Cuando el día 6 ETA ponía fin a su tregua, tomaba cuerpo una evidencia arrastrada desde diciembre y se apagaba la última llama de una hoguera en la que han ardido ilusiones y esfuerzos que es preciso reconocer más allá de la tentación de la expectativa electoral que se ve en algunos. Pero sí es tiempo de buscar en las cenizas de estos meses de proceso para hallar lecciones nuevas y viejas.
Hay situaciones irreversibles. A ETA se le acabó el léxico. En procesos anteriores, bastó una declaración de suspensión temporal de atentados; luego debió sustentar el proceso de Lizarra-Garazi, en el que se dejaron jirones de piel las fuerzas aberzales, con un alto el fuego "indefinido". Esta vez, la suspensión de acciones ha sido "permanente" durante 14 meses marcados por un atentado con dos muertos, robo de armas, violencia callejera y la escenificación de una estética militar trasnochada en Aritxulegi. Ya no quedan sinónimos para la nada. Para una nueva expectativa, y ojalá llegue más pronto que tarde, la retórica no basta. A ETA le tocará poner las armas sobre la mesa, no bajo la camisa. Y, desde ahí, que negocie su retorno a casa, el futuro de sus presos, la reparación de sus víctimas. Como en la anhelada experiencia irlandesa. Y la política, para quienes tienen el refrendo de las urnas.
En esas creíamos estar, tras Anoeta. Dos mesas, dos vías, vasos comunicantes con interlocuciones separadas. Capaces de retroalimentarse, pero sin protagonismo político de ETA. Porque otra cosa que se ha quemado en el proceso ha sido la capacidad de la izquierda aberzale de ser interlocutora. Dilapidada, más allá del acoso de una parte identificada de la judicatura, por la propia ETA. A los representantes de Batasuna en el diálogo entre partidos los laminó el aparato militar cuando este decidió hacer estallar, también en sus caras, el artefacto de Barajas y no se dignó responder a Arnaldo Otegi cuando, con la T-4 aún humeando, les pedía que retiraran su tutela del proceso político; al impedir que naciera una formación nueva de la izquierda aberzale radical y sustituyéndola por una estructura (ASB) que sirvió más como desafío que como plataforma política útil; y sobre todo, al declararse referente del movimiento radical con la lucha armada y no con la acción política como herramienta fundamental.
¿Quién hay hoy en ese mundo capaz de sentarse a una mesa y resultar creíble? No un Otegi encarcelado ni los Permach, Barrena o Álvarez, quemados por dos procesos que comenzaron pidiendo cita al nacionalismo democrático para acabar llamando traidores a sus interlocutores. Ahora, con el PNV de Imaz, igual que en Lizarra-Garazi, con el de Arzalluz. Siguiendo, por cierto, un manual que ya manejaba en junio pasado. Un manual recogido en el documento del MLNV La izquierda aberzale y el proceso democrático, con reflexiones ante una eventual fractura del proceso en marcha: "En ese caso, nuestra responsabilidad será situar la responsabilidad de la prolongación del conflicto en nuestro enemigo. Que la factura política a pagar por la izquierda aberzale sea la mínima posible. Esta situación debe ser prevista y preparada a lo largo del proceso". La prioridad no es el proceso, sino evitar otra factura política como la que ya pagó tras la ruptura del anterior, cuando de 1999 al 2001, y solo en la autonomía vasca, 85.000 votantes abandonaron el proyecto de Euskal Herritarrok.
Hay otra confianza rota en este proceso. La del pacto ético entre los grandes partidos llamados a gobernar el Estado. Nada será como antes tras convertirse la política antiterrorista en el eje del acoso de la oposición de Rajoy al Gobierno de Rodríguez Zapatero. El líder del PP se obliga a no explorar vías alternativas a la exclusivamente policial, que acumula 40 años de fracasos en lo esencial, que es la pervivencia del terrorismo más allá de sucesivas detenciones de cúpulas y comandos. Rodríguez Zapatero y quien le sustituya en el futuro se obligan porque saben el coste del acoso parlamentario y mediático, además de la quinta columna de la que goza el PP en sectores clave del estamento judicial. También este sale tocado de la experiencia. Retratado en sus filias y fobias, en sus decisiones inclinadas en función de necesidades puntuales o de vocaciones individuales o colectivas.
Y en Euskadi se ha quebrado el ánimo. El de quienes hicieron (hicimos) acopio de ilusión tras la anterior tregua y la pusieron en la balanza a favor del proceso de paz. Es un duro golpe afrontar que, a la luz de los hechos, nos agarramos a atisbos de luz hasta el fin alimentados solo por el derecho y la vocación de toda sociedad a tener esperanza. Pero no fue un espejismo. Es el mismo ánimo que intenta ahora reconstruir el lendakari Juan José Ibarretxe cuando reclama el protagonismo de la política. Impermeable al chaparrón del que se sabe que será objeto. Empeñado en convertir en hechos la voluntad de resolver un conflicto viejo y enquistado, aferrado al derecho y la razón pura, y contra el signo de los tiempos, en los que prima un buen tratamiento mediático de la falacia a esa sincera, aunque incómoda, confesión de que, en democracia, los políticos están condenados a dialogar incluso cuando el coste personal de esa práctica resulte insoportable. Lo saben quienes protagonizaron la transición política, aunque lo hayan dicho bajito estos meses. Ellos, que supieron lo que era sentarse a hablar con el enemigo, tragar y hacer tragar sapos porque había un fin superior que lo exigía: la democracia. La paz no es un objetivo menor ni siquiera en la oscuridad de estos días.
Iñaki González, periodista.