Las cosas que vi en la Georgia en guerra

1. Lo primero que llama la atención al salir de Tiflis es la inquietante ausencia de cualquier tipo de fuerza militar. Había leído que el Ejército georgiano, derrotado en Osetia y obligado a huir de Gori, se había replegado sobre la capital para defenderla. Pues bien, llego a las afueras de la ciudad. Avanzo 40 kilómetros por la autopista que divide el país de este a oeste. Y apenas veo rastro alguno de ese Ejército que supuestamente se habría reagrupado para oponer una resistencia encarnizada a la invasión. Lo único que veo es algún puesto de policía. Y, más lejos, un puñado de soldados con uniformes demasiado nuevos. Pero ni una sola unidad de combatientes. Ni una sola pieza de defensa antiaérea. Ni siquiera ese paisaje de alambradas y barricadas, habitual en todas las ciudades sitiadas del mundo, para dificultar el avance del enemigo, al menos en teoría.

Mientras circulamos en nuestro coche, una información de agencia anuncia que los blindados rusos se dirigen hacia la capital. La noticia, dada por las radios y finalmente desmentida, ocasiona un caos total y hace que den la vuelta los escasos vehículos que se habían aventurado fuera de la ciudad. Pero el poder parece haber bajado totalmente los brazos.

¿Estará por aquí el Ejército georgiano, pero escondido? ¿Dispuesto a intervenir, pero invisible? ¿Estaremos ante una de esas guerras donde la astucia suprema es, como en las guerras olvidadas de Africa, mostrarse lo menos posible? ¿O es que el presidente Saakashvili optó por no combatir, para colocarnos a nosotros, europeos y americanos, ante nuestras propias responsabilidades? («¿No dicen ustedes que son nuestros amigos? Ustedes nos han dicho cien veces que con nuestras instituciones democráticas, nuestro deseo de unirnos a Europa, nuestro gobierno, del que -hecho único en los anales- forma parte un primer ministro anglo-georgiano, varios ministros americano-georgianos y un ministro de Defensa israelo-georgiano, era el primero de la clase occidental. Pues bien, es el momento de que lo demuestren. Ahora o nunca»).

No lo sé. Pero el hecho es que la primera presencia militar significativa con la que nos tropezamos es un convoy ruso de al menos cien vehículos, que ha venido a repostar gasolina en dirección a Tiflis. Y más adelante, a 40 kilómetros de la ciudad, a la altura de Okami, un batallón, también ruso, apoyado por una unidad de blindados, cuyo papel es impedir el paso de los periodistas en un sentido y de los refugiados, en el otro.

Uno de los refugiados, un campesino herido en la frente, todavía presa del terror, me cuenta la historia de su aldea, en Osetia, de la que ha escapado a pie hace tres días. Llegaron los rusos. Siguiendo su estela, las bandas osetias y cosacas saquearon, violaron y asesinaron. Las bandas, al igual que en Chechenia, reagruparon a los jóvenes y los embarcaron en camiones con destino desconocido. Mataron a los padres delante de sus hijos. Y a los hijos delante de sus padres. En el sótano de una casa que hicieron saltar por los aires con bombonas de gas encontraron a una familia a la que quitaron todo lo que había intentado esconder, tras poner de rodillas a los adultos antes de ejecutarlos con una bala en la cabeza.

El oficial ruso encargado del puesto de control escucha, pero le da igual. Parece estar borracho y pasa de todo. Para él, la guerra ha terminado. Ningún papel -alto al fuego o acuerdo en cinco o seis puntos- hará que cambie un ápice su victoria. Y este pobre refugiado puede contar lo que quiera.

2. En los alrededores de Gori, la situación se torna diferente y a menudo mucho más tensa. En las cunetas, jeeps georgianos. Más lejos, un blindado carbonizado. Y más lejos todavía, un check-point que bloquea por completo el paso al grupo de periodistas al que nos hemos unido. Y, sobre todo, se nos dice claramente que no somos bienvenidos. «Están ustedes en territorio ruso -ladra un oficial ahíto de importancia y de vodka-. Sólo pueden seguir los que estén acreditados por las autoridades rusas»...

Afortunadamente, aparece un coche con bandera diplomática. Es el coche del embajador de Estonia. En su interior, amén del embajador, el secretario del Consejo Nacional de Seguridad, Alexander Lomaia, que dispone de una autorización para ir, por detrás de las líneas rusas, a buscar a los heridos, y que acepta llevarme con él, además de a la eurodiputada Isler Beguin y a una periodista del Washington Post. «No garantizo la seguridad de nadie, ¿está claro?», nos previene. Está claro. Y nos apretujamos en el Audi que enfila hacia Gori.

Tras pasar otros seis nuevos check-points, uno de los cuales está formado por un simple tronco de árbol que un grupo de paramilitares sube y baja para dar paso, llegamos a Gori. No estamos en el centro de la ciudad. Pero, desde el punto en el que nos ha dejado Lomaia, antes de irse solo, en busca de sus heridos, podemos constatar los incendios que surgen por doquier. Las bengalas iluminan el cielo a intervalos regulares y les siguen detonaciones breves. Y, de nuevo, el vacío. Y el olor, ligero, a putrefacción y a muerte. Y, sobre todo, el incesante ir y venir de vehículos blindados y, la mitad de las veces, coches llenos de milicianos, reconocibles por sus brazaletes blancos y sus cintas en el pelo. Gori no pertenece a esa Osetia que los rusos dicen haber venido a «liberar». Es una ciudad georgiana. Y por eso la han quemado. La han arrasado. La han reducido a una ciudad fantasma. Vacía.

«Es lógico», explica el general Vyachislav Borisov, mientras esperamos, de pie en medio del hedor de la noche, el retorno de Lomaia. «Estamos aquí, porque los georgianos son unos inútiles, porque la administración de la ciudad se derrumbó y porque la ciudad estaba en manos de los bandidos. Mire esto...». Y me muestra, en su móvil, fotos de armas, e insiste en destacar su origen israelí. «¿Cree usted que podíamos dejar este bazar sin vigilancia? Por otra parte, le voy a decir una cosa...» Carraspea, enciende un cigarrillo y la llama de su cerilla sobresalta al tanquista rubio que se había quedado dormido en la torreta de su blindado. «Hemos convocado a Moscú al ministro israelí de Asuntos Exteriores. Y le hemos dicho que si seguían suministrando armas a los georgianos, nosotros continuaríamos haciéndoselas llegar también a Hizbulá y a Hamas». Continuaríamos... ¡qué confesión!

Pasan dos horas. Dos horas de fanfarronadas y de amenazas. A veces, algún coche reduce la marcha, pero, al ver el blindado, cambia de parecer y sigue su camino. Hasta que regresa Lomaia y nos confía a la anciana y a la mujer embarazada que ha sacado del infierno, encargándonos que las llevemos a Tiflis.

3. El presidente Saakashvili, flanqueado por su consejero Daniel Kunnin, escucha mi relato. Estamos en la residencia presidencial de Avlabari. Son las dos de la mañana, pero la noria de sus consejeros sigue funcionando como si fuese mediodía. El presidente es joven. Muy joven. De una juventud que se descubre, todavía, en la impaciencia de sus gestos, en la fiebre de su mirada, en las bruscas carcajadas o, incluso, en su forma de tomar latas de Red Bull, como si fuese Coca-Cola. Su gente, por cierto, es muy joven. Todos sus ministros y asesores son becarios de fundaciones como la de Soros, a los que la Revolución de las Rosas interrumpió sus estudios en Yale, Princeton o Chicago. Es francófilo y francófono. Apasionado de la filosofía. Demócrata. Europeo. Liberal en el doble sentido del término, estadounidense y europeo. De todos los grandes resistentes con los que me topado en mi vida, de todos los Massoud o Izetbegovic a los que defendí, éste es, evidentemente, el más alejado del universo de la guerra, de sus ritos, de sus emblemas y de su cultura. Pero mantiene el tipo.

«Déjeme precisar una cosa -me interrumpe con una gravedad repentina-. No podemos admitir que se diga que fuimos nosotros los que comenzamos esta guerra... Estamos a comienzos de agosto. Mis ministros están de vacaciones. Yo mismo me encontraba en Italia, haciendo una cura de adelgazamiento y a punto de salir para Pekín. Pero leo en la prensa italiana: Preparativos de guerra en Georgia. ¿Me entiende? Yo estoy allí, tan tranquilo, en Italia, y, de pronto, leo que mi país está preparando una guerra... Sintiendo que algo no va bien, regreso de inmediato a Tiflis. ¿Y qué me dicen mis servicios de Inteligencia?». Hace una mueca de las habituales en él, que plantea una pregunta y te da una oportunidad para que avances la respuesta... «Que son los rusos los que, en el mismo momento en que están alimentando a las agencias de prensa con esta patraña, están evacuando a los habitantes de Tsjinvali, concentrando tropas, transportes y combustible en territorio georgiano y, por último, haciendo pasar columnas de blindados por el túnel Roky, que separa las dos Osetias. Suponga que es usted el presidente de un país y le dicen esto, ¿qué hace?». Se levanta y va a responder a dos móviles que suenan al mismo tiempo en su oficina, vuelve, estira sus largas piernas... «Cuando el blindado 150 se aposta frente a tus ciudades, te ves obligado a admitir que la guerra ha comenzado y, a pesar de la desproporción de las fuerzas, no te queda otro remedio...».

¿Con el beneplácito de sus aliados, advirtiendo a los miembros de la OTAN, que le dieron con la puerta en la narices?, le pregunto. «El auténtico problema -se escapa- son los objetivos de esta guerra. Putin y Medvedev buscaban un pretexto para invadirnos. ¿Por qué?». Hace el gesto de contar con los dedos. «En primer lugar, porque somos una democracia y, de cara al fin del comunismo, encarnamos, pues, una alternativa al putinismo. En segundo lugar, somos el país por el que pasa el BTC, es decir el gasoducto que une Bakú con Ceyhan via Tiflis. De tal forma que, si nosotros caemos, si Moscú coloca en mi lugar a un empleado de Gazprom, ustedes, los europeos, dependerán al cien por cien de los rusos para proveerse de energía. Y en tercer lugar...» Antes de explicar la tercera razón, coge un melocotón en la bandeja de frutas que su asistente -«osetio», precisa- acaba de traerle. «En tercer lugar, mire el mapa. Rusia es aliada de Irán. Nuestros vecinos, los armenios, tampoco están muy alejados de los iraníes. Imagine que se instala en Tiflis un régimen pro ruso. En ese caso, se lograría un continuo geoestratégico que iría desde Moscú a Teherán y que dudo mucho que defendiese al mundo libre. Espero que la OTAN entienda esto...»

4. Viernes por la mañana. Raphaël Glucksmann, Gilles Hertzog, la eurodiputada y yo decidimos volver a Gori, donde los rusos habrán comenzado su retirada, tras el acuerdo de alto el fuego redactado por Sarkozy y Medvedev. Allí vamos a reunirnos con el patriarca ortodoxo de Tiflis, que se dirige a Tsjinvali, donde cadáveres georgianos estarían siendo arrojados a los cerdos y a los perros. Pero el patriarca no aparece. Y los rusos no han evacuado nada. Y nosotros estamos bloqueados en el mismo sitio, a 20 kilómetros de Gori, cuando un coche que circula delante nuestro se cruza en el punto de mira de un escuadrón de irregulares que, con el beneplácito de un oficial ruso, hace bajar a los periodistas y les quita cámaras, dinero, objetos personales y, finalmente, su vehículo. Así pues, noticia falsa. El habitual baile de informaciones erróneas, en cuyo arte los propagandistas rusos parecen ser maestros. Nos dirigimos, entonces, a Kaspi, a medio camino entre Gori y Tiflis, donde el intérprete de la eurodiputada tiene familia y donde, en principio, la situación está más tranquila. Pero, en realidad, allí nos esperan dos o tres sorpresas más.

Primero, la destrucción. Aquí también, destrucción por todas partes. Pero una destrucción que, en este caso, no tenía como objetivo prioritario ni las casas ni las personas. ¿Qué, entonces? El puente. La estación. La vía férrea, que ya está reparando un equipo logístico dirigido, desde su habitación, por un ingeniero jefe gravemente herido en una cadera. O el sistema electrónico de la empresa cementera Heidelberg, de capital alemán, a la que alcanzó un misil guiado por láser. «Había 650 obreros -me dice el director de la fábrica, Levan Baramatze-. Hoy, sólo han podido venir 150. Nuestra cadena productiva está totalmente arruinada».

En Poti, los rusos hundieron la Marina de guerra georgiana. Y le dieron al gasoducto BTC en tres puntos. Aquí, en Kaspi, atentaron aposta contra los centros vitales de una economía de la que, indirectamente, depende la región y el país entero. Terrorismo teledirigido. Y voluntad, también en esto, de poner al país de rodillas.

Y la segunda sorpresa, los blindados. Repito que estamos a las puertas de la capital. Condoleezza Rice se encuentra, en este preciso momento, dando una rueda de prensa allí. Y de pronto, surge, volando a baja altura, a ras de los árboles, uno de esos helicópteros de combate, cuya aparición es siempre signo de lo peor. Inmediatamente después, los habitantes de Kaspi que aún quedan en la ciudad salen en estampida a las calles y, rápidamente, se aglomeran, de 10 en 10, o como pueden, en los viejos Ladas, al tiempo que gritan a quien quiere oírlos y, especialmente, a nuestros conductores, que llegan los rusos y que hay que huir.

Al principio, no nos lo creemos. Pensamos que se trata de otro rumor, como el de ayer. Pero, esta vez, es cierto. Los blindados rusos aparecen. Son cinco, exactamente. Más una unidad de ingenieros, que comienza a excavar trincheras. El mensaje está claro. Con Rice o sin Rice en Tiflis, los rusos están aquí, en su casa. Y se mueven, por Georgia, como en territorio conquistado. Esto no es exactamente como el golpe de Praga. Es su versión del siglo XXI: lento, paso a paso, a golpe de humillaciones, intimidaciones, desfiles y terror...

5. Esta vez, la cita tiene lugar a las cuatro de la mañana. Saakashvili pasó el final del día con Rice. Y la víspera, con Sarkozy. A los dos les agradece sus esfuerzos, así como su amistad, de la que nada ni nadie le hará dudar. ¿No se tutea con Nicolas? ¿No le telefonea el candidato McCain, «cercano a Rice», tres veces al día desde el comienzo de la crisis? Y sin embargo, le noto un aire melancólico, que no presentaba el primer día. La fatiga, quizás... Las noches sin dormir... Las derrotas en serie... Y ese rumor, que sabe que se está extendiendo por todo el país y que, desgraciadamente, tenemos que confirmarle: «¿Y si Misha fuese incapaz de protegernos? ¿Y si este joven y tempestuoso presidente no nos trajese más que infortunios? ¿Y si, para sobrevivir, fuese necesario someterse al deseo de Putin y del fantoche que cuelga de su mano?». Hay algo de todo esto, sin duda, en la melancolía del presidente. Y, además, otra cosa. Otra cosa más complicada y que se refiere a la extraña actitud de sus amigos...

Por ejemplo, el acuerdo de alto el fuego, aportado por su amigo Sarkozy, que fue redactado a cuatro manos, en Moscú, con Medvedev. Saakashvili recuerda al presidente francés, aquí, en este mismo despacho, impaciente por verlo firmar. Escucha cómo le levanta la voz y casi le grita: «No tienes otra opción, Misha; sé realista, no te queda escapatoria. Cuando los rusos lleguen para destituirte, ninguno de tus amigos, ninguno, moverá un dedo para salvarte». Y su extraña reacción cuando, al final, Misha Saakashvili, logra que llamen a Medvedev; Medvedev da el recado de que duerme -eran tan sólo las 21.00, pero duerme y no aparece hasta el día siguiente a las 9.00-. El presidente francés se enfada. El amigo francés tampoco entonces quiso esperar. ¿Prisa por volver? ¿Convencido de que lo importante era firmar, cualquier cosa, pero firmar? Misha piensa: «Así no se negocia. No se puede portar uno así con sus amigos».

Vi el documento. Vi las anotaciones manuscritas que aportaron los dos presidentes. Primero el georgiano y, después, el francés. Vi el segundo documento, también firmado por Sarkozy, entregado a Condi Rice, en Bregançon, para que ella se lo transfiriese a Saakashvili. Y también vi el memorando redactado durante la noche por los georgianos, que lo consideran vital. Lograron que se tache cualquier alusión al futuro «estatuto» de Osetia. Consiguieron -y no es poco- que se precisase que el «perímetro razonable», establecido en el primer documento, dentro del cual estaban autorizadas las tropas rusas a patrullar para garantizar la seguridad de los rusófonos de Georgia, fuese «de unos cuantos kilómetros».

Pero en ningún documento se aborda la integridad territorial de Georgia. Y por lo que se refiere a la ayuda legítima aportada a los rusófonos, tiemblo ante la idea del uso que de ello se puede hacer cuando sean los rusófonos de Ucrania, de los Países Bálticos o de Polonia los que, a su vez, se sientan amenazados por una voluntad «genocida»... Por la noche, en el bar del hotel, me encuentro con el americano Richard Holbrooke, diplomático de altos vuelos y cercano a Barack Obama, que sentencia: «En este asunto, flota un aire de apaciguamiento y de muniquismo». Eso es. O bien somos capaces realmente de levantar la voz y de decir, en Georgia, stop a Putin, o el hombre que, según sus propias palabras, fue a «buscar hasta en los urinarios» a los civiles de Chechenia, se sentirá con derecho a hacer lo mismo con cualquiera de sus vecinos. ¿Es así como se va a construir Europa, la paz y el mundo del mañana?

Bernard-Henry Lévy, filósofo y ensayista francés.