer la historia o presentarse bajo un giro religioso –particularmente anteponiendo los “valores” o las “raíces cristianas”. Pero esta dimensión del discurso de Europa sobre y por ella misma no tiene el vigor de los discursos nacionales ni su densidad histórica ni su sustrato literario; son numerosos los partidarios de la construcción europea que rechazan la imagen de una Europa cristiana, empezando por los partidos de izquierda. Además, el declive del cristianismo en Europa, o su secularización, debilitan el alcance de estos “valores”.

En toda Europa el reencuentro de lógicas internas (la transformación de la sociedad, su trabajo sobre sí misma, su capacidad para inventar diferencias) y de lógicas externas (los flujos migratorios, la circulación mundial de la información, de las ideas y de la cultura) contribuye a producir una vía intelectual, literaria, artística, que articula eventualmente distintos niveles, de lo más local a lo más global, sin interesarse especialmente por el nivel europeo, sin detenerse en él. Europa no podrá relanzarse sobre la cultura. ¿Y qué hay de la moral?

Con el nazismo, Europa fue el teatro de la peor barbarie y ha sido capaz de volver de nuevo a ella como se vio en la ex Yugoslavia entre 1991 y 2001 –doscientos mil o trescientos mil muertos, un millón de desplazados–. Pero es también la parte del mundo mejor identificada con los valores que pueden fundar un mensaje universal y sigue siendo un refugio para muchos de lo que, en todas partes, huyen de la persecución.

También podría encarnar el universalismo, empezando por el de los derechos humanos. Pero en su seno, y fuera, cada vez más voces ponen en duda este universalismo. Unos lo encuentran demasiado abstracto, alejado de la práctica concreta. Otros demasiado ideológico, viendo en él la máscara detrás de la cual avanza la dominación de los blancos sobre los individuos y pueblos de color, de los hombres sobre las mujeres, de los occidentales sobre África o Asia, etcétera. Otros denuncian la ignorancia y la arrogancia de los que, desde Europa o Estados Unidos, pretenden saberlo todo y decidirlo todo en materia de valores universales, como si tuvieran el monopolio de lo verdadero y de lo justo.

Europa apenas es capaz de tomar decisiones diplomáticas y militares, de tener peso, por ejemplo, en el arreglo del conflicto israelo-palestino o en las violencias masivas en África o en Oriente Medio. Además, cabe inquietarse sobre la salud de su democracia. Es verdad que se desembarazó en los años setenta de las dictaduras de España, Portugal y Grecia y los regímenes totalitarios en la Europa del Este desaparecieron a finales de los años ochenta.

Pero no sólo avanza el nacionalpopulismo, también la abstención electoral evidencia un desinterés o un desamor de los electores respecto de la política. Europa parece acechada hoy por la “posdemocracia” que salva las apariencias de la democracia pero donde el poder está acaparado por los media, los expertos, los institutos de sondeos y diversos lobbies sin que la representación política tenga auténtica voz.

Económicamente, Europa va mal. Y tanto la evolución general del mundo como la suya propia desde los años pioneros, hace medio siglo, hacen imposible atisbar una dinámica que compensaría en un plano cultural o moral aquello que no funciona en materia económica. Max Weber, en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1904), mostró en su tiempo que la religión, y más concretamente el protestantismo, ha sido la fuente del capitalismo, y cómo una motivación no económica puede ejercer una considerable influencia en la acción económica. Cuesta ver qué motivación no económica, en la actualidad, cultural, religiosa, moral, ética, podría aportar un nuevo soplo a la construcción europea o evitar su descomposición. Nos gustaría creer que la razón y la argumentación económica bastarán para salvarla.

Michel Wieviorka, sociólogo. Profesor de la Escuela de Altos Estudios Sociales de París.

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