Las condiciones del diálogo y el error Chamberlain

Por Ignacio Sánchez Cámara, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de La Coruña (ABC, 31/03/05):

Comienza la campaña de las elecciones generales vascas marcada por la pretensión nacionalista de sacar adelante el plan Ibarretxe, ilegal desafío a la Constitución que debió ser rechazado por la Mesa del Congreso de los Diputados, ya que no todo, ni bajo cualquier condición, es susceptible de someterse a diálogo. Este es un gran bien, aunque no un bien absoluto. Sócrates lo instituyó como medio para llegar a conocer la verdad, no para crearla. Otros, acaso prostituyéndolo o, al menos, degradándolo, lo convierten en instrumento para determinar lo que es verdadero, bello o bueno. Aspirar a entenderse con el que piensa de manera diferente u opuesta no es sólo sano principio liberal, sino también cualidad de todo hombre razonable. Pero, como todo lo humano, el diálogo tiene límites y condiciones. Para empezar, es cosa de, al menos, dos. Es decir, dos no pueden dialogar si uno no quiere. Requiere además el uso de la palabra y, por tanto, el ejercicio de la razón. Y aspirar a convencer. Aceptar la imposición de quien no está abierto a la posibilidad de cambiar de opinión sino que, por el contrario, pretende eliminar al adversario o prescindir de su opinión, no es dialogar; es claudicar. El diálogo requiere la existencia de unas condiciones muy concretas, entre ellas, el respeto al interlocutor y la buena fe. Rompe el diálogo quien destruye la buena fe y rompe las reglas del juego limpio, no quien se niega a hablar con quien así actúa.

La historia, incluso la más reciente, confirma los males que se derivan de aceptar el diálogo cuando una parte no cumple las condiciones mínimas o cuando se intenta calmar y apaciguar mediante concesiones a quienes aspiran a la victoria total, a la solución final. Al totalitarismo sólo se le vence mediante la firmeza y, cuando ya no queda otro remedio, mediante la fuerza. La actitud de Chamberlain ante Hitler constituye un ejemplo clamoroso. Ciertamente el nazismo fue un caso límite aberrante, pero casos aparentemente menos agresivos obedecen a una lógica totalitaria semejante. Frente al nacionalismo separatista vasco (y no sólo frente a él), los Gobiernos y los partidos democráticos, desde el origen de la transición a la democracia, han cometido errores graves. Lo peor es que no parece que hayan aprendido de ellos. O, al menos, no todos. Una vez más la vía Chamberlain se revela como errónea. La combinación de antipatía, debilidad y concesión ha sido funesta (por no mencionar episodios criminales). Otra era y ha de ser la terapia: acercamiento a la población que se siente poco o nada española, firmeza y negación de toda concesión al terror. Así, hemos llegado hasta el llamado plan Ibarretxe, aprobado por el Parlamento vasco y rechazado por las Cortes Generales. Salvando las distancias, Zapatero ha exhibido una estrategia cercana a Chamberlain, y Rajoy la actitud que evita tener que recurrir a la solución Churchill. El secreto estriba en convencer y no ceder.

El proyecto de Ibarretxe debe ser tratado haciendo distinciones. La tarea del pensamiento suele resultar facilitada cuando se hacen distinciones pertinentes, y no se mezcla y confunde todo. Así lo afirma un personaje de Rey Lear de Shakespeare: «Te enseñaré a hacer distinciones». Hagámoslas, pues. Desde la perspectiva jurídica, el proyecto de Ibarretxe es inconstitucional y, por lo tanto, ilegal. Bajo la forma de un proyecto de reforma del Estatuto de Autonomía se oculta un intento de demolición, ni siquiera de reforma, de la Constitución. El texto confiere la soberanía al «pueblo vasco», cuando la Carta Magna la confiere al pueblo español y además establece que ella misma se asienta sobre la unidad indisoluble de los españoles. Romper esta unidad no sólo entrañaría la reforma de la Constitución, sino su destrucción. Por lo demás, tanto el Gobierno regional vasco como su Parlamento pretenden asumir funciones y competencias que no les reconoce el texto constitucional.

Desde el punto de vista político, la mera presentación del proyecto entraña la ruptura del consenso que presidió la transición y condujo a la aprobación de la Constitución. Se trata, pues, de un ejercicio de irresponsabilidad política que rompe las reglas de juego, es decir, las condiciones del diálogo. Y lo hace además con un apoyo popular y parlamentario muy inferior al que obtuvo el actual Estatuto de Guernica, que ahora se declara unilateralmente obsoleto y superado. Por lo demás, divide a los vascos y establece una distinción entre ciudadanos de primera y semiextranjeros o cuasimetecos. Políticamente es, pues, un desastre.

Desde la perspectiva ideológica, entraña la asunción de los principios del nacionalismo radical, hostil a toda concepción democrática y liberal de la ciudadanía, y la afirmación de la supremacía de unos supuestos e inexistentes derechos colectivos frente a los derechos de la persona, los únicos que merecen ese calificativo. Además, entraña la ruptura de la convivencia secular en el seno de una de las naciones más antiguas de Europa. No se trata de crear una nación sino de destruirla.

Desde el punto de vista moral, el proyecto merece la mayor reprobación. En realidad, bastaría para fundamentar esta valoración todo lo ya expuesto, especialmente, la ilegalidad, la ruptura del consenso y de las reglas del juego, la destrucción del orden constitucional y la pretensión de romper la unidad de España. Todos estos efectos bastarían para defender su inmoralidad. Pero, por si fuera poco, el plan se sustenta en los votos de una organización política declarada parte del entramado de una organización terrorista. El lendakari ha faltado a su palabra. Dijo que no contaría con el apoyo de Batasuna, y lo ha hecho. Dijo que no lo presentaría mientras el terrorismo siguiera existiendo, y lo ha defendido dos días después del último atentado de la banda terrorista. Se comete así un agravio a la memoria de las víctimas y a los derechos de quienes se ven privados de ellos en el País Vasco. Porque esto es lo esencial. ¿Cabe hablar de diálogo cuando la mitad de una colectividad se encuentra amenazada? Aquí no se vulneran los pretendidos derechos del pueblo vasco, sino los concretísimos derechos de cientos de miles de ciudadanos. Hoy por hoy, no es posible saber cuál es la voluntad de los vascos. No se dan las condiciones de libertad para permitirlo. Si desapareciera definitivamente ETA y si, recuperada así la libertad, una mayoría de ciudadanos, a través de sus representantes políticos, se expresara a favor de una reforma de la Constitución, apelando a la soberanía nacional que reside en el pueblo español, entonces, y sólo entonces, se podrían dar las condiciones para entablar un diálogo cuyo desenlace dependería de lo que decidiera la mayoría de la Nación española. Entonces sería posible defender la independencia, el Estado libre asociado, el Estatuto de Guernica y la Constitución actual, y, por supuesto, la reducción de las competencias autonómicas, el fortalecimiento del Estado y de la cohesión nacional o la reforma de la ley electoral. Sólo entonces, y respetando la Constitución. Eso sería diálogo. Lo demás es claudicación al chantaje y negación del verdadero diálogo, es decir, negación de la razón y la palabra.

Por todas estas razones, el debate parlamentario nunca debió tener lugar. Al menos, sirvió para algo: para mostrar la firmeza del PP, la tibieza de Zapatero que anunció, a lo Chamberlain, nuevas concesiones para el imposible apaciguamiento, y también para percibir el rostro mendaz del totalitarismo. No es fácil saber lo que nos espera. En cualquier caso, nada de lo anterior se puede ver afectado por el resultado de las próximas elecciones autonómicas convocadas, pues lo son sólo en los términos previstos en la Constitución. No se trata de un plebiscito sobre el plan Ibarretxe, sino de unas elecciones regionales para elegir diputados a un Parlamento regional que deberá gestionar las competencias que le asigna la Carta Magna y nada más que ellas. Al Gobierno de Zapatero le corresponde garantizar el imperio de la ley y la defensa de la Constitución. Si no lo hace, contraerá una gravísima responsabilidad histórica. Y el diálogo, siempre. Pero siempre que se den las condiciones de buena fe, veracidad y respeto a las reglas. Los jugadores de mus saben que un órdago se acepta o se rechaza, se gana o se pierde, pero nunca se negocia.