Las consecuencias de la votación de Arenys de Munt

Post festum, pestum.

Después de fiesta, peste. Lo decían los romanos y mi profesor de latín los lunes. La consulta de Arenys de Munt fue una fiesta, pero no un éxito y menos aún un acierto. Catalunya tiene derecho a un referendo convocado por el Rey para saber si quiere o no la independencia. Aquel día, como buen federalista, votaré no. Lo que Catalunya no se merece es la serie de fiestas populares que nos esperan. Todas legítimas, pero jurídicamente irrelevantes y políticamente inconvenientes. El independentismo y los partidos que hacen de él bandera saldrán perjudicados; y, de rebote, el Govern, demasiado cómodo haciendo la estatua.
Un día ya lejano, los socios del Ateneo de Madrid votaron que Dios no existía. La aportación definitiva al género de las votaciones gratuitas estaba ya hecha. Era innecesaria una nueva aportación que no ha hecho otra cosa que abrir un concurso de disparates. El PP imaginándose una insurrección, el Gobierno de Madrid haciendo uso gratuito de su autoridad legal, los cuatro gatos de la Falange sacando las águilas imperiales de paseo, los soberanistas de ERC y CDC aplaudiendo una iniciativa que les descoloca y el PSC intentando mantener la sangre fría hasta que cae en la provocación de sus socios republicanos o se ven incomodados por alguna intemperancia de los amigos del PSOE.
Arenys fue una fiesta, sí; pero no solo una fiesta. Aceptémoslo también. Tras la actitud de los convocantes se percibe un sentimiento de decepción con el sistema de partidos y los poderes imperantes que poco tiene que ver con la reclamación de la soberanía. La independencia es la bandera del desencanto de unos sectores activos de la sociedad que no acaban de entender cómo es posible que un país que vive pendiente de una sentencia y ahogado por la crisis económica haya abrazado la resignación cristiana con tanta fe.
Cierto que movilizar a los ciudadanos con objetivos imposibles a corto y medio plazo puede aumentar el sentimiento de frustración que se quiere combatir; cierto que la pestum de estas festum incentivará seguramente el conflicto en la política catalana, pero su celebración tiene un efecto alarma que no debería ignorarse. La fuerza de los independentistas es la que es: poca y despistada en múltiples focs de camp. Sin un líder, difícilmente prosperará hasta tener el peso electoral y social que haga inevitable el referendo de verdad. Los soberanistas tienen motivos para estar preocupados y no creo que ayude demasiado el fichaje de un inminente expresidente blaugrana.
Al resto de los mortales, lo que debe preocuparnos es que no nos arrastren a su deriva. Pero no todo es negativo. Los socialistas catalanes, en posición de centralidad política e institucional indiscutible, disponen de una ocasión inmejorable para canalizar hacia objetivos políticos realistas toda esa energía popular, evitando que se malbarate en iniciativas estériles. Pero tanto privilegio a veces relaja. Post coitum, tedium, decían también los romanos.

Jordi Mercader, periodista.

Patología democrática.

La principal enfermedad que padece la democracia en España es su secuestro por los partidos políticos. Ya lo van notando los electores, que manifiestan como pueden su hartazgo de tanta discusión estéril (el socorrido «pues anda que tú...» de cada adversario). La partitocracia afrenta a la Constitución, que entiende los partidos como canal fundamental, pero no único, de la representación política y que les exige una estructura y funcionamiento democráticos de los que adolecen todos sin excepción. Y, como quiera que llenarse la boca de Constitución está bien solo si la mano izquierda, la derecha y el corazón también le son leales, la gente, que no es tonta aunque en parte esté durmiendo, ha acabado por darse cuenta.
Pero, junto a la democracia indirecta que monopolizan los partidos, también existe la llamada democracia directa y el referendo es uno de sus principales ejemplos. Su patología es de origen: es especialmente usado por las fuerzas políticas menos democráticas, por el amplio margen de manipulación que permite la propia pregunta que se formula y por el hecho constatado de que, excepto en Francia, de cultura política más profunda y extensa que otras, este tipo de consultas habitualmente son ganadas por quien las realiza.
Pese a la patología natural del referendo, los pescadores en río revuelto y todos aquellos sinceramente aquejados de cansancio cívico encuentran de pronto su paradójica oportunidad en ese instrumento que Franco usaba para darse «baños de autoridad» (consulta, plebiscito y referendo no son lo mismo, pero ¿qué más le da a la gente?), Felipe González para disfrazar su desvergonzado (y comprensible) cambio de opinión sobre la OTAN, y Zapatero para hacernos creer que España estaba por una Europa que los franceses se encargaron de abortar, afortunadamente.
El alcalde de Arenys de Munt dice que es una consulta particular, pero va de micrófono en micrófono, en calidad de autoridad, explicándola. Lo cierto es que las cosas son lo que parecen y entre todos (medios, partidos de aquí y allá) hemos hecho que parezca un referendo (o consulta o plebiscito, la distinción la hacen quienes más dispuestos están a ciscarse en la Constitución...). Sobre todo porque los partidos, no contentos con tener secuestrada la participación indirecta, quieren aprovechar también la fiestecilla. Pues nada, a apechugar con la responsabilidad: la moción perdida por ERC en El Prat, la modernez de Xavier Trias, que sabe de lo inviable de algo parecido en Barcelona, Anna Simó tildando de «tabernaria» la bronca que recibió Puigcercós, los de más allá diciendo que la pregunta es ilegal. Y más claro no lo han podido decir los organizadores de la cosa: ¡fuera políticos profesionales! Y el miedo irá aquejando a todas las formaciones políticas, sin excepción. ¿Van a decir que la gente no hable? No servirá de nada. Si no fuera porque generará dolor, esperaría solo con interés y no con preocupación el desenlace.

Montserrat Nebrera, profesora de Derecho Constitucional.