Jean-Paul Sartre nació en 1905, año de la primera revolución rusa; murió en la primavera de 1980, década que vería cómo el Muro de Berlín caía. En Las Palabras, libro autobiográfico, conocemos al Sartre niño, un niño mimado: “Rubio y sonrosado, con bucles, tengo las mejillas redondas […]. Yo era un adulto en miniatura y tenía lecturas adultas […]. Quería tomar baños de cultura […]. Al escribir, existía, me escapaba de las personas mayores”. Su madre, sonriendo, le dijo un día: “Mi hombrecito va a ser escritor”, aunque cuando le veía escribiendo en el pupitre: “Está muy oscuro, ¡vas a quedarte ciego!”.
En ese ambiente burgués trataba a los pobres con desdén: “Les pongo en la mano una moneda de diez céntimos y, sobre todo, les regalo una hermosa sonrisa igualitaria. Les encuentro un aire estúpido y no me gusta tocarles, pero me esfuerzo”. Descubrió “el verdadero lazo de unión entre los hombres” gracias al cine, pues todos eran iguales en la oscuridad de la sala.
En La ceremonia del adiós, quien fue su compañera, Simone de Beauvoir, nos cuenta cómo, durante la década de los 70, aquel niño envejeció: fumaba dos paquetes diarios, bebía demasiado, era hipertenso, diabético, medio ciego… Llevaba dentadura postiza, tenía incontinencia urinaria, baches de memoria, vértigos y, a menudo, divagaba. “Ya no puedo trabajar… chocheo”.
En los dos libros se destaca un rasgo de Sartre: pensaba contra sí mismo. Durante décadas tomó la pluma por una espada y, a pesar de su brillantez, decía que todo anticomunista es un perro y que en la Cuba de Castro había nacido la verdadera democracia. Sin embargo, a raíz del apoyo del filósofo francés al poeta Padilla, Castro lo convirtió en un enemigo.
El Sartre del ocaso es un ser poliédrico: reprobaba la violencia de la Fracción del Ejército Rojo, pero quería entrevistarse con uno de sus líderes en la cárcel; la crítica de las leyes burguesas no le impedía tomar cócteles en hoteles de lujo; dirigía periódicos de extrema izquierda mientras mostraba su apoyo a disidentes del Este. El niño que tenía la certeza de ser enterrado en el Panteón parisino murió a los 74 años. Fue incinerado. Sus cenizas reposan en el cementerio de Montparnasse.
Otro filósofo comunista también murió en la primavera del 80, Roland Barthes: una furgoneta de reparto lo atropelló frente a La Sorbona. Y en diciembre, Althusser, otro filósofo, otro marxista, moriría en un convento donde había sido recluido tras estrangular a su mujer con un pañuelo de seda. Los 80 también verían morir a pensadores comunistas como Jacques Lacan, Michel Foucault y la propia Simone de Beauvoir.
Los últimos meses de su vida a Sartre le preocupaba cómo pagar los gastos del entierro. Simone de Beauvoir desviaba la conversación. Días antes de morir, él —los ojos cerrados— la cogió de la muñeca: “La quiero mucho, mi pequeña Castor”.
Esos últimos meses coincidieron con el segundo viaje que Fernando Díaz-Plaja hizo a la Europa del Este, descrito en Viajes por la Europa roja. En coche, acompañado por su esposa, Díaz-Plaja dibuja situaciones cotidianas que ayudan a entender por qué la libertad y el comunismo son antagónicos: en Bulgaria, por ejemplo, es insultado por la directora de un hotel, despreciado por las encargadas de las gasolineras, ignorado por las funcionarias de otro hotel… Como el Estado es el dueño de todo, “la gente vive —malvive— de un sueldo a cambio de un servicio. Pero si ese servicio se multiplica por diez cobra lo mismo. No hace falta demasiada imaginación para comprender que cualquier servidor vea con irritación la llegada del cliente a partir del número once. Tanto más cuanto la propina no se usa. Aunque cuando se da, tras mirarle a uno con cierta sorpresa, la aceptan encantados”.
(En sus memorias, Fernán Gómez cuenta que, estando en Moscú, el comportamiento de los camareros rusos le recordó a los camareros del Madrid de la Guerra Civil: “Si las revoluciones sientan tan mal a los camareros quizás vaya siendo cosa de pensar en no hacerlas”).
Díaz-Plaja también habla de la vigilancia constante. En Rumanía, el enviado de un país francófono le dice que, los lunes por la mañana, cuando llega a la embajada se encuentra con los plomos fundidos: “Aprovechan los domingos para cambiar las cintas magnetofónicas donde graban las conversaciones y siempre se cargan la instalación”. En Checoslovaquia, si el Estado no necesita ingenieros cierra la escuela y, quienes pensaban estudiar esa carrera, pueden estudiar Leyes —siempre que falten abogados—.
En los países del Este no se elige hotel (“eligen por usted el que está en ese momento disponible”); no hay sindicatos libres ni derecho de huelga; el idioma ruso es obligatorio en los colegios; no se ven desnudos en librerías, teatros, cines ni quioscos. Y el Partido Comunista está constituido por una élite de difícil acceso. El culto a la personalidad (Lenin, Tito, Ceausescu…) tiene ejemplos delirantes: en algunos lugares públicos de la URSS había sillones de piedra para que los rusos meditasen sobre Stalin.
La mirada de Díaz-Plaja por los nueve países que visita es limpia, por eso también describe aquello que le parece positivo: con respecto a su primer viaje diez años atrás, las ciudades —excepto Praga— habían mejorado; la enseñanza es gratuita hasta la universidad; un africano que va desde un cuartel ruso hasta una fábrica yugoslava es una muestra de ayuda al Tercer Mundo; las calles son seguras de noche y de día; los campos están bien cultivados (trabajan la tierra tanto hombres como mujeres), hay tractores gigantes y máquinas recolectoras, pero la fruta no acaba en los restaurantes ni en los mercados porque la exportan para obtener divisas; terminan con el analfabetismo, fomentan la lectura, aunque muchos libros son prohibidos.
Poco a poco, del comunismo se va pasando al consumismo. Como le dice a Fernando el vendedor de una joyería de Belgrado: “Aquí todos se han contagiado del consumismo”. La televisión y el cine son caballos de Troya que saltan muros y telones mostrando las comodidades del mundo occidental. Otro caballo de Troya son las tiendas solo para turistas: los bolsillos de los Estados se llenan de dólares; los ojos de los ciudadanos de celos al ver los escaparates repletos de objetos inalcanzables (medias de seda italianas. whisky escocés, hojas de afeitar americanas…).
En Viajes por la Europa roja leemos una reveladora anécdota: una rumana que trabajaba en la embajada de España obtuvo una beca de estudios en Madrid. Al llegar, cobró el dinero de la beca, que era de tres meses, y se fue a dar una vuelta por la capital, entrando en El Corte Inglés… Cuando salió se lo había gastado todo.
La Unión Soviética es el último país del viaje: los supermercados, las minifaldas, las tarjetas de crédito… son más ejemplos de cómo se occidentalizaban a galope aquellas sociedades.
Santiago Carrillo le contó a Ramón Tamames que la construcción del Muro había sido “absolutamente necesaria porque el paso de los alemanes del Este al Oeste constituía una auténtica sangría para la República Democrática Alemana”. Según el “progresista” Pablo Iglesias, la caída del Muro fue “una mala noticia”. Y otro joven “progresista”, Alberto Garzón, subió una foto a Instagram en la que aparecía cocinando con una sudadera de la RDA. En España, por desgracia, cocinar las cenizas del comunismo como hacen Iglesias y Garzón, en vez de ser motivo de afrenta, tiene una pátina de prestigio.
Hace treinta años cayó el Muro de Berlín; hace treinta y dos, la URSS. Ni los alemanes orientales ni los soviéticos derramaron lágrimas el siguiente amanecer. La Historia ha demostrado que, con todos sus defectos, el mercado es mejor que el economato; y que, también con todos sus defectos, son mucho más libres las sociedades capitalistas que las comunistas.
Aquella rumana que se gastó el dinero de la beca comprando en El Corte Inglés pudo elegir si entraba o no en los grandes almacenes y, una vez dentro, si compraba o no. No pudieron elegir las decenas de personas que fueron asesinadas intentando saltar el Muro en busca de libertad.
José Blasco del Álamo es escritor y periodista.