Las corrupciones

“Esta legislación electoral ha promocionado una clase política tan incompetente como sumisa… Es difícil que pueda diseñar, y menos llevar a cabo, una política creativa y rompedora para salir fortalecidos de la crisis”.
Ignacio Sotelo (*)

Con ser muchos y sonados los casos de abuso, fraude, robo, blanqueo y conspiración para delinquir que, entre otras lindezas, parecen haber cometido cientos de políticos, empresarios y representantes sindicales en nuestro país, la peor de todas las corrupciones que enfrentamos me parece aún la del lenguaje a que nos tienen acostumbrados nuestros líderes cuando tratan de explicar y combatir tantos desmanes. La casi totalidad de la clase política, a la hora de pedir perdón y prometer reparaciones, coincide en asegurar que los delincuentes son una minoría entre los miembros de su tribu (¡faltaría más!) y en proponer códigos y leyes que persigan esas desviadas conductas individuales. Pero ninguno, o muy pocos, se aviene a reconocer que nos hallamos ante una auténtica tangentópolis a la española, en donde la corrupción es sistémica, por lo que solo podrá ser atajada con medidas que reformen en profundidad el sistema. El actual funcionamiento de nuestro régimen político favorece esos comportamientos punibles y si no se reacciona a tiempo (aunque en ocasiones parece ya tarde para hacerlo) amenaza implosionar, llevándose por delante lo que hasta ahora había sido el periodo de mayor libertad, estabilidad política y crecimiento económico de la historia de España.

Las corrupcionesEl no disimulado escalofrío que recorre a los círculos dirigentes y a amplios sectores de las clases acomodadas ante la noticia de que un partido como Podemos encabeza la lista de los eventualmente más votados en las elecciones impide a muchos reconocer que dicho partido, que en mucho se parece a una expresión populista de las enfermedades infantiles del socialismo, no es la principal amenaza a nuestra democracia. Los peligros reales que esta enfrenta provienen precisamente de lo que los recién llegados denominan la casta y los teóricos que les avalan gustan definir como élites extractivas: el entramado político, social, económico y mediático que viene gobernando este país en las últimas décadas.

El diagnóstico de Podemos me parece en ese sentido bastante acertado, aunque las soluciones que ofrece son tan genéricas como oníricas. Y pese a su disfraz de radicalismo buenón no logran disimular su menosprecio por los principios liberales sobre los que reposa la democracia representativa. Por otra parte, resulta cuando menos notable que sean jaleados con entusiasmo por dos grupos televisivos que se distinguen, como ningún otro, por su pertenencia a esa misma casta que Iglesias y los suyos se aprestan a dinamitar. Corren rumores, probablemente fundados, de que la deferencia permanente de las cadenas de Berlusconi y Lara con los líderes de la nueva formación, a los que han encumbrado ofreciéndoles tribuna permanente, sería consecuencia del análisis de los consejeros electorales del PP, pues presumieron que así se ayudaría a la fragmentación de la izquierda, facilitando la renovación de la mayoría del partido en el Gobierno, por parva que resulte. Verdad o no, hace tiempo que las actitudes del poder, sus movimientos tácticos y estratégicos, responden fundamentalmente a sus intereses y ambiciones electorales a corto plazo, y no a las preocupaciones de la gente. Lo llamativo es que mediante tan singular y provinciano comportamiento no logra sino propiciar su propia destrucción. El análisis que se empeña en hacer el PP de las noticias sobre corrupción y crimen organizado que asolan nuestra vida política como desgraciadas pero excepcionales muestras de la debilidad o maldad humanas, impide a sus dirigentes adoptar las decisiones que permitan luchar contra la corrupción del sistema mismo y garantizar la pervivencia de la Constitución de 1978. Sobre ésta hemos desarrollado los españoles un proyecto de convivencia sin precedentes en nuestra historia. Quienes crean que no está ahora amenazado, o son muy ciegos o muy hipócritas.

Como la corrupción es sistémica solo será posible combatirla con algún éxito adoptando medidas estructurales. Por muchas leyes de transparencia que se promulguen y muchos acuerdos que busquen, y hasta encuentren, los principales partidos del arco parlamentario, sin una nueva ley electoral, que elimine las listas cerradas y bloqueadas y las provincias como distritos; sin un cambio en la ley de partidos, que garantice su democracia interna y su financiación sin sobresueldos, coimas ni treses por ciento; sin una reforma de la Administración que elimine miles de municipios y cargos políticos, acabe con infraestructuras inútiles y costosas como las diputaciones, e incorpore criterios de productividad y servicio público; sin una lucha decidida contra el fraude fiscal en un país en el que dos recientes secretarios de estado de Hacienda aparecen como singulares defraudadores en el caso de las tarjetas negras; sin un reforzamiento de la justicia que garantice su independencia y equidad, amén de procedimientos rápidos y gratuitos, y la no vulneración de la presunción de inocencia; sin todo eso, a lo que es necesario incorporar a las escuelas una educación para la ciudadanía que instruya a las nuevas generaciones en los valores cívicos de la democracia, y en la libertad de pensamiento frente a todo fundamentalismo, la corrupción del sistema prevalecerá contra cualquier buena intención de nuestros gobernantes.

Casi ninguna de las instituciones básicas de nuestra Constitución funciona hoy con normalidad, y no solo en lo que se refiere al actual desorden territorial de la España de las autonomías. Seguimos esperando la promulgación de un estatuto de la Corona que reglamente por ley los derechos, deberes y responsabilidades de los miembros de la familia real. El Tribunal Constitucional, ya muy castigado en su credibilidad tras la famosa sentencia sobre el Estatuto catalán, está presidido por un militante del partido en el Gobierno que no tuvo la decencia intelectual de dimitir cuando eso se supo. El de Cuentas es un pozo de nepotismo y enchufes que hasta el momento, que se sepa, apenas ha sido capaz de descubrir las malversaciones, sobornos y desvíos improcedentes de dinero público que nos avergüenzan. El Parlamento es la viva expresión de la lejanía de los partidos hacia sus votantes, con un Senado inútil y un Congreso dedicado a parlamentar de todo menos de lo que más se habla en la calle: la corrupción. Mientras tanto, históricos líderes del escenario político, empresarial y sindical dan con sus huesos en la cárcel por robar y defraudar. Y los medios de comunicación, enfrentados a una verdadera crisis existencial, abonan la fanfarria nacional en medio del ruido generado por las redes sociales.

¿Catastrofismo? De ninguna manera. El que la corrupción sea sistémica no significa que esté generalizada en nuestra sociedad, sino que produce un comportamiento anormal y con cierta frecuencia delictivo en el uso y manejo de los fondos públicos. Este es un país de ciudadanos honrados con una cultura cívica en la que sobresale la decencia frente al tópico manido del pícaro español. Por lo mismo tiene solución, pero solo si hay alguien que quiera dársela. En lo económico, ahí están las propuestas del Consejo de Competitividad, que constituyen hasta ahora la única alternativa concreta al programa de Gobierno. Si los mayores empresarios ofrecen un plan para que el paro descienda vertiginosamente en nuestro país, cuando menos eso merece un debate en regla y sin chascarrillos. Pero nadie parece querer llevarlo a cabo. En lo político, una auténtica regeneración del sistema, que nada tiene que ver con las promesas huecas ni los excesos histéricos que contemplamos a diario, redundará inevitablemente en la desaparición de un alto porcentaje de los integrantes de la tan traída y llevada casta.

En cualquier caso estamos en el umbral de una renovación generacional y de cuadros como no ha existido desde el inicio de la Transición. Su irrupción se hace empero bajo banderas que apelan más a la identidad perdida y a la frustración de la gente que a un proyecto reconocible de convivencia. En esta hora de España es precisa una reivindicación de la democracia representativa y del bipartidismo mitigado como mejores métodos de garantizar la alternancia en el poder y la cohesión de un país amenazado por la dispersión territorial, el populismo (incluido el del nacionalismo irredento) y los cuentos chinos de los tertulianos de la tele. La clase política del franquismo se hizo el haraquiri, lo que permitió construir la democracia en un ambiente menos violento del esperado tras la muerte del dictador, y propició la reconciliación entre los españoles a cambio de un proyecto de futuro en libertad. Me pregunto si la clase política de la democracia, y muy particularmente la derecha en el poder, tendrán la misma lucidez para refundarse en defensa de la democracia misma. Si lo hacen, el populismo seguirá existiendo como expresión de la ira y la decepción de muchos ciudadanos, y quizá también como método barato de captar audiencias para la televisión basura. Pero no someterá a nuestro país al arbitrismo, el desconcierto y la fatua verbosidad de la que ahora hace gala.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.


(*) España a la salida de la crisis. Editorial Icaria / Antrazyt. Página 138.

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