Las consecuencias de la austeridad

El desarrollo de la crisis ha tenido consecuencias ciertamente drásticas sobre el reparto de la renta entre los ciudadanos españoles. Mientras que los indicadores más básicos de desigualdad apenas han cambiado para el promedio de la Unión Europea desde 2007, España, que ya partía de niveles considerablemente más altos, ha sufrido uno de los mayores aumentos de las diferencias económicas entre los hogares. La pobreza monetaria, que había permanecido prácticamente estancada en nuestro país durante los quince años anteriores a la crisis, ha pasado a afectar a más de uno de cada cinco hogares. La magnitud de este cambio es la mayor desde que disponemos de datos anuales sobre los ingresos y las condiciones de vida de la población española. Los indicadores sobre la proporción de hogares que no reciben remuneraciones del mercado de trabajo, prestaciones por desempleo o de la Seguridad Social, que regularmente ofrece la Encuesta de Población Activa, alcanzaron su máximo histórico hace más de un año y no han dejado de crecer desde entonces.

Las razones de este empeoramiento del panorama distributivo son varias y obedecen a factores que van más allá del cambio de ciclo económico. En primer lugar, persiste un problema económico básico ligado a una estructura productiva poco competitiva. En las últimas décadas, la creación de empleo ha estado muy ligada a sectores muy cíclicos y la evidencia nos muestra que necesitamos tasas relativamente altas de crecimiento del PIB para crear nuevos puestos de trabajo. En segundo lugar, tenemos un grave problema estructural de desigualdad y vulnerabilidad. Ya antes de la crisis existía un porcentaje de población muy amplio con rentas sólo ligeramente superiores al umbral de pobreza y muy dependientes del efecto de arrastre que había tenido la expansión de determinadas actividades económicas. En tercer lugar, no hemos sido capaces de consolidar una red de protección suficientemente sólida, enfrentándonos a la crisis con un sistema de garantía de ingresos muy fragmentado, con importantes lagunas en su cobertura y con grandes desigualdades territoriales en la respuesta ofrecida a las situaciones de insuficiencia de los ingresos.

Especialmente preocupante es el problema de la desigualdad estructural en el seno de la sociedad española. El nivel de concentración de las rentas de capital es de los mayores de la Unión Europea y nuestras desigualdades salariales son ciertamente elevadas en el contexto comparado, con una alta incidencia del trabajo de bajos salarios. Ya antes de la crisis se había alcanzado el máximo histórico en las tasas de pobreza de los ocupados. Nuestra movilidad de ingresos es, además, reducida, marcada por abundantes transiciones entre los hogares en la parte baja de la distribución de la renta y mucho más limitadas en la parte alta. Aparte de estos rasgos estructurales, la desigualdad en la renta disponible de los hogares se ha ido alejando de la media de los países más ricos por la debilidad de las políticas redistributivas. Junto a la persistencia de una brecha histórica en términos de gasto social no sólo respecto a la Unión Europea sino a lo que debería corresponder a nuestro nivel de renta, las reformas tributarias desarrolladas desde mediados de los años noventa hasta la crisis apostaron por la reducción de los tipos impositivos, lo que supuso una menor capacidad de redistribución.

El resultado de estos procesos fue que la desigualdad y la pobreza dejaron de disminuir en España desde principios de los años noventa, rompiéndose una tendencia histórica tanto de reducción continuada de ambos fenómenos como de acercamiento a los niveles medios de la Unión Europea. En lo cualitativo, la consecuencia fue el mantenimiento prolongado de situaciones de vulnerabilidad relativamente ocultas bajo la ola expansiva, mientras se iba reduciendo la capacidad de los principales instrumentos para transformar esas situaciones. La crisis, por tanto, no ha supuesto una ruptura con los procesos previos. Al agotarse el período de bonanza económica, los altos niveles de vulnerabilidad se han transformado, en un porcentaje importante, en situaciones de pobreza y exclusión social. No hay un antes y un después en las razones de fondo, aunque sí lo hay, por supuesto, en la magnitud de las cifras y en la incidencia de los problemas sociales.

Sí es un elemento de novedad, sin embargo, respecto a anteriores etapas del proceso distributivo el posible efecto que podrían tener las políticas de austeridad presupuestaria en este contexto de notable crecimiento de la desigualdad. El habitual alegato de que los ciudadanos compartan los costes de la crisis no se corresponde con la falta de neutralidad de estas políticas en términos distributivos. Ya sea a través del efecto directo que pueden tener los recortes de prestaciones y servicios o por la caída de la producción y el empleo derivada del recorte del gasto público, las llamadas medidas de austeridad podrían exacerbar la tendencia al aumento de las diferencias sociales. Corremos el riesgo de que en un breve plazo se evaporen algunos de los logros que exigieron grandes pactos sociales y un dilatado período para su consolidación.

Afirmar que puede existir una relación entre las medidas de austeridad y el posible aumento de la desigualdad no es un posicionamiento ideológico. Baste recordar cómo la severidad del ajuste fiscal en otros países en períodos anteriores, especialmente en el ámbito anglosajón, alteró sustancialmente el panorama distributivo. En el caso español, hay tres constataciones que alertan sobre la gravedad de las posibles tendencias. La primera es que en esta crisis el mayor ajuste se ha producido en las rentas de los hogares con menores recursos. La experiencia española reciente es casi un ejemplo de manual de lo que es una evolución regresiva de la renta. Mientras que entre 2006 y 2010 los ingresos del cinco por ciento de la población con rentas más bajas cayeron cerca de un 9% anual en términos reales, el crecimiento correspondiente al cinco por ciento más rico, cercano al 10%, fue el mayor de toda la población. Además de desmentir el estereotipo de que los costes de la crisis se han generalizado a todas las capas sociales, el hundimiento de las rentas más bajas ha hecho que la pobreza severa crezca velozmente, quebrándose la tendencia de las cuatro últimas décadas.

En segundo lugar, la experiencia de lo que sucedió en anteriores fases recesivas en España, como la de los primeros años noventa, nos alerta de la posibilidad de que incrementos transitorios de la pobreza y la desigualdad se conviertan en crónicos en el largo plazo. A pesar de la prolongada recuperación económica de los años posteriores no volvieron a alcanzarse los niveles anteriores a ese episodio recesivo. En tercer lugar, frente al aserto habitual de que el bienestar social se recuperará si lo hacen la actividad económica y el empleo, los datos son contundentes: las estimaciones de la relación entre el ciclo económico y la pobreza muestran una acusada asimetría en la respuesta de ésta a las recesiones y a las expansiones, siendo mucho más sensible a las primeras. Volver, por tanto, a altas tasas de crecimiento del PIB no garantiza que los problemas de insuficiencia de ingresos de un segmento importante de la sociedad española vayan a reducirse drásticamente.

Evitar el aumento de la desigualdad y las posibles tensiones sociales asociadas a los procesos de fragmentación social exigiría no sólo dar respuesta a las necesidades impuestas por la crisis sino también a los problemas estructurales de nuestro modelo social. Rebajar la severidad de las nuevas formas de pobreza requeriría no sólo mantener lo que había antes de la crisis, ahora insuficiente, sino aumentar los niveles de gasto social. Si no se añaden, por tanto, criterios de equidad mucho más exigentes a las medidas de austeridad nos arriesgamos a convivir en el futuro con diferencias sociales muy altas no sólo en el contexto comparado sino en lo que ha sido nuestra trayectoria en las cuatro últimas décadas.

Luis Ayala es Catedrático de Economía en la Universidad Rey Juan Carlos.

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