Las contradicciones de las crisis brasileñas

Durante los últimos quince años, Brasil hizo muchas cosas bien. El aumento del empleo formal, junto a la subida de los salarios reales y la expansión de la política social llevaron a una reducción sustancial de la desigualdad. El coeficiente de Gini cayó de 0,59 en 2001 a 0,51 en 2014 con lo que el país, sorprendentemente, se convirtió en una referencia en los debates sobre equidad —a pesar de seguir siendo uno de los más desiguales del planeta—. Poco a poco se generó un consenso en torno a la necesidad de mantener la estabilidad macroeconómica y, a la vez, desarrollar políticas sociales más incluyentes. Sucesivos presidentes lograron, además, crear coaliciones de gobierno más o menos estables, tarea nada fácil cuando necesitaban para ello incorporar a ocho o nueve socios en el Ejecutivo.

Quedaron, sin embargo, algunas asignaturas pendientes, siendo la corrupción y la falta de transformación económica las más significativas. Ni los presidentes Lula de Silva y Dilma Rousseff ni su Partido de los Trabajadores (PT) consiguieron combatir de forma efectiva la corrupción. De hecho, los escándalos se multiplicaron e incluyeron pagos a congresistas opositores, financiación ilegal de los partidos políticos, favores millonarios a empresarios cercanos y enriquecimiento inexplicado de buena parte de la clase política. Por otro lado, a pesar de los esfuerzos encomiables por desarrollar nuevas políticas industriales, Brasil aumentó su dependencia de los recursos naturales y de los empleos de servicios con bajos niveles de capacitación. Por ejemplo, el peso de los bienes primarios básicos en las exportaciones aumentó del 23% en 2000 hasta el 47% en 2013. El aumento del consumo interno se apoyó, además, en el endeudamiento: los brasileños destinan casi un tercio de sus ingresos al pago de préstamos.

Brasil se enfrenta ahora no a una, sino a tres crisis, que son resultado directo tanto de los éxitos como de los problemas no resueltos de los últimos años. En primer lugar, está la crisis económica. La caída de la demanda internacional de materias primas contribuyó al hundimiento de las exportaciones brasileñas, que sólo en 2015 cayeron en un 15%. La respuesta contractiva del Gobierno —animado por los mercados internacionales—, los altísimos tipos de interés y la incertidumbre contribuyeron a empeorar las cosas todavía más.

En segundo lugar, el destape de los últimos casos de corrupción mostró las debilidades del sistema político brasileño. La operación Lava Jato reveló comisiones millonarias pagadas a empleados de Petrobras y a líderes políticos a cambio de contratos exclusivos a un cártel de empresas brasileñas. El escándalo, que ha llevado a la cárcel tanto a senadores como a líderes empresariales, salpicó a todos los partidos y desencadenó una ola de protestas por todo el país.

Pero, en tercer lugar, también nos encontramos ante una "contrarrevolución" de las élites económicas y profesionales que, junto a los partidos de la oposición, quieren acabar con el proyecto político del PT. Se trata de grupos sociales que, si bien se beneficiaron de la expansión económica, vieron a la vez erosionado su poder relativo ante la emergencia de la nueva clase media. Tienen ahora que compartir los aeropuertos con un mayor número de brasileños y pagar salarios más altos a sus empleadas domésticas. Estos grupos se han convertido en críticos viscerales del PT y se oponen crecientemente a algunas de sus políticas insignia: en 2015, la mitad de los brasileños de la clase alta estaban en contra de Bolsa Familia, el programa de transferencias a los más pobres. Son estos grupos, sin duda, los que han liderado las protestas recientes: el 77% de los manifestantes de marzo en Sao Paulo tenían estudios universitarios y un 12% eran empresarios. Apoyan, además, un proceso de impeachment que nada tiene que ver con los casos de corrupción y cuya legitimidad es cuestionable: a Dilma se le acusa de haber maquillado las cuentas fiscales del 2014.

Brasil se enfrenta, por tanto, a procesos profundamente contradictorios. Por un lado, tiene una oportunidad única de hacer frente a la corrupción y debilitar los estrechos lazos rentistas entre la clase política y empresarial. Ello podría contribuir a mejorar la eficiencia de las empresas públicas y a fortalecer la transparencia del sistema democrático. A la vez, sin embargo, el ataque visceral al PT y a sus seguidores amenaza con debilitar al país. La destitución de la presidenta Dilma, que no ha sido acusada formalmente de ningún crimen, no haría sino consolidar un sistema partidario débil, fragmentado y polarizado. Mantener los éxitos de la incorporación política y social de los pobres en ese contexto sería mucho más difícil.

Ahora más que nunca es importante evitar decisiones precipitadas y huir de análisis simplistas. Sería importante que se dejara trabajar con tranquilidad a la presidenta para que pueda adoptar medidas económicas y políticas urgentes; y al sistema judicial, para que siga investigando los casos de corrupción de todos los partidos y signos. Sólo así se podría recuperar la estabilidad de forma lenta, pero progresiva, sin destruir las bases del éxito distributivo de los últimos años.

Diego Sánchez-Ancochea es director del Latin American Centre, Universidad de Oxford, y becario de La Caixa en 1998.

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