Las claves de un fenómeno

El éxito de una serie de televisión suele medirse, en términos económicos, por los coyunturales índices de audiencia que acompañan su recepción. Pero el éxito también puede ser entendido con relación a la sabiduría que algunas de esas series manifiestan a la hora de radiografiar el imaginario social, a la audacia con que renuevan antiguos protocolos narrativos, a su capacidad de subvertir viejos valores y, en fin, a su disposición a perdurar en la memoria colectiva. Para adquirir esta anhelada condición de clásico instantáneo, un producto serial debe tan pronto manifestar su asimilada deuda con la tradición a que se adhiere, como convertirse en eslabón imprescindible para todo lo que venga después. En el impresionante despliegue de creatividad que ha supuesto la llamada "nueva edad de oro de la serialidad televisiva norteamericana", estas condiciones se han dado en un número importante de productos. Tal vez no se deba hablar sólo de series de éxito - que las hay a granel-, sino del éxito de la ficción serial en su conjunto.

Una de las claves del fenómeno es, sin duda, la asunción sabia que la mayoría de series han sabido hacer del pasado cinematográfico que las precede. En vez de convertirse en enemiga de la gran pantalla, la televisión norteamericana usa los dispositivos seriales como una forma de ampliar, revisar y actualizar las conquistas narrativas que hicieron del cine la gran máquina de la ficción del siglo XX.

El diálogo intergenérico y transmediático que obras como Los Soprano, Perdidos, Deadwood o 24 mantienen con la historia de Hollywood hace visible hasta qué punto el relato fílmico no ha muerto, sino que se ha reubicado con audacia en el marco de la ficción televisiva. El consiguiente componente mitológico que se desprende de estas series es otro elemento clave para entender su capacidad de penetración en nuestro imaginario. Contra la tentación doméstica de una televisión hogareña nacida para halagar a las audiencias en su rutinario día a día, los guionistas huyen de todo componente costumbrista y elaboran una temporalidad mítica, que apela al lenguaje de los arquetipos.

Como en el Hollywood clásico, América vuelve a explicarse desde la fabulación metafórica y combate la rutina cotidiana con la excepcionalidad hiperbólica. La familia - centro neurálgico de la ficción televisiva de todas las épocas- sigue existiendo, pero no para representar una tipología de edades variadas en que los diversos sectores de público puedan reconocerse confortablemente, sino para asumir, hasta las últimas consecuencias, el sustrato trágico inherente al mito de las generaciones.

Y es que el nuevo relato no puede ya servir para imponer ninguna idea de orden estable. Las grandes series contemporáneas se han sabido convertir en el espejo inverso de los antiguos mundos felices que, en los años sesenta, dieron lugar a los confiados universos familiares y profesionales de Bonanza,Ironside o el primer Star Trek.En osada simetría con la desconfianza hacia el poder político que va calando en las instancias críticas de la sociedad civil norteamericana, el orden presidencial, policial y paternal es puesto en crisis. En un mundo en que los hijos recelan del legado moral de los padres - como los ciudadanos desconfían de sus gobernantes-, los códigos de lealtad se han visto desgarrados por la emergencia de una acuciante temporalidad que acaba revelando lo incierto de toda relación humana. Los episodios autoconcluyentes persisten en algunas series - CSI o House-, pero ni tan sólo en ellas la estabilidad de los grupos es segura: la sospecha, la traición y la muerte rondan a sus desorientados protagonistas. El paso del tiempo lo transforma todo y los personajes habitan en un universo conflictivo que dificulta la regeneración optimista del modelo clásico. No hay relación sentimental que aspire a la permanencia, ni identidad social que pueda conservarse incólume al cabo de las temporadas.

Esta serialidad nacida para conformar una caleidoscópica imagen infernal del mundo contemporáneo tiene, finalmente, como clave retórica para captar la atención de las audiencias, la proliferación de grandes enigmas que envuelven la totalidad del ciclo narrativo. La activación sistemática de la curiosidad en relación con los secretos del pasado - esos que impiden al espectador tener certezas sobre lo que se ve y lo que se dice- es piedra angular en buena parte de las series (ahí está la magistral Perdidos como ejemplo máximo).

No hay que dudar mucho, sin embargo, del carácter irrevocablemente trágico que también en este caso cabe esperar de toda revelación futura. La clave estética esencial de las series contemporáneas estriba, al fin y al cabo, en haber sabido proponer universos mitológicos en los que no hay acción sin culpa, ni cambios de saber que no provoquen una aristotélica circulación de dolor compartido entre el héroe que expía los males de la comunidad y el público que vive para reconocerlos.

Xavier Pérez, profesor de Narrativa Audiovisual en la Universitat Pompeu Fabra.