Las causas económicas de las migraciones

Después de Lampedusa, ¿debemos formar un mundo de comunidades cerradas? ¿Qué enseñanza podemos extraer de la recientes tragedias en el Mediterráneo, la muerte de centenares de africanos que intentaban llegar a Europa? Una forma de verlas es considerarlas solo eso, tragedias entre las muchas que ocurren a diario en el mundo. Y otra forma es situarlas en el contexto de las políticas europeas de migración, que en los últimos tiempos se han vuelto más restrictivas. En mi opinión, cualquiera de estas dos perspectivas es correcta, pero limitada.

Un punto de vista más acertado es situar las migraciones en el contexto de la globalización. Hay tres factores que han ido transformándose desde los años ochenta y que constituyen el motor de la última ola migratoria.

La desintegración salarial del mundo. El primer factor es que la diferencia entre los PIB per cápita de unos países y otros es mayor que nunca: hasta 2007, los países ricos habían experimentado tasas de crecimiento superiores a las de los países pobres.

Tanto hablar de la clase media mundial nos ha hecho olvidar que 10 países africanos, con una población total de 150 millones y que sigue en aumento, tienen en la actualidad PIB per cápita inferiores a los que tenían en el momento de obtener la independencia. Tampoco somos conscientes de que, entre 1980 y 2000, la tasa de crecimiento media per cápita de África fue cero. Es decir, la diferencia actual entre los países ricos como Estados Unidos y los países pobres como Magadascar es de 50 a 1. En 1960, era de 10 a 1.

Como es natural, esa gran brecha de rentas y salarios es un imán para las migraciones. Como muestra un reciente informe sobre Precios y salarios de UBS, el salario real por hora por un mismo trabajo como conductor de autobús (ajustado en función del coste de la vida) es de 20 dólares en Ámsterdam y tres dólares en Bombay. Utilizando el Nuevo Censo sobre Inmigración de Estados Unidos, en el que aparecen los salarios pasados y actuales de personas que han obtenido recientemente el permiso de trabajo en el país, Mark Rosenzweig documenta no solo las diferencias entre los salarios en Estados Unidos y los países de origen de los inmigrantes, sino también entre unos países de origen y otros. Un surcoreano con título de bachiller gana 10 veces más que un indio, y un mexicano con título universitario gana el triple que un indonesio.

En la crisis europea actual, la gente se olvida de que Europa Occidental es mucho más rica que la mayor parte de Asia y prácticamente toda África. Por poner solo un ejemplo: el 1% más pobre de la población danesa tiene unos ingresos superiores a los del 95% de los habitantes de Malí, Madagascar y Tanzania.

Todos conocen las diferencias de rentas. Pero las grandes diferencias de rentas no bastan para producir flujos migratorios si no se dan otras condiciones. El segundo factor que ha cambiado desde los años ochenta es que esas diferencias se conocen mucho más. Ello se debe, como destacaban hace poco Andrew Clark y Claudia Senik, no solo a la globalización en sí (televisión, Internet, redes sociales), sino también a la existencia de más apertura política en países como el antiguo bloque soviético, China y Birmania. Los habitantes de países pobres, hoy, son mucho más conscientes de las diferentes condiciones de vida a las que pueden aspirar para sí mismos y para sus hijos si emigran a países ricos.

¿Quién puede permitirse emigrar? El tercer factor que ha cambiado es el coste del transporte. Que sigue sin ser despreciable. Quienes emigran no son los más pobres, sino los que tienen algo de dinero, los que pueden permitírselo. Para ellos, los costes de emigrar, si bien en condiciones peligrosas, han bajado.

Estos tres cambios explican en gran parte la presión migratoria. Pero la pregunta es: ¿qué se puede hacer para interrumpirla o al menos controlarla? Una posibilidad es la política que han seguido hasta ahora los países ricos, como la verja en la frontera entre Estados Unidos y México y la prohibición de la UE de acceder a sus costas. Equivale a construir comunidades cerradas en el mundo.

Los ejemplos de Europa y Estados Unidos son los más conocidos, pero no son los únicos. Arabia Saudí ha construido una verja para separarse de Yemen, India está construyendo una para aislarse de Bangladesh, las ciudades españolas de Ceuta y Melilla, en la costa marroquí, están totalmente valladas para impedir la entrada de inmigrantes africanos.

Es una estrategia defensiva que, a pesar de sus costes y su dureza, no logra más que una leve reducción del número de inmigrantes y provoca tragedias esporádicas como las de Lampedusa. Además suscita incómodas dudas éticas sobre el derecho a impedir la libre circulación de los trabajadores mientras se permiten los movimientos de capital, bienes, tecnología e ideas.

Una alternativa mejor sería que los países ricos emprendieran una política coordinada para permitir una inmigración mucho más amplia y ordenada de trabajadores, tanto cualificados como no cualificados, mediante programas temporales de empleo. Eso supondría regularizar la potestad de personas procedentes de países pobres para solicitar y obtener empleo en países ricos y aplicar unas políticas de migración más tolerantes y selectivas.

Debemos cambiar nuestra concepción del desarrollo y apartarnos del “nacionalismo metodológico”, poco apropiado para la era de la globalización. Desde el punto de vista global, no importa que los ingresos de una persona aumenten mientras está en su país de origen o en otro, porque el desarrollo global tiene en cuenta el aumento de las rentas de las personas, al margen de dónde vivan.

Desde la perspectiva política de una nación-Estado, estas dos opciones no son ni mucho menos idénticas. Pero quizá tenemos que empezar a adaptar nuestras instituciones —y nuestra forma de pensar— para estar más en sintonía con la globalización. Si los factores de producción tienen libertad de movimientos, los trabajadores deben tenerla también.

Branko Milanovic es economista principal en el Grupo de Investigación sobre el Desarrollo del Banco Mundial, profesor visitante en la Universidad de Maryland, y colaborador de The Globalist, donde se publicó inicialmente este artículo. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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