Las contradicciones de Benedicto XVI

Por Juan José Tamayo, director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones, de la Universidad Carlos III de Madrid, y autor de Nuevo Diccionario de Teología (EL PAÍS, 04/03/06):

Desde su elección papal, Benedicto XVI no ha dejado de transmitir mensajes que van mostrando gradualmente algunas de las grandes líneas de su pontificado y que están siendo interpretados en claves distintas. Hay quienes ven en esos mensajes señales de apertura y cambio, e incluso cierto distanciamiento del pontificado anterior. Apelan para ello a su solidez teológica y recuerdan su etapa de perito del concilio Vaticano II. Otros consideran que las actuaciones de Benedicto XVI revelan una continuidad con la etapa anterior, cuyo guión escribió él mismo durante los casi cinco lustros que estuvo al frente de la Congregación de la Doctrina de la Fe.

¿Cómo valorar, en este clima de opiniones cruzadas, la primera encíclica de Benedicto XVI Dios es amor, que ha sido presentada oficialmente como documento "fuerte y programático" del actual pontificado?

1. Empecemos por el planteamiento de las relaciones Iglesia y Estado. Benedicto XVI defiende la autonomía de las realidades temporales, la justicia como referente de la acción del Estado y el sentido ético de la política (n. 28). Un Estado no guiado por la justicia se reduce a una gran banda de ladrones, dice citando a Agustín de Hipona. A la estructura del cristianismo pertenece la distinción entre Iglesia y Estado como dos esferas distintas, "pero siempre en relación mutua", afirma en la línea del Vaticano II. La Iglesia no tiene un poder sobre el Estado ni pretende imponer su cosmovisión moral a quienes no comparten su fe. La justicia constituye el objeto y la medida intrínseca, al tiempo que el origen y la meta, de la política, que no puede reducirse a una simple técnica para determinar los ordenamientos públicos. La Iglesia no debe sustituir al Estado en la tarea de construir la sociedad más justa posible, pero tampoco quedarse al margen en la lucha por la justicia. Hasta aquí de acuerdo.

La duda que me asalta es si la Iglesia católica lleva a la práctica este planteamiento. En España ciertamente no, como demuestran las constantes injerencias de la jerarquía, que se comporta como si fuera el cuarto poder. En el Vaticano, tampoco. En un discurso dirigido a los obispos españoles de visita ad limina en Roma, el Papa atacó al gobierno socialista por paralizar el Plan Hidrológico Nacional. Hay cardenales de la Curia que intervienen constantemente en la política española con descalificaciones contra el Ejecutivo y el Legislativo. ¡Mayor incoherencia con la encíclica, imposible!

2. La encíclica defiende la compatibilidad entre el amor erótico y el amor a Dios, tras siglos de demonización del primero. Para ello cita el Cantar de los Cantares, que entiende como cantos de amor para una fiesta nupcial con exaltación del amor conyugal, y al Pseudo Dionisio Areopagita, que llama a Dios eros y ágape, y critica a Nietzsche por decir que el cristianismo convierte el eros en vicio. Sin embargo, a medida que avanza la argumentación, la compatibilidad primera se torna en su contraria y las respuestas a quienes consideran el cristianismo como adversario de la corporeidad vienen a dar la razón a los críticos como Nietzsche. Para muestra sirva este botón: "El eros necesita disciplina y purificación, para dar al hombre, no el placer del instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo ser... El eros quiere remontarnos en éxtasis a lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación" (nn. 4 y 5).

¿Dónde queda entonces el eros? Vuelve a ser demonizado. A su vez, la compatibilidad entre amor humano y Dios viene desmentida en la práctica por el propio papa, quien sigue prohibiendo a los sacerdotes católicos vivir en pareja y considera pecado las relaciones homosexuales.

3. Amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí y son inseparables; constituyen un único mandamiento (nn. 15-19), afirma Benedicto XVI apoyándose en la primera carta de Juan (1Jn 4,20). La fusión de ambos amores constituye un elemento común al judaísmo, cristianismo e islam, religiones que se caracterizan por un monoteísmo ético: en ellas el conocimiento de Dios tiene su traducción en la práctica de la justicia y el amor al prójimo en la opción por los pobres, como ha subrayado la teología de la liberación. La contradicción radica en que la doctrina social de la Iglesia ha condenado el socialismo como mediación social y traducción eficaz de amor al prójimo, y la teología de la liberación, a la que se ha acusado -lo hizo el cardenal Ratzinger en la Instrucción sobre algunos aspectos de la teología de la liberación en 1984- de asumir el marxismo acríticamente, identificar la categoría bíblica de "pobre" con la de "proletariado" y entender la Iglesia popular como "Iglesia de clase".

En esta encíclica Benedicto XVI vuelve a condenar el marxismo, al que define como "filosofía inhumana" (n. 31), e indirectamente a la teología de la liberación, mientras propone la doctrina social de la Iglesia como una indicación fundamental (n. 27). Yo creo, sin embargo, que en encíclicas sociales como Populorum progressio (1966), de Pablo VI, Laborem exercens (1981) y Sollicitudo rei socialis (1987), de Juan Pablo II, hay más convergencias con el socialismo y con la teología de la liberación que las que deja entrever la condena eclesiástica. Como mostraron los diálogos cristiano-marxistas del siglo pasado, marxismo y cristianismo coinciden en el horizonte ético emancipatorio y en su ubicación social del lado de los excluidos.

4. La encíclica se refiere elogiosamente a las organizaciones de voluntariado, pero se olvida de los movimientos sociales, entre ellos los alterglobalizadores, que luchan por "otro mundo posible". Tal opción parece privilegiar una visión asistencial, más que transformadora, del amor cristiano. Algo similar puede deducirse de las referencias a Teresa de Calcuta como modelo insigne de caridad social y ejemplo de armonía entre oración y dedicación eficaz al prójimo (nn. 36 y 40), mientras silencia otros ejemplos de compromiso liberador y de lucha por la justicia como monseñor Helder Cámara y los mártires monseñor Romero e Ignacio Ellacuría.

Benedicto XVI cita instituciones y personalidades cristianas del pasado como ejemplos de caridad para con el prójimo, todas ellas bien elegidas, aunque algunas de tendencia benéfica, y se olvida de iniciativas y personalidades en clave liberadora como las Reducciones del Paraguay y Bartolomé de Las Casas.

Al final, la encíclica se refiere a María, de la que subraya sus gestos caritativos individuales, como atender a su prima Isabel durante su embarazo, y el ser "la sierva del Señor" (n. 44), pero no habla de lo que la define propiamente: su denuncia de los poderosos y su opción por los humillados, como aparece en el canto revolucionario del Magnificat (Lucas 1,46-55), inspirado en textos de la Biblia judía.

5. Una última contradicción todavía. La encíclica habla de la universalidad y de la concreción del amor. Sin embargo, su lectura patriarcal de la Biblia y el uso del lenguaje androcéntrico parecen desmentir dicha universalidad, al menos en la traducción castellana. La exclusión en el lenguaje desemboca en invisibilidad en la vida. En ese sentido, las mujeres son excluidas. La única referencia a ellas tiene lugar cuando comenta el relato patriarcal de la creación de la mujer de una costilla de Adán (n. 11), donde ella aparece como ayuda del varón. No se cita, empero, el relato igualitario de la creación del hombre y de la mujer a imagen de Dios. La encíclica utiliza la palabra "hombre" decenas de veces y el término "Padre" para referirse a Dios. Nada dice, sin embargo, sobre la violencia contra las mujeres, una de las más graves perversiones del amor cristiano. ¿Será un olvido freudiano?

En conclusión, si alguna señal de cambio pudiera transmitir la encíclica a los teólogos y las teólogas, se desvanece con el cese del jesuita Juan Masiá de la Cátedra de Bioética de la Universidad Pontificia de Comillas y la prohibición de su libro Tertulias de bioética. ¿Vuelve Benedicto XVI a su etapa de gran inquisidor?