Las consecuencias de incumplir

Durante casi dos décadas, el proceso de paz por lo visto perpetuo de Oriente Medio ha sido como una rueda de ejercicio de un hámster en el caso de los palestinos y un carrusel infantil en el caso de los israelíes. Todo este movimiento no ha sido más que una forma de correr o girar sobre el mismo lugar. Nada, en ningún momento, cambia de verdad.

En relación con los últimos encuentros mantenidos por John Kerry en Oriente Medio, con el propósito al parecer de activar una reanudación de las negociaciones directas palestino-israelíes, es de interés recordar una ceremonia previa celebrada con el mismo fin en la Casa Blanca el 2 de septiembre del 2010. En lo concerniente a esta reanudación, cabe apuntar las diferentes posturas: el primer ministro israelí, Benjamin Netanhayu, subrayó que cualquier nueva negociación debía entablarse “sin condiciones previas” y el presidente palestino, Mahmud Abas, recalcó, entre otras cosas, que cualquier negociación debería desarrollarse con arreglo a un plazo.

Al referirse Hillary Clinton, la predecesora del actual secretario de Estado, John Kerry, a la reanudación en cuestión, afirmó que las negociaciones deberían desarrollarse “sin condiciones previas”, como había subrayado Netanhayu, y que tanto Netanyahu como Abas habían acordado que las negociaciones deberían someterse a un plazo de un año o a una fecha límite, como había recalcado Abas.

La ronda de negociaciones no arrancó y la “fecha límite” anunciada formalmente careció de sentido, por una razón clara y esencial.

A lo largo del proceso de paz, todas las fechas límite, empezando por el plazo de cinco años para alcanzar un acuerdo de paz permanente establecido en la Declaración de Principios de Oslo firmada hace casi 20 años, se han dejado escapar como era de esperar de forma sistemática. Tales fracasos estaban garantizados por la realidad práctica de que, para Israel, “fracaso” no ha comportado más consecuencias que una continuación del statu quo que, para todos los gobiernos israelíes, ha sido no sólo soportable sino preferible a cualquier alternativa realizable de modo realista.

Para Israel, “fracaso” siempre ha constituido “éxito”, cosa que le permite seguir confiscando territorio palestino, ampliar sus colonias en Cisjordania, construir vías de circunvalación sólo para judíos y, en términos generales, hacer la ocupación más permanente e irreversible.

En interés de todos, esto debe cambiar. Para que haya alguna posibilidad de éxito en cualquier nueva ronda de negociaciones, el fracaso debe implicar consecuencias claras y convincentes que los israelíes podrían plausiblemente encontrar poco atractivas; de hecho, al menos al principio, propias de una pesadilla.

En una entrevista publicada el 29 de noviembre del 2007 en el diario israelí Ha’aretz, el predecesor de Netanyahu, Ehud Olmert, declaró: “Si el día del fracaso de la solución de dos estados nos enfrentamos a una lucha al estilo de Sudáfrica por iguales derechos de voto (también para los palestinos en los territorios), entonces, tan pronto como ocurra, el Estado de Israel se ha acabado”.

Esta entrevista hacía referencia a un artículo previo de Ha’aretz, publicado el 13 de marzo del 2003, en el que Olmert había expresado la misma preocupación en los siguientes términos: “Cada vez hay menos palestinos interesados a propósito de una solución negociada, basada en dos estados, porque quieren modificar la esencia del conflicto de un paradigma argelino a otro sudafricano. De una lucha contra la ‘ocupación’, en su lenguaje, a una lucha por un hombre, un voto. Esto es, por supuesto, una lucha mucho más limpia, mucho más popular y, en definitiva, mucho más potente. Para nosotros, significaría el fin del Estado judío”.

Si la opinión pública israelí pudiera ser persuadida a compartir la percepción de la postura israelí y las opciones reflejadas en las perspicaces declaraciones públicas de Olmert, los palestinos entrarían en una nueva ronda de negociaciones directas desde una posición de fuerza, difícil desde el punto de vista intelectual y psicológico, aparte de que les resultaría problemático imaginar un cambio de papeles tan espectacular.

Todo lo que necesitarían hacer los dirigentes palestinos sería declarar –cuando se impulsaran nuevas negociaciones– que si no se alcanza y se firma en el plazo de un año un acuerdo definitivo de paz basado en la existencia de dos estados, el pueblo palestino no tendrá otra elección más que buscar la justicia y la libertad a través de la democracia; a través de plenos derechos de ciudadanía en un solo Estado en todo Israel/Palestina, libre de toda discriminación basada en la etnia o la religión y con los mismos derechos para todos los que vivan allí.

La Liga Árabe debería entonces declarar públicamente que la muy generosa iniciativa árabe de paz, que, desde marzo del 2002, ha ofrecido a Israel una paz permanente y relaciones diplomáticas y económicas normales con todo el mundo árabe a cambio de que Israel cumpla con el derecho internacional, se mantiene como ofrecimiento, pero expirará y se descartará si no se ha firmado con anterioridad a este plazo de un año un acuerdo definitivo de paz entre israelíes y palestinos.

Plantear la elección ante los israelíes con tanta claridad aseguraría que los dirigentes israelíes se sintieran animados –de hecho, forzados– a hacer a los palestinos la más atractiva oferta de una solución basada en dos estados que la opinión pública israelí pudiera encontrar aceptable. En ese momento –pero no antes– podrían comenzar negociaciones serias y significativas. El extenso programa de colonización de Israel puede haber provocado ya que sea demasiado tarde para lograr una solución digna basada en dos estados (como contraria a una solución indigna, la del bantustán), pero la verdad es que una solución digna basada en dos estados nunca tendría mejor oportunidad de alcanzarse. Si es, de hecho, demasiado tarde, los israelíes, los palestinos y el mundo lo sabrán y concentrarán a partir de entonces sus mentes y corazones de manera constructiva en la única otra alternativa digna.

Incluso es posible que, si se ven obligados a centrarse en la perspectiva de vivir en un Estado democrático, con igualdad de derechos para todos sus ciudadanos –cosa que, al fin y al cabo, Estados Unidos y la Unión Europea apoyan, en todos los demás casos, como la forma ideal de la vida política–, muchos israelíes podrían llegar a ver esta amenaza como una pesadilla menor de lo que tradicionalmente han considerado.

En este contexto, los israelíes podrían desear hablar con algunos sudafricanos blancos. La transformación de la ideología racial y sistema político supremacista de Sudáfrica y el sistema político en uno plenamente democrático les ha transformado, a nivel personal, de parias en gente bien acogida en su región y en el mundo. También ha asegurado la permanencia de una presencia blanca fuerte y vital en Sudáfrica de una forma tal que la prolongación de la flagrante injusticia de una ideología y sistema político racial supremacista y la imposición de estados independientes fragmentados y dependientes sobre la población autóctona nunca podrían haber conseguido. No es un precedente que quepa descartar. Podría infundir confianza.

Unas nuevas negociaciones para poner fin a la ocupación de Palestina sobre la base de dos estados y para lograr la paz con cierto grado de justicia deben desarrollarse con arreglo a una auténtica y creíble fecha tope última para el éxito y deben tener consecuencias claras e inequívocas en caso de fracaso. Sea que el futuro de Tierra Santa se vaya a basar en la partición en dos estados o en la plena democracia en un Estado, hay que elegir ahora de modo definitivo. Ya no se puede tolerar más un proceso de paz fraudulento diseñado simplemente para matar más tiempo.

John V. Whitbeck, experto en derecho internacional. Asesor del equipo palestino en las negociaciones con Israel Traducción: José María Puig de la Bellacasa

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