Las consecuencias de la longevidad

El debate en curso sobre el futuro de las pensiones demuestra que todavía no está claro para muchos cuál es la naturaleza de estas omnipresentes y decisivas prestaciones, a qué propósito sirven y cómo deben ser concebidas y gestionadas. Las reformas adoptadas hasta la fecha, no sin enorme esfuerzo social, no servirán para resolver la grave insuficiencia financiera del sistema de pensiones que el incesante alargamiento de la esperanza de vida va a traer con el tiempo a nuestro sistema.

El hecho de que prácticamente todos los países tengan relevantes sistemas de pensiones públicas lleva a pensar que estas prestaciones son meros gastos del Gobierno que deben estar garantizados para todos independientemente de cómo se financien, si bien es cierto que se busca que los futuros beneficiarios contribuyan de una u otra manera a su financiación.

El método elegido por la mayor parte de los sistemas públicos para financiar las pensiones es el denominado “de reparto”, en virtud del cual se pagan las pensiones de cada año con los ingresos por cotizaciones de los trabajadores (y los empleadores) recaudados en ese mismo año. Del mismo modo que los pensionistas reciben dicho pago como contrapartida de las cotizaciones que hicieron en su momento, los trabajadores cuyas cotizaciones sirven para pagar las pensiones del momento reciben a cambio la promesa de que percibirán las que les correspondan una vez jubilados. Cuando hay excedentes, estos se acumulan en un fondo de reserva del que se sacan recursos cuando los gastos superan a los ingresos.

Una alternativa al método de reparto es el de la capitalización, que consiste en acumular las cotizaciones de cada trabajador en una cuenta a su nombre para el pago de su futura pensión. Este es el método preferentemente elegido por los sistemas privados de pensiones. Vista la muy diferente naturaleza de ambos métodos financieros, se aduce a menudo que es imposible realizar la transición de un sistema de reparto maduro a un sistema de capitalización sin hacer pagar a la generación activa en ese proceso un doble tributo.

Por lo general, se hace depender la salud financiera de un sistema público de pensiones basado en el método financiero del reparto, como el español, de la existencia de un número adecuado de cotizantes por cada pensionista (alrededor de dos cotizantes por un pensionista bajo las fórmulas de ingresos y gastos existentes en nuestro país). Por lo que, cuando esta proporción disminuye, se argumenta que las cosas volverán a ir bien si se logra restaurar dicha proporción, razón por la cual los niños y los inmigrantes regulares suelen ser bienvenidos al sistema. A falta de un adecuado balance demográfico, se entiende que bastaría con que el PIB creciese lo suficiente (impulsado por el crecimiento de la productividad, especialmente) para asegurar el cobro de pensiones futuras tan buenas (en proporción a los salarios del momento) como las actuales.

Todo lo anterior, que dibuja un conjunto de argumentos aparentemente sin fisuras, esconde, en realidad, muchos problemas.

El primero y principal es que cuando el número de pensionistas aumenta sin cesar, por la causa que sea, es preciso que el número de cotizantes lo haga al menos al ritmo necesario para mantener la proporción crítica entre los últimos y los primeros.

En España, el número de pensionistas viene creciendo a un ritmo medio del 1,45% anual desde 2005, con pocas oscilaciones. A este ritmo, el número de afiliados debería aumentar en unos dos millones de efectivos para llegar al final de la presente década manteniendo el virtual equilibrio de ingresos y gastos que el sistema español ha experimentado en los últimos años, aunque ya presenta un manifiesto déficit, como es bien sabido, debiendo hacerse el uso previsto del fondo de reserva.

Si hablamos de los próximos 50 años, la afiliación debería aumentar en 17 millones, lo que requeriría una población total en España de unos 90 millones de personas, y así sucesivamente. Una demografía explosiva, en mi opinión, no es una buena solución para nuestras pensiones, es más bien un quebradero de cabeza. Como tampoco lo es el crecimiento del PIB o de la productividad. Por la sencilla razón de que los salarios suelen crecer a la par que estas magnitudes, y ello significa, como es, de hecho, la regla en nuestro sistema de pensiones públicas, al menos hasta ahora, que los pensionistas mantienen su estándar de vida después de la jubilación. Bajo este esquema, ni la productividad ni el crecimiento del PIB dan para más.

En realidad, lo que provoca el problema de las pensiones, no me canso de decirlo, es un profundo cambio en el ciclo vital consistente en que cada vez vivimos más, es decir, pasamos más años en la fase de jubilación, al tiempo que apenas cambia el número de años en los que trabajamos y realizamos aportaciones al sistema. El desequilibrio del ciclo vital, más vale que nos demos cuenta, actúa a escala individual y nos afecta a todos. El desequilibrio de los grupos de edad (pensionistas versus cotizantes), que tanto nos alarma, es un mero epifenómeno de lo anterior.

Cuando el problema de las pensiones se reduce, como creo que se reduce, a este “álgebra vital” incoherente entre las fases activa y pasiva hay pocas cosas que se puedan hacer para remediarlo. Se puede atrasar la edad de jubilación de manera conmensurada al desequilibrio mencionado. Esta edad no ha cambiado prácticamente en los últimos 100 años, mientras que la esperanza de vida se ha más que duplicado. A falta de ello, puede aumentarse el esfuerzo de cotizaciones (o ahorro a largo plazo) durante la fase activa del ciclo vital. También pueden rebajarse las expectativas de recibir una pensión equivalente (en proporción al salario futuro) como la actual. Finalmente, pueden combinarse las anteriores actuaciones para repartir el ajuste a lo largo del ciclo vital.

No creo que haya otras soluciones, que amparen las leyes, naturalmente, al problema de las pensiones. En España o en cualquier otra nación que aspire a conquistar el futuro.

Frente a decisiones como las que invoco, que afectan a todos y a cada uno, y que no son placenteras, que digan los especialistas cuál es el mejor diseño técnico y la mejor manera de implantarlo al menor coste, pero que no se niegue la mayor por miedo a perder apoyo electoral o por un deseo irredento de venganza de clase, porque así solo se agravará el problema.

Si mi diagnóstico es correcto, todo lo que se viene diciendo sobre los niños, los inmigrantes, el reparto o la capitalización, la prestación o la contribución definida, el crecimiento del PIB o el de la productividad, no son, no pueden ser, soluciones sostenibles. Si nos hacemos la ilusión de que pueden serlo, nos estamos engañando a nosotros mismos o estamos cayendo en el engaño de terceros. Puede que nadie quiera engañarse ni engañar a los demás en esta materia, pero lo cierto es que no hacer nada para equilibrar de manera flexible y robusta a la vez el balance de recursos (durante la fase activa) y necesidades (durante la fase pasiva) a lo largo del ciclo vital de todos y cada uno de los individuos, introduciendo, de paso, verdadera “contributividad” en el sistema español (hoy no la tiene, créanme), es tanto como propiciar un descomunal y carísimo, a la postre, engaño colectivo.

Si, hoy, la Seguridad Social tuviese que asegurar la “gran vejez”, como hacía cuando se inventó, hace más de un siglo, debería intervenir cuando los trabajadores tuviesen más de 75 años. No seré yo quien pretenda llegar a este extremo, pero creo que, si no nos afinamos a la hora de buscar esas soluciones flexibles y robustas, acabaremos haciendo justamente eso.

José A. Herce es profesor de Economía de la Universidad Complutense de Madrid y socio de Afi.

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