Las causas malditas

Por Juan Alberto Belloch, alcalde de Zaragoza por el PSOE (LA RAZON, 08/09/04):

La ausencia de toda clase de límites y autocensura en el diseño, planificación y ejecución de sus acciones constituye la nota distintiva del terrorismo moderno. El atentado de Nueva York contra las Torres Gemelas no fue el fundacional en términos históricos de esta nueva era pues existen precedentes, incluso en España, pero sí en términos simbólicos. Es terrible que el comienzo del siglo XXI haya quedado marcado por una masacre de tan monstruosas dimensiones y aún más que este recién inaugurado milenio no tenga, hoy por hoy, otro rasgo individualizador que el de haber alumbrado una nueva y más catastrófica clase de terrorismo. Todos sabemos que sus raíces ideológicas, sociológicas y estratégicas se anclan en el particularmente putrefacto siglo XX (no lo ha habido peor: Hitler, Stalin, Mussolini y Franco marcan un póker de ases difícilmente igualable en términos de perversidad y estupidez) pero ha eclosionado (de forma que desgraciadamente apunta a la estabilidad) en esta nueva centuria.

La forma más necia de abordar el fenómeno terrorista es caer en el error lingüístico y táctico de que «todos los terrorismos son iguales» cuando la verdad es justamente la de que no hay dos terrorismos ni dos atentados que lo sean. Combatir eficazmente cualquier forma concreta de terrorismo requiere tener perfectamente claras sus singularidades. Configurarlo como un magma de rasgos clónicos es la forma más certera de garantizar la impunidad de los terroristas, y de ponerse una venda especialmente tupida ante los ojos. Hasta tal punto lo anterior es cierto que, en muchas ocasiones, el agente antiterrorista más eficaz es un experto en religiones monoteístas, un sociólogo, un lingüista, un historiador, un filósofo o incluso los propios terroristas. En mi larga vida judicial no he conocido dos delincuentes iguales ni dos delitos que, bien analizados, no tuvieran características propias. Ni siquiera todos los asesinos –o mejor sus asesinatos– ni todos los violadores –sus violaciones– merecen un enjuiciamiento idéntico en términos jurídico-penales. Los terroristas no constituyen una excepción a esas pautas. Lo único generalizable es la singularidad de cada delincuente y de cada concreta acción delictiva por él cometida. ¿Por qué entonces prospera en el lenguaje y en el pensamiento político la socorrida identificación igualitaria de todos los terrorismos y de todos los terroristas?

La primera impresión es que se hace con la pretensión de galvanizar sobre cualquier atentado la totalidad de sentimientos de rechazo que genera el conjunto de los terrorismos, por entender que así se garantiza mejor el apoyo ciudadano, social o internacional a cualquier singular lucha antiterrorista. No digo que tal clase de mentiras no puedan tener algún coyuntural u ocasional rendimiento. Pero en nada ayudan a su combate efectivo. Más bien al contrario pueden producir efectos negativos al abrir una brecha insalvable entre la opinión racionalmente crítica que merecen tales crímenes, y la pretensión desaforada que se propone desde el discurso político, con el riesgo además de diluir este último.

En términos morales no son tampoco idénticos todos los atentados terroristas. Las que sí son iguales son las víctimas. Y este es el origen de la confusión. La viuda, el hijo, la nieta o el padre que pierden a su ser querido son iguales en dignidad y su dolor merece idéntico respeto y consideración. Pero eso es así también cuando hablamos de delincuencia ordinaria (no es menor el dolor en el caso de un asesinato que tenga como pretexto otros motivos) o incluso cuando hablamos de víctimas producidas en un accidente de trabajo o de circulación. Igual de irreparable es la muerte en todos esos casos e igual de intenso el dolor de sus allegados. Lo distinto, son los verdugos.

De igual modo que no merece el mismo reproche el que por imprudencia causa la muerte de otro que quien mata a sangre fría, tampoco lo merecen los atentados terroristas dirigidos contra fuerzas combatientes que los dirigidos contra la población civil. No es lo mismo un atentado selectivo que otro indiscriminado, y dentro de estos últimos, ocupan el grado más alto de repugnancia los dirigidos contra los más débiles, nuestros niños.

Lo ocurrido en Rusia desborda el límite del horror imaginable. Y no me refiero sólo al desenlace. Poner en riesgo la vida de centenares de niños al servicio de ventajas políticas o patrióticas no es sólo ontológicamente inaceptable, es que además describe para siempre, sin revisión posible, la catadura humana de quienes han promovido, ejecutado, aplaudido o meramente tolerado esa conducta. Sería bueno o, mejor, decente que no sólo Rusia sino el mundo entero estuviera a la altura del agravio. La causa que perseguían sus autores ha quedado maldita para siempre y sus secuaces no pueden esperar ni comprensión ni ayuda. ¿Será capaz la comunidad internacional de mineralizar políticamente el actual hervidero pasional?. Sólo si lo hacemos habrá esperanza. La inteligencia debe emplearse para diseñar la forma más efectiva de acabar con esa gentuza. Pero no es el instrumento más convincente a la hora de fijar las prioridades morales. Para esto último es mejor fiarse de los sentimientos.

Causa pavor imaginar cuál pueda ser el paso siguiente en la senda de la perversidad. Si una o cien guerras convencionales sirvieran para acabar con el terror, tendrían mi más entusiasta apoyo. Lo malo es que sólo los más tontos o los más inmorales pueden ignorar que el mundo, después de Bush, se ha tornado infinitamente más inseguro y cruel. El terrorismo es algo demasiado importante para dejarlo en sus manos. Acabar con semejante Emperador es una prioridad de nuestra precaria civilización. No es que sea la mejor medida contraterrorista pero, desde luego, es la más enérgica que las personas decentes pueden adoptar. Al propio tiempo, pone de relieve la urgente necesidad de que el nombramiento del presidente de EE UU no sea una mera cuestión interna y pase a ser lo que realmente ya es, una decisión del conjunto de la humanidad.